SIETE DE CORAZONES

Al despertarme, muy entrada la mañana, comprendí por primera vez que el viejo panadero a quien había conocido en Dorf era mi propio abuelo. Porque la muchacha rapada no podía ser otra que mi abuela paterna.

No podía estar completamente seguro, porque en el juego de Comodín no se decía directamente que la muchacha rapada fuera mi abuela, ni el panadero de Dorf mi abuelo. Pero no podía haber muchas «amigas de alemanes» en Noruega que se llamaran Line.

Eso quería decir que aún no se había revelado toda la verdad. Había muchas frases del juego de Comodín que Hans no recordaba y que, por tanto, no habían sido transmitidas a Albert o a otra persona. ¿Volverían a aparecer algún día esas frases para que se completara todo el solitario?

La isla mágica había borrado todas las huellas al hundirse en el mar. Y con la muerte de Hans el Panadero, se cerró la posibilidad de sacarle más información. También sería imposible intentar hacer revivir a los naipes de Frode para ver si los enanos se volvían a acordar de lo que habían dicho ciento cincuenta años antes.

Sólo quedaba una posibilidad: si Comodín seguía en este mundo, quizá recordara el juego de Comodín.

Tenía que convencer a mis padres para pasar por Dorf al volver hacia Noruega, a pesar del considerable rodeo que eso representaría y de que las vacaciones de mi viejo estaban tocando a su fin. Y tenía que convencerlos sin enseñarles el libro del panecillo.

Lo que más me gustaría hacer sería entrar en la panadería y decir al viejo panadero: Aquí estoy. He vuelto del país del sur. Traigo a mi viejo. Él es tu hijo.

El abuelo se convirtió en el gran tema de conversación durante el desayuno. Retrasé la gran revelación hasta el final. Sabía que mi credibilidad estaba algo deteriorada, después de todo lo que había ido insinuando sobre el libro del panecillo.

Cuando mamá se levantó a por la segunda taza de café, miré fijamente a mi viejo y le dije con decisión:

—Ha sido estupendo encontrar a mamá en Atenas, pero aún faltaba una carta para terminar el solitario, y la acabo de encontrar.

Mi viejo miró preocupado hacia donde estaba mamá, luego me miró a mí y dijo:

—Dime, Hans Thomas, ¿qué pasa ahora?

Le miré a los ojos y dije:

—¿Te acuerdas del panadero que me dio una botella de refresco y cuatro panecillos, mientras tú te estabas poniendo ciego de licor de los Alpes con los dorfianos en el Schöner Waldemar?

Asintió.

—Ese panadero es tu padre.

—¡Bobadas!

Arrugó la nariz como un caballo al que le hubieran hecho correr demasiado, pero yo sabía que no tenía escapatoria.

—No hace falta que lo discutamos aquí y ahora. Pero estoy completamente seguro de lo que digo.

Mamá volvió a sentarse y suspiró con resignación cuando supo de qué estábamos hablando. Mi viejo había reaccionado igual, pero él me conocía mejor, y creo que se había dado cuenta de que no podía ignorar lo que yo había dicho, antes de investigarlo más a fondo. También sabía que yo era un comodín y que a veces me enteraba de cosas de gran importancia.

—¿Y por qué crees que es mi padre? —se limitó a preguntar.

No podía decir que lo había leído en el libro del panecillo, así que dije algo que se me había ocurrido la noche anterior:

—En primer lugar, se llamaba Ludwig.

—Ése es un nombre muy corriente, tanto en Suiza como en Alemania —replicó mi viejo.

—Es posible, pero el panadero también me contó que había estado en Grimstad[6] durante la guerra.

—¿Eso te dijo?

—No exactamente en noruego. Pero cuando le conté que era de Arendal, él exclamó que había estado en «der Grimme Stadt». Yo supuse que se estaba refiriendo a Grimstad.

—No, no —dijo mi viejo—. «Grimme Stadt» significa «la ciudad terrible», o algo parecido. En ese caso, igual pudo haberse referido a Arendal… Pero, ¿sabes, Hans Thomas?, hubo muchos soldados alemanes en nuestra región durante la guerra.

—Supongo. Pero sólo uno de ellos era mi abuelo. Y ése es el panadero de Dorf. Esas cosas pueden ocurrir.

Finalmente mi viejo se levantó y fue a llamar por teléfono a mi abuela en Noruega. No sé si lo hizo por lo que yo acababa de decir, o si de pronto se acordó de que debía llamar a su madre y decirle que habíamos encontrado a mamá en Atenas. Como ella no contestaba, llamó a su tía Ingrid, que le dijo que la abuela, de repente, se había apuntado a un viaje a los Alpes.

Cuando mi viejo nos lo contó, di un silbido de asombro.

—El hombre del panecillo grita por un tubo mágico que alcanza gran distancia —dije.

Mi viejo puso cara de sorpresa:

—¿No has dicho esa misma frase en otra ocasión?

—A lo mejor. Tampoco sería tan improbable que el viejo panadero hubiera reconocido a su propio nieto. Por cierto, a ti también te vio. Y ¿sabes, viejo?, la familia es más importante que ninguna otra cosa. También puede que se le ocurriera llamar a Noruega después de tantos años, ya que acababa de visitarle un niño de Arendal. Y, si llamó, no es tan improbable que el antiguo amor resurja, tanto en Dorf como en Atenas.

De manera que emprendimos el viaje hacia el norte, en dirección a Dorf. Ni mamá ni mi viejo creían que el panadero fuese mi abuelo, pero sabían que jamás los dejaría en paz si no accedían a investigar el asunto más a fondo.

En Como, nos alojamos en el Mini Hotel Baradello, como la otra vez. La feria había desaparecido y, con ella, la adivina y todo lo demás. Pero mi consuelo fue que me volvieran a meter en una habitación individual. A pesar de encontrarme bastante cansado de tanto coche, decidí acabar de leer el libro del panecillo antes de dormirme.