Albert había estado hablando durante toda la noche. En varias ocasiones, mientras hablaba, me había imaginado cómo sería con doce años.
Se quedó mirando fijamente lo que hacía mucho rato fue un fuego chisporroteante. Yo no le había interrumpido mientras hablaba, de la misma manera que él había estado callado, 52 años antes, cuando Hans el Panadero le contó la historia de Frode y de la isla mágica. Por fin me levanté y crucé la habitación hasta la ventana que daba al pueblo.
Fuera, estaba amaneciendo. La niebla matutina flotaba por encima del pequeño pueblo, y sobre el lago Waldemar se habían posado densas nubes. Arriba, en lo alto, el sol acababa de iniciar su descenso por la ladera.
Yo tenía la cabeza llena de preguntas, pero no dije nada porque no sabía por dónde empezar. Me volví a sentar delante de la chimenea, al lado de ese Albert que tan calurosamente me había acogido cuando caí agotado delante de su cabaña. Aún salían débiles restos de humo de las cenizas de la chimenea. Parecía como si, de pronto, algo de esa niebla matutina se hubiera metido también dentro de la casa.
—Tú te quedarás aquí en el pueblo, Ludwig —dijo el panadero.
Por la forma en que lo dijo, podía entenderse como una pregunta o como una orden, o quizá como ambas cosas a la vez.
—Naturalmente —repliqué. Yo ya había comprendido que sería el próximo panadero. Y que guardaría el secreto de la isla mágica para generaciones venideras—. Pero no estoy pensando en eso.
—¿En qué estás pensando, hijo?
—En el juego de Comodín. Porque si yo soy ese soldado infeliz del país del norte…
—¿Sí?
—Entonces tengo… tengo un hijo allí arriba —y, de repente, ya no pude controlarme más. Escondí mi cara entre las manos y me eché a llorar.
El anciano puso su mano sobre mi hombro.
—Así es —dijo—. «El soldado no sabe que la muchacha rapada da a luz un hermoso niño».
Me dejó llorar. Cuando volví a levantar la vista dijo:
—Pero hay algo que no he entendido nunca; quizá tú me lo puedas explicar.
—¿Qué?
—¿Por qué raparon a la pobre muchacha?
—Yo tampoco lo sabía. Ignoraba que le hubieran hecho tanto daño. Pero sí he oído que esas cosas pasaron cuando la liberación. Las chicas que habían estado con los soldados enemigos perdieron el pelo y el honor. Por eso… sólo por eso, no he vuelto a ponerme en contacto con ella. Quizá se olvide de todo, pensaba. Quizá le causara aún más daño si intentara saber algo de ella. Creía que nadie sabía nada de lo nuestro, y así era. Pero cuando se espera un niño… no se puede esconder la verdad.
—Comprendo —se limitó a decir Albert.
Me levanté y di unas vueltas por la habitación.
¿Sería verdad todo eso?, pensé. ¿Y si Albert estaba realmente un poco chiflado, como se decía en el Schöner Waldemar?
De repente me di cuenta de que no tenía ninguna prueba de que todo lo que me había dicho Albert fuera verdad. Cada palabra de lo que había contado sobre Hans el Panadero y Frode podían haber sido palabras de un hombre enajenado. Yo no había visto ni la bebida púrpura ni la antigua baraja.
Mi único punto de referencia eran las escasas palabras sobre el soldado del país del norte. Pero también podía haberlas inventado. Y luego lo de la muchacha rapada —mi único punto de referencia de verdad—. Me acordé de que muy a menudo hablaba en sueños. Podría haber dicho algo sobre una chica rapada, porque estaba muy preocupado por cómo le habría ido a Line. Supongo que también tenía cierto miedo de que se hubiera quedado embarazada. Y Albert podía haber ido sacando trozos sueltos de lo que yo había dicho en sueños, y haberlos incorporado a su historia. No había tardado mucho en preguntar sobre lo de la muchacha rapada…
De lo único que estaba totalmente seguro, es de que Albert no me había estado tomando el pelo durante toda una noche. Él, al menos, creía cada palabra que decía. Pero precisamente en eso podría consistir su enfermedad. Puede que fuera verdad que Albert fuese un perturbado mental que vivía en su propio mundo, de uno u otro modo, como decían en el pueblo.
Desde que llegué a Dorf, él me había llamado hijo. Quizá hubiera algo de verdad en toda esa fantástica historia. Albert había deseado tener un hijo, quería que un hombre joven se encargara de su negocio en el pueblo. Y luego, sin darse cuenta, podría haber inventado toda esa historia tan confusa. Yo había oído hablar de casos parecidos, de personas enfermas que, en algunos aspectos, podían llegar a ser genios. Entonces, el aspecto genial de Albert sería haber inventado ese cuento tan ingenioso.
De nuevo comencé a dar vueltas por la sala. El sol seguía su descenso hacia el pueblo.
—Estás muy intranquilo, hijo —dijo el viejo de repente.
Me senté a su lado y de pronto recordé cómo había empezado esa noche: Yo había estado en el Schöner Waldemar, donde Fritz André había vuelto a hablar de los peces de Albert. Yo, personalmente, sólo había visto uno, y no me extrañaba que el viejo decorara su solitaria vida con un pececillo. Al volver a la cabaña, ya muy tarde, oí que Albert andaba por el desván. Y cuando le dije que le había oído andar por arriba, nos sentamos, y así comenzó la larga noche.
—¿Y todos los peces de colores? —dije—. Me has hablado de los que se trajo Hans el Panadero de la extraña isla. ¿Están todavía aquí en Dorf? ¿O sólo tienes uno?
Albert se volvió hacia mí y me miró profundamente a los ojos.
—Qué poca fe tienes, hijo mío.
Al decirlo, su mirada se ensombreció.
Yo ya me estaba impacientando. Quizá porque estaba pensando en Line le contesté un poco más irritado de lo que era mi intención.
—¡Contéstame! ¿Qué pasó con los peces de colores?
—Ven aquí —dijo sin más.
Se levantó y entró en el pequeño cuarto que era su dormitorio. Yo le seguí. Bajó una escalera del techo, exactamente como había contado que había hecho Hans el Panadero.
—Vamos a subir al desván, Ludwig —dijo en voz baja.
Él subió delante. Si toda esa historia sobre Frode y la isla mágica es inventada, entonces Albert está enfermo de verdad, pensé.
En cuanto me asomé al desván, comprendí que lo que Albert había estado contando durante toda la noche era tan verdad como el sol y la luna. Había muchas, muchísimas peceras, dentro de las cuáles nadaban pececillos de todos los colores del arco iris. Además, el desván estaba repleto de los más extraños objetos. Reconocí el Buda, la figura de cristal en forma de moluco, las espadas, los sables… además de otros muchos objetos que estaban en la sala cuando Albert era un muchacho.
—Es… es… fantástico —balbucí al empezar a andar por el desván, pensando no ya sólo en los pececillos, porque ya no tenía ninguna duda de que toda la historia sobre la isla mágica fuera verdad.
Por la claraboya del techo entraba a raudales la luz azul de la mañana. En este lado del valle, no nos llegaba el sol hasta el mediodía, y, sin embargo, en el desván había una luz dorada que no procedía de la ventanita del tejado.
—¡Allí! —susurró Albert, señalando algo en un rincón debajo del caballete.
Entonces vi una vieja botella de la que emanaba una luz brillante que se posaba sobre todas las peceras y los demás objetos que se encontraban en el suelo, en bancos y en armarios.
—Es la bebida púrpura, hijo mío. Hace 52 años que nadie la ha tocado, pero ahora la bajaremos a la sala tú y yo.
Se agachó y cogió la botella del suelo. Al moverla, vi que lo que flotaba dentro era tan hermoso que se me humedecieron los ojos.
Cuando íbamos a atravesar el desván de nuevo para bajar por la escalera, descubrí una vieja baraja en una cajita de madera.
—¿Puedo… mirar?
El viejo asintió solemnemente con la cabeza, y yo cogí el montón de naipes desgastados. Vi a Seis de Corazones, Dos de Tréboles, Reina de Picas y Ocho de Diamantes. Conté las cartas.
—Sólo hay 51 —dije.
El anciano miró a su alrededor.
—¡Aquí! —dijo finalmente, señalando una carta que estaba debajo de una banqueta. La cogí y la puse con las demás. Era As de Corazones—. Sigue perdiéndose a menudo. Pero siempre vuelvo a encontrarla en algún lugar del desván.
Coloqué los naipes donde los había encontrado, y bajamos a la sala.
Albert cogió una copita de licor, que puso sobre la mesa.
—Habrás adivinado lo que va a ocurrir —dijo, y comprendí que me tocaba a mí probar la bebida púrpura. Antes que yo, hace exactamente 52 años, Albert había estado sentado en esta sala, saboreando la misteriosa bebida, y antes que él (52 años antes, para ser exacto) Hans el Panadero había probado la bebida púrpura en la isla mágica—. Pero, recuerda, sólo darás un pequeño sorbo. Luego se hará un solitario completo antes de que vuelvas a quitar el corcho a esta botella. Así, muchas generaciones probarán su contenido.
Echó una cantidad minúscula en la copa.
—Toma —dijo alcanzándomela.
—No sé… no sé si me atrevo.
—Sabes que tienes que probarla —dijo Albert—. Porque si estas gotitas no cumplen lo prometido, entonces puede que el viejo sea un simple perturbado mental que ha estado toda la noche contando mentiras. Pero eso es lo que no quiere el viejo panadero, ¿sabes? Y aunque ahora no dudes de la historia, ya dudarías en su momento. Por eso es tan importante que notes en todo el cuerpo el sabor de lo que te he contado. Sólo así se puede llegar a ser el panadero de Dorf.
Levanté la copa y tragué las gotas. En unos segundos, mi cuerpo se había transformado en un verdadero circo de distintos sabores.
Fue como si me encontrara al mismo tiempo en todas las plazas de mercado del mundo. En la de Hamburgo, me metí un tomate en la boca; en la de Lübeck, mordí una jugosa pera; en la de Zürich, fue un racimo de uvas lo que comí; en la de Roma, un higo; en la de Atenas nueces y almendras; y en la del Cairo, dátiles. Y aún pasaron por mi cuerpo un sinfín de otros sabores, algunos tan desconocidos y extraños que me imaginaba que estaba en la isla mágica cogiendo frutas de los árboles que allí había. Esto es fruta de tufa, pensé; y aquello raíz redonda y curibayas. Pero aún había algo más: fue como si de repente estuviera de vuelta en Arendal. Me pareció notar el olor a arándanos y el pelo de Line.
No sé cuánto tiempo me quedé saboreando la bebida delante de la chimenea. No creo que dijera nada a Albert, pero al final el viejo se levantó de la silla y dijo:
—Ahora el viejo panadero necesita dormir un poco. Primero, volveré a guardar la botella en el desván, y debes saber que siempre cierro la trampilla con llave. Bueno, ya sé que tú eres un hombre adulto. Las frutas y verduras son buenas y sanas, viejo guerrero, pero no querrás convertirte tú mismo en vegetal.
Hoy no estoy totalmente seguro de que él empleara exactamente esas palabras. Sólo sé que me hizo una advertencia antes de acostarse, y que era algo sobre la bebida púrpura y los naipes del solitario de Frode.