A la mañana siguiente, cuando me desperté, me incorporé en la cama intentando recordar exactamente lo que Hans el Panadero había dicho sobre la muchacha rapada al morir. Pero mi viejo empezó a moverse, y amaneció un nuevo día.
Después del desayuno, nos encontramos con mamá en la recepción, y ahora le tocó a mi viejo meterse en la habitación a esperar, porque mamá insistió en llevarme a mí solo a la chocolatería. Quedamos con él en que acudiría dos horas más tarde.
Cuando nos marchamos, le guiñé un ojo para decirle que ésta era la recompensa por lo del día anterior. Intenté hacerle entender que haría lo posible para convencer a la señora.
Cuando habíamos pedido lo que queríamos en la gran chocolatería, mamá me miró fijamente y dijo:
—Supongo que no puedes entender por qué os dejé, Hans Thomas.
Yo no me dejé derrotar por ese comienzo, sólo me limité a preguntar:
—¿Quieres decir que tú misma no lo entiendes?
—Quizá no del todo…
Pero esa respuesta no me valía.
—Supongo que una no puede entender por qué hace la maleta y abandona al hijo y al marido, sin dejar más huella que unas pegajosas fotos en una revista griega de modas.
Nos trajeron el café, el refresco y una suculenta fuente de pasteles, pero no me dejé sobornar por todo eso.
—Si vas a decirme que entiendes por qué no has enviado ni una sola postal a tu propio hijo durante ocho años, entonces también entenderás que yo me levante, te dé las gracias por todo y te deje aquí sola con tu café.
Se quitó las gafas de sol y se restregó los ojos, aunque yo no vi ni rastro de lágrimas, pero a lo mejor estaba intentando provocarlas por cuestión de apariencias.
—No es tan sencillo, Hans Thomas —dijo, y su voz estaba a punto de quebrarse.
—Un año tiene 365 días. Ocho años suman 2920 días, sin contar el 29 de febrero. Pero ni siquiera en los dos años bisiestos recibí algo de mi madre. Según mis cálculos, es así de sencillo. Y soy bastante bueno en matemáticas.
Creo que eso de los años bisiestos fue el golpe de gracia. La forma de mencionar mi cumpleaños, hizo que cogiera mis manos entre las suyas, con las lágrimas cayendo por sus mejillas incluso cuando no se restregaba los ojos.
—¿Vas a poder perdonarme, Hans Thomas?
—Depende —contesté—. ¿Has pensado en cuántos solitarios puede hacer un chico en ocho años? No estoy del todo seguro, pero sé que son muchísimos. Al final, las cartas se convierten en una especie de sustituto de una familia de verdad. Pero cuando piensas en tu mamá cada vez que ves un as de corazones, hay algo que no funciona.
Dije lo de as de corazones para ver si reaccionaba. Pero sólo me miró con cara de asombro.
—¿As de corazones?
—As de corazones, sí. ¿No había un corazón rojo en el vestido que llevabas ayer? La cuestión es por quién late ese corazón.
—¡Pero Hans Thomas…!
Ahora estaba realmente confusa. Puede que pensara que su hijo había enfermado mentalmente, porque ella le había abandonado durante tanto tiempo.
—Lo que pasa es que mi viejo y yo hemos tenido serios problemas para que nos saliera el solitario familiar, porque As de Corazones se había perdido en un desesperado intento de encontrarse a sí misma.
La señora no cabía en sí de asombro.
—En casa, en Hisoy, hay un cajón lleno de comodines. Pero no nos sirve de nada si tenemos que andar por Europa en busca de As de Corazones.
Lo de los comodines hizo que esbozara una pequeña sonrisa.
—¿Sigue coleccionando comodines?
—Él mismo es un comodín. Yo creo que no lo conoces bien. Es un tío muy especial, ¿sabes? Pero últimamente ya ha tenido bastante con sacar a As de Corazones del cuento de la moda.
Se inclinó por encima de la mesa e intentó acariciarme la mejilla. Pero yo me aparté. Tuve que hacer de tripas corazón para no rendirme antes de tiempo.
—Creo que entiendo lo que dices sobre As de Corazones.
—Eso está bien. Pero no vuelvas a decir que entiendes por qué nos abandonaste. La explicación de ese misterio está encerrada en algo que ocurrió con una extraña baraja hace un par de siglos.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que estaba en las cartas el que tu irías a Atenas a encontrarte a ti misma. Se trata de algo tan poco frecuente como una maldición de familia. Y eso es algo que deja huella tanto en el arte de adivinar de la gitana como en los panecillos del panadero de los Alpes.
—Me estás tomando el pelo, Hans Thomas.
Negué con la cabeza. Primero eché un vistazo al local en el que nos encontrábamos, luego me incliné sobre la mesa y añadí:
—Lo cierto es que te has mezclado en algo que sucedió en una isla muy especial en el Atlántico, muchísimos años antes de que la abuela se encontrara con el abuelo en Froland. Por eso no fue del todo una casualidad que tú te fueras justamente a Atenas para encontrarte a ti misma. Fuiste atraída por tu propia imagen reflejada en el espejo.
—¿Has dicho imagen en el espejo?
Saqué un boli y escribí ANITA en una servilleta.
—Lee esta palabra al revés —dije, pues supuse que ella sabía griego.
—ATINA… Uf, me has asustado. ¿Sabes?, nunca se me había ocurrido.
—Claro que no —respondí condescendiente—. Al parecer, hay bastantes cosas que no se te han ocurrido. Pero eso no es lo más importante ahora.
—¿Entonces, qué es lo más importante, Hans Thomas?
—Ahora lo más importante es comprobar lo rápida que eres haciendo el equipaje. En cierto modo, mi viejo y yo te hemos estado esperando durante más de cien años, pero ya estamos a punto de perder la paciencia.
En ese momento, mi viejo entró en la chocolatería.
Mamá le miró, hizo un gesto de desánimo y dijo:
—¿Qué has hecho con él? No hace más que hablar en clave.
—Siempre ha tenido una imaginación muy fecunda —dijo mi viejo al sentarse en una silla libre—. Pero, por lo demás, es un buen chico.
Me pareció una buena contestación, porque él no estaba al corriente de la técnica de confusión que tenía planeada para poder llevarnos a mamá de vuelta a casa.
—No he hecho más que empezar. Por ejemplo, aún no he dicho nada sobre el misterioso enano que nos está espiando desde que pasamos la frontera de Suiza.
Los dos intercambiaron una mirada de complicidad, y mi viejo dijo finalmente:
—Creo que eso puede esperar, Hans Thomas.
Esa misma mañana, nos dimos cuenta de que éramos una familia que no podía estar más tiempo separada. Debí de conseguir despertar el instinto maternal en mamá.
Ya en la chocolatería, pero sobre todo después, mamá y mi viejo empezaron a abrazarse como si fueran una pareja de enamorados. Antes de acabar el día, hubo frecuentes besuqueos. Comprendí que debía tolerarlo, teniendo en cuenta los ocho años de separación, pero en varias ocasiones me vi obligado a mirar a otro sitio por mera cortesía.
En realidad, no importa cómo finalmente fuimos capaces de meter a mamá en el Fiat y dirigirnos hacia el norte.
Creo que mi viejo se extrañaba de que se hubiera dejado convencer tan fácilmente, pero yo sabía, desde hacía mucho tiempo, que los ocho tristes años se acabarían si encontrábamos a mamá en Atenas. No obstante, me llamó la atención la rapidez con que hizo el equipaje. Además, tuvo que romper un contrato, y eso es lo peor que puede hacer uno al sur de los Alpes. Mi viejo dijo que seguro que podía firmar un nuevo contrato en Noruega.
Tras un par de días muy agitados, nos metimos en el coche y nos fuimos por el camino más directo, a través de Yugoslavia, hasta el norte de Italia. Yo seguía en el asiento de atrás como antes, con los dos adultos en los asientos de delante. Por eso tuve problemas para leer el libro del panecillo, porque mamá se volvía hacia atrás cada dos por tres, y no quise ni imaginar qué hubiera pensado si hubiese visto el librito que me había regalado el panadero de Dorf.
Cuando llegamos al norte de Italia, ya era de noche, y me dieron una habitación individual, por lo que pude leer el libro del panecillo sin interrupciones. Seguí leyendo hasta que me dormí, encima del libro, ya de madrugada.