A partir de entonces, todo ocurrió tan rápidamente que siempre he tenido problemas para ordenar los acontecimientos.
En un extremo de la explanada, mi viejo descubrió a dos fotógrafos y a un grupo de personas que aparentemente no eran turistas corrientes. Al acercarnos un poco más, vimos a una señora muy emperifollada, con un sombrero de ala ancha, gafas de sol y un largo vestido amarillo. Resultaba evidente que ella era el centro de atención.
—Ahí está —dijo mi viejo.
Se quedó inmóvil como una estatua, pero yo me fui derecho hacia ella y entonces mi viejo me siguió.
—Más vale que os toméis un descanso —dije tan alto que los dos fotógrafos griegos se volvieron bruscamente, aunque no entendían lo que estaba diciendo.
Recuerdo que estaba algo cabreado en ese momento. Me parecía exagerado que tanta gente estuviera sacando fotos a mamá desde todos los ángulos posibles, cuando nosotros no le habíamos visto el pelo en más de ocho años.
Entonces fue mamá la que se quedó inmóvil como una estatua. Se quitó las gafas de sol y me miró a una distancia de diez o veinte metros. A continuación miró a mi viejo y luego de nuevo a mí.
Estaba tan sorprendida que tuve tiempo de pensar un montón de cosas antes de que sucediera algo más.
Primero pensé que no la conocía. Y sin embargo supe que era mi madre, porque eso es algo de lo que un hijo se da cuenta inmediatamente. También me pareció increíblemente bonita.
El resto ocurrió a cámara lenta. Aunque fue a mi viejo al que reconoció primero, fue a mí a quien se acercó corriendo. Por un momento, mi viejo me dio mucha pena, porque parecía que mamá sólo tenía ojos para mí.
Cuando llegó a mi lado, lanzó lejos el elegante sombrero, e intentó cogerme en brazos, pero no pudo, porque no sólo en Grecia ocurren cosas en el transcurso de ocho años. Optó por abrazarme y apretarme contra ella.
Recuerdo que reconocí su olor y que me sentí más feliz de lo que me había sentido en muchos años. No era la clase de felicidad que sientes cuando comes o bebes algo rico, porque esa felicidad no se encontraba solamente en la boca, sino que vibraba por todo el cuerpo.
—Hans Thomas… —susurró varias veces, pero no le salían las palabras, y se echó a llorar.
Cuando volvió a levantar la vista, se acercó mi viejo. Dio un par de pasos hacia nosotros y dijo:
—Hemos atravesado toda Europa para encontrarte.
Esas palabras fueron suficientes, porque mamá se le echó al cuello y siguió llorando junto a él.
No sólo los fotógrafos fueron testigos de ese espectáculo melodramático. Varios turistas se quedaron mirándonos sin sospechar que habían sido necesarios más de doscientos años para preparar ese reencuentro.
Cuando mamá había llorado lo suficiente, volvió a su papel de moderna modelo. Se dirigió a los fotógrafos y les dijo algo en griego. Ellos se encogieron de hombros y contestaron algo que aparentemente cabreó muchísimo a mamá, porque empezaron a discutir. Al final, los estúpidos fotógrafos comprendieron que no tenían otra alternativa que largarse, así que recogieron sus cosas y se marcharon. Uno de ellos, incluso cogió el sombrero que mamá había tirado al correr hacia mí. Al salir de la explanada, señalaron el reloj, gritándonos de mala manera en griego.
Estábamos abandonados a nuestra suerte, y nos sentíamos tan cortados los tres que no sabíamos qué hacer ni qué decir. Es relativamente fácil volver a encontrarse con una persona a la que no has visto en varios años, pero, pasado ese primer momento, todo se vuelve más complicado.
El sol estaba ya muy bajo. Las columnas de una de las paredes dibujaban largas sombras sobre la explanada. Me asombré muchísimo al descubrir un corazón rojo en la parte de abajo del vestido de mamá.
No sé cuantas vueltas dimos alrededor del templo. Al final comprendí que mamá y yo no éramos los únicos que necesitábamos volver a conocernos. Tampoco era fácil para un viejo marinero de Arendal encontrar la forma adecuada de dirigirse a una experimentada modelo, que hablaba perfectamente griego y que había vivido durante muchos años en Grecia. Y no creo que a ella le resultara más fácil. Pero mamá hablaba del templo del dios del mar y mi viejo habló del mar. Una vez hace muchos años había pasado por Cabo Sunion en barco camino a Estambul.
Cuando el sol desapareció por el horizonte y la silueta del viejo templo se hacía cada vez más nítida, nos dirigimos hacia la salida. Al final me mantuve un poco alejado, porque los que tenían que decidir si ése sólo sería un breve reencuentro o el final de una larga separación, eran esos dos adultos que se habían perdido.
Lo que estaba claro era que, de momento, mamá tenía que volver con nosotros a Atenas, porque sus fotógrafos no la estaban esperando en el aparcamiento. Mi viejo abrió la puerta del Fiat como si se tratara de un Rolls Royce y mi madre fuera la mujer de un presidente o algo por el estilo.
Antes de que mi viejo arrancara el coche, no parábamos de hablar los tres a la vez. Nos dirigíamos a Atenas. Al pasar el primer pueblo, me dijeron que tenía que hacer de moderador.
Ya en Atenas, aparcamos el coche en el garaje del hotel y salimos a la acera delante de la entrada. De pronto, los tres nos callamos.
La verdad es que no habíamos dejado de hablar desde que salimos del templo de Poseidón, pero nadie había dicho ni una sola palabra del tema fundamental.
Fui yo quien rompió por fin ese silencio tan embarazoso.
—Y, ahora, ha llegado el momento de hacer planes para el futuro —dije.
Mamá me rodeó con su brazo, y el hipócrita de mi viejo soltó algo así como que cada cosa a su debido tiempo.
Tras algunas vacilaciones, los tres subimos al bar de la azotea, con el fin de celebrar el reencuentro con algo refrescante. Mi viejo llamó al camarero y pidió un refresco para padre e hijo y el champán más caro de la casa para madame.
El camarero se rascó la cabeza y suspiró con resignación.
—Primero los dos caballeros hacen una fiesta por su cuenta —dijo—. Luego se arrepienten. Y esta noche es la noche de las damas, ¿no?
Como no le contestamos, anotó el pedido y volvió al bar. Mamá, que no sabía de qué iba, miró sorprendida a mi viejo. Y aún se sorprendió más cuando mi viejo me echó una severa mirada de Comodín.
Después de hablar de todo y de nada durante una hora, sin que nadie se atreviera a tocar el tema que a todos nos obsesionaba, mamá sugirió que abandonara la fiesta y bajara a la habitación a acostarme. Ésa fue su aportación a la educación de su hijo, después de haberle dejado solo durante ocho años.
Mi viejo me lanzó una mirada de complicidad, como queriendo decirme «haz lo que te manda», y entonces me di cuenta de que seguramente era por mí por lo que no hablaban con claridad. Entendí que los mayores necesitaban hablar a solas. Al fin y al cabo, ellos eran los que habían provocado esa caótica situación; yo sólo era algo que había complicado el asunto.
Abracé cariñosamente a mamá y ella me susurró al oído que al día siguiente me llevaría a la mejor chocolatería de la ciudad. Ya empezábamos a tener pequeños secretos entre nosotros…
En cuanto llegué a la habitación me desnudé y me metí en la cama a leer el libro del panecillo, mientras esperaba a mi viejo. Ya no quedaban muchas páginas del minúsculo libro.