Levanté un momento la vista del libro del panecillo. Eran más de las tres y media. Descubrí que mi helado se había derretido.
Por primera vez se me ocurrió una terrible idea: Frode había dicho que los enanos de la isla mágica no se hacían viejos como los seres humanos. Si eso era cierto, entonces Comodín seguiría en algún lugar del mundo.
Me acordé de lo que había dicho mi viejo sobre los efectos devastadores del tiempo cuando estuvimos en la plaza de Atenas. Pero el tiempo no había tenido ningún poder sobre los enanos de la isla porque, aunque habían estado viviendo en la tierra, no eran de carne y hueso como nosotros. En varios puntos del libro del panecillo se insinuaba que los enanos eran invulnerables. Ninguno de ellos se cortó cuando Comodín empezó a romper botellas y vasos en su fiesta. Comodín tampoco se hizo nada cuando se cayó por la roca, y sus manos no se resintieron cuando tuvo que remar con todas sus fuerzas para alejarse de la isla que se hundía. Pero aún había algo más: Hans el Panadero había dicho que los enanos tenían las manos frías…
Sentí un escalofrío en la espalda.
¡El enano!, pensé. ¡Él también tenía las manos frías!
¿Sería posible que ese extraño personaje que conocimos en la gasolinera fuera el mismo enano que hace más de ciento cincuenta años había desaparecido en el muelle de Marsella? ¿Fue el propio Comodín el que me regaló la lupa y me indicó el camino al libro del panecillo que estaba leyendo?
¿Fue Comodín el que apareció en la feria de Como, en el puente de Venecia, en el barco camino a Patras y en la gran plaza Sintagma de Atenas?
El solo hecho de pensarlo era tan inquietante que el helado derretido delante de mí me daba náuseas.
Miré a mi alrededor. No me hubiera sorprendido demasiado que el enano apareciera de repente también allí, en El Pireo. Pero en ese momento llegó mi viejo bajando a toda prisa por la calle de enfrente del restaurante.
Por su cara me di cuenta de que no había perdido la esperanza de encontrar a mamá.
Por alguna extraña razón me acordé de que As de Corazones había mirado al mar diciendo algo de una orilla que estaba a años y millas de distancia.
—Me he enterado de dónde va a estar esta tarde —dijo mi viejo.
Asentí muy serio. De alguna manera, nos encontrábamos al final del camino.
—Estará en una gran playa mirando al mar —dije.
Mi viejo se había sentado delante de mí.
—Sí, puede ser. ¿Pero cómo lo sabes?
Me limité a encogerme de hombros.
Mi viejo contó que a mamá le estaban haciendo fotografías en un cabo del mar Egeo. Cabo Sunion se llamaba. Estaba en la punta más al sur de Grecia, a setenta kilómetros de Atenas.
—En la punta de ese cabo están las ruinas del templo de Poseidón —prosiguió—. Poseidón era el dios griego del mar. Iban a hacer fotos a Anita delante del templo.
—Joven de país lejano se encuentra con hermosa mujer cerca del viejo templo —dije.
—¿De qué estás hablando, Hans Thomas?
—Del oráculo de Delfos —repliqué—. ¡Tú mismo hiciste de Pitia!
—Ah sí, claro. Pero yo pensaba que se refería a la Acrópolis.
—¡Tú sí, pero Apolo no, joder!
No me resultó fácil interpretar su risa.
—Pitia estaría tan aturdida que no se acuerda de lo que dijo —admitió por fin.
Mucho de lo que me sucedió en aquel largo viaje ha sido difícil de recordar, pero jamás olvidaré el viaje a Cabo Sunion.
Después de pasar todos los pueblos turísticos del sur de Atenas, el Mediterráneo, de un azul helado, quedó a nuestra derecha.
Aunque ninguno de los dos podíamos dejar de pensar en el posible reencuentro con mamá, mi viejo intentó cambiar de tema.
Creo que lo hizo para que no me hiciera demasiadas ilusiones. Incluso llegó a preguntarme si me estaban gustando las vacaciones.
—Hubiera preferido llevarte al Cabo de Hornos o al Cabo de Buena Esperanza —dijo—. Pero por lo menos verás Cabo Sunion.
El viaje tenía la duración exacta para que mi viejo necesitara un descanso para fumar. Salimos a un árido paisaje lunar con el mar embravecido que golpeaba una roca escarpada sobre la que estaban tumbadas dos ninfas como focas perezosas sobre las cálidas piedras.
El agua estaba tan azul y transparente que se me saltaron las lágrimas al contemplarla. Yo dije que se podía ver el fondo a veinte metros de profundidad, pero mi viejo dijo que sólo había unos ocho o diez.
Y apenas dijimos nada más. Creo que fue el descanso para fumar más silencioso de todo el viaje.
Mucho antes de llegar, divisamos el gran templo de Poseidón sobre un alto cabo, delante de nosotros a la derecha.
—¿Tú qué crees? —preguntó mi viejo.
—¿Si ella está allí, quieres decir?
—En general —contestó.
—Sé que estará allí. Y que vendrá con nosotros a Noruega.
Soltó una carcajada.
—No es tan fácil, Hans Thomas. Tienes que comprender que alguien que abandona a su familia y desaparece durante ocho años, no se deja arrastrar a casa sin oponer alguna resistencia.
—No tiene elección.
Creo que ninguno de los dos dijimos nada más, hasta que un cuarto de hora después aparcamos el coche cerca del gran templo.
Nos abrimos camino entre un par de autocares extranjeros y unos cuarenta o cincuenta italianos. Tuvimos que pasar por turistas y pagar unos cuantos dracmas para entrar a ver las ruinas del templo. Mi viejo se quitó un ridículo sombrero que había comprado en Delfos, y sacó un peine.