AS DE CORAZONES

Mi viejo estaba muy excitado cuando nos metimos en el coche para ir a El Pireo.

No sabía muy bien si la excitación se debía a que íbamos allí o a que esa misma tarde iba a llamar a ese agente que tal vez supiera decirnos dónde encontrar a mamá.

Después de aparcar el coche en el centro de la gran ciudad portuaria, buscamos el puerto internacional.

—Aquí estuvimos amarrados hace diecisiete años —dijo mi viejo finalmente señalando un barco mercante ruso. Y empezó un largo discurso sobre cómo la vida está formada por círculos que se van cerrando.

—¿A qué hora vas a llamar? —pregunté.

—Después de las tres —replicó.

Miró el reloj y yo hice lo mismo. Sólo eran las doce y media.

—El destino es una coliflor que crece por igual en todas las direcciones —dije.

Mi viejo hizo un gesto de enfado.

—¿De qué estás hablando, Hans Thomas?

Comprendí que estaba bastante nervioso por el encuentro con mamá.

—Tengo hambre —dije.

No era del todo verdad, pero no era fácil pensar en otra cosa que tuviera que ver con una coliflor. En cualquier caso, fuimos al famoso puerto Mikrolímano a almorzar.

De camino, vimos pasar un barco que iba a una isla llamada Santorini. Mi viejo me dijo que en los tiempos prehistóricos esa isla había sido mucho más grande de lo que es hoy, pero que, debido a una tremenda erupción volcánica, casi toda la isla se había hundido en el mar.

Para comer pedimos moussaka. Mi viejo hizo algún comentario sobre unos pescadores que estaban trabajando con sus redes justo debajo del restaurante, y no hablamos mucho más durante toda la comida, aunque los dos miramos el reloj tres o cuatro veces. Tanto él como yo, intentábamos hacerlo sin que lo viera el otro, pero a ninguno de los dos se nos daba bien eso de mirar a hurtadillas.

Por fin, mi viejo dijo que iba a llamar por teléfono. Eran las tres menos cuarto. Al irse, me pidió una gran ración de helado, pero antes de que me lo trajeran yo ya había sacado la lupa y el libro del panecillo.

Esta vez escondí el librito debajo del canto de la mesa e intenté leer sin que nadie lo viera.

Subí corriendo la cuesta hasta la cabaña de Frode. Mientras corría, me pareció oír una especie de rugido lejano, como si la tierra estuviera cediendo bajo mis pies.

De nuevo ante la cabaña de Frode, me volví para mirar al pueblo. Muchos enanos habían abandonado ya la sala de la fiesta e iban corriendo por las calles. Uno de ellos gritó:

—¡Matadle!

—¡Mataremos a los dos! —replicó otro.

Abrí apresuradamente la puerta de la cabaña. Me pareció muy vacía porque sabía que Frode nunca volvería a poner sus pies en ella. Jadeante, me dejé caer encima de un banco.

Cuando volví a ponerme de pie, me quedé contemplando un pececillo que nadaba en una gran pecera que había sobre la mesa que tenía delante. Al mismo tiempo, descubrí en un rincón un saco blanco, quizá estuviera hecho de la piel de los animales hexápodos. Metí el agua, con el pez dentro, en una botella vacía que encontré sobre un banco delante de la ventana y puse la botella y la pecera con mucho cuidado dentro del saco. En una repisa encima de la puerta encontré la cajita vacía de madera donde Frode había guardado sus naipes durante sus primeros años en la isla. También metí la cajita en el saco. A una velocidad vertiginosa, me puse a meter en él distintos objetos de la cabaña de Frode. Justo en el momento de coger una figura de vidrio que representaba un moluco, oí de repente que habían roto un cristal en el exterior de la cabaña. Al instante entró por la puerta Comodín.

—Tenemos que bajar al mar inmediatamente —dijo sin aliento.

—¿Nosotros? —pregunté extrañado.

—Los dos sí. Pero hay que darse prisa, marinero.

—¿Por qué?

—«La isla mágica se destruye desde dentro» —dijo. Y yo me acordé entonces del juego de Comodín.

Mientras estaba cerrando el saco, Comodín buscaba algo en un armario. Pronto volvió con una botella brillante. Estaba llena hasta la mitad con bebida púrpura.

—Y esto también —dijo.

Salimos y nos encontramos con un panorama aterrador. Todos los enanos estaban subiendo la cuesta, unos a pie, otros montados en molucos. Delante de todos, iban los jotas con las espadas en alto.

—¡Por aquí! —dijo Comodín—. ¡Rápido!

Nos fuimos por detrás de la cabaña y cogimos un pequeño sendero que desaparecía entre los árboles del bosque. Cuando nos internamos en él, vimos que los enanos ya habían subido la cuesta.

Comodín daba saltos como una cabra delante de mí en el sendero. Recuerdo haber pensado que era una pena, en este caso, que la cabra tuviera cascabeles, porque su tintineo facilitaría mucho al resto del rebaño nuestra localización.

—El hijo del panadero debe buscar el camino hacia el mar —dijo mientras corríamos.

Expliqué que había descendido sobre una gran meseta donde había visto las abejas gigantes y los molucos, antes de encontrarme con Dos y Tres de Tréboles, que estaban trabajando en el campo.

—Entonces es por aquí —dijo Comodín señalando un sendero a la izquierda.

Al cabo de un rato, salimos del bosque y nos encontramos sobre una pequeña roca contemplando la meseta donde me había topado con los primeros enanos.

Justo cuando Comodín se disponía a bajar la roca, tropezó y se cayó encima de las afiladas piedras. Los cascabeles de su traje hicieron tanto ruido que temí que se hubiera lastimado. Pero, una vez abajo, se levantó enseguida, hizo un gesto con el brazo y se rió con voz ronca. El pequeño bufón no se había hecho absolutamente nada.

Yo tuve un poco más de cuidado. Ya abajo, noté de nuevo cómo la tierra temblaba bajo mis pies.

Cruzando la meseta, tuve la impresión de que ésta era más pequeña ahora que la última vez que había estado allí. Pronto descubrimos también las abejas gigantes. Seguían siendo más grandes que las abejas alemanas, pero no me parecieron tan enormes como en la ocasión anterior.

—Creo que éste es el camino —dije señalando hacia una alta montaña.

—¿Hay que escalarla? —preguntó Comodín desanimado.

Negué con la cabeza.

—Salí por una pequeña oquedad en una gruta de la montaña.

—Entonces habrá que encontrar esa oquedad, marinero.

Señaló la meseta. Todos los enanos nos estaban persiguiendo. Primero venían ocho o diez montados en molucos. Corrían tanto que los hexápodos levantaban el polvo del suelo.

De nuevo, oí un extraño ruido, como unos truenos lejanos, y no era el sonido del galope de los molucos. Al mismo tiempo, me pareció como si los enanos tuvieran menos camino por cruzar del que habíamos tenido Comodín y yo. Cuando sólo nos separaban algunos metros de los molucos, descubrí la pequeña oquedad en la montaña.

—¡Aquí es! —dije.

Primero pasé yo, con dificultad porque era muy estrecha. Cuando estaba dentro de la gruta, Comodín intentó seguirme pero, aunque era mucho más pequeño que yo, tuve que tirarle de los brazos para meterlo dentro. Yo estaba sudando, pero los brazos de Comodín estaban tan fríos como la montaña.

Oímos llegar a los primeros molucos, que se detuvieron delante de la gruta, y vimos un rostro asomarse por el agujero. Era Rey de Picas. Apenas tuvo tiempo de echar un vistazo hacia el interior, antes de que la montaña se cerrara del todo. Vimos cómo retiró el brazo en el último momento.

—Creo que esta isla está a punto de encogerse —dije.

—O de destruirse desde dentro —replicó Comodín—. Habrá que marcharse de aquí antes de que desaparezca del todo.

Cruzamos corriendo la gruta, y no tardamos mucho en salir de ella. Nos encontramos en ese profundo valle que no tenía salida. Aún se veían por allí ranas y lagartos, pero ya no eran tan grandes como conejos.

Corrimos por el valle. Era como si saltáramos cien metros por cada paso que dábamos, por lo que no tardamos casi nada en llegar hasta los rosales amarillos y las mariposas cantarinas. Había tantas mariposas como la primera vez pero, excepto alguna que otra, era como si hubiesen disminuido de tamaño. Tampoco pude comprobar si estaban cantando, pero eso quizá se debía al tintineo de los cascabeles de Comodín cuando corría.

Al cabo de poco tiempo, nos encontramos en ese pico de la montaña desde el que había contemplado la salida del sol el día siguiente al naufragio. Teníamos la sensación de estar volando por encima del paisaje con sólo levantar los pies del suelo. Abajo, vimos la laguna en la que yo había nadado entre montones de pececillos de todos los colores del arco iris. Me pareció mucho más pequeña de lo que recordaba. Y entonces sí pudimos ver el mar. Muy a lo lejos, vimos una espuma blanca que inundaba la isla.

Comodín comenzó a dar brincos como un niño.

—¿Eso es el mar? —preguntó asombrado—. ¿Se ve el mar, marinero?

No me dio tiempo a contestarle porque, de nuevo, oímos los truenos y el ruido de la tierra bajo nuestros pies. Crujía como si alguien estuviera masticando piedra.

—Es la montaña, que se come a sí misma —dijo Comodín.

Bajamos corriendo por la ladera y llegamos a la laguna donde yo me había bañado. Ahora no era mayor que una piscina. Pero los pececillos seguían allí, nadando aún más apiñados que antes. Fue como si el arco iris entero se hubiese caído del cielo y estuviera hirviendo en el pequeño charco.

Mientras Comodín estudiaba el panorama, abrí el saco que llevaba en la espalda. Saqué cuidadosamente la pecera y la llené de pececillos de colores. Cuando me disponía a levantarla del suelo, se volcó. Apenas la había tocado, fue como si una fuerza interior la hubiera empujado. Me di cuenta de que se había roto un trozo. Pero Comodín se volvió hacia mí y dijo:

—Hay que darse prisa, marinero.

Me ayudó a llenar la pecera de nuevo. Yo me quité la camisa para envolverla, me eché el saco al hombro y me coloqué la pecera con todos los pececillos apretada contra el cuerpo.

De repente, oímos un sonido tan agudo y tan terrorífico que parecía que la isla estuviera a punto de reventar. Corrimos entre altas palmeras y pronto llegamos a la laguna que había sido mi salvación dos días antes. Lo primero que vi fue el bote salvavidas. Estaba retirado del agua, entre dos palmeras, exactamente como lo había dejado. Al darme la vuelta, vi que la isla no era más que una isleta en el gran mar. Sólo había en la laguna una cosa distinta al día en que yo llegué. El gran mar estaba igual de tranquilo, pero hacía espuma en la orilla. Comprendí que la isla estaba a punto de hundirse.

De repente, descubrí algo amarillo y flameante bajo una gran palmera. No tardé mucho en ver que era As de Corazones. Dejé el saco y la pecera en el bote y me acerqué a ella, mientras Comodín empezó a bailar alrededor de la barca como un niño.

—As de Corazones —susurré.

Se volvió hacia mí y me miró con unos ojos tan llenos de cariño y añoranza que temí que se me echara al cuello.

—Por fin he encontrado el camino para salir del laberinto —dijo—. Ahora sé que pertenezco a la otra orilla… ¿No oyes cómo las olas golpean la orilla que se encuentra a años y millas de aquí?

—No sé a qué te refieres —dije.

—Hay un niño que piensa en mí —dijo—. No lo veo por aquí…, pero él quizá me encuentre. Me he alejado demasiado de él, ¿sabes? He cruzado mares y almas, altas montañas y pensamientos difíciles. Pero hay alguien que ha vuelto a barajar las cartas…

—Allí vienen —gritó Comodín de repente.

Me volví y vi que todos los enanos venían corriendo hacia nosotros por donde estaban las palmeras. Primero llegaron cuatro jinetes montando otros tantos molucos, esta vez los jinetes eran los reyes.

—¡Capturadlos! —gritó Rey de Picas—. ¡Volved a meterlos dentro del solitario!

Sonó un tremendo estallido dentro de la isla, y de pronto ocurrió algo que me hizo caer hacia atrás de espanto. Como por arte de magia, desaparecieron los molucos y los enanos. Me volví hacia As de Corazones, pero también se había esfumado. Fui corriendo hasta la palmera en la que había estado apoyada y, exactamente en ese lugar, encontré un naipe en el suelo boca abajo. Al darle la vuelta, vi que era el as de corazones.

Se me saltaron las lágrimas, a la vez que me subía por la garganta una extraña cólera. Me acerqué corriendo hacia el hueco entre las palmeras por el que habían entrado los molucos y los enanos. Justo cuando estaba llegando, un fuerte remolino hizo levantar del suelo un montón de naipes. El as de corazones ya lo tenía en la mano, así que recogí el resto de las cartas, hasta completar las 52. Todas estaban tan gastadas y rotas que apenas se podían distinguir las imágenes. Me metí las 52 cartas en el bolsillo.

Al mirar de nuevo al suelo, descubrí cuatro escarabajos blancos, todos tenían seis patas. Intenté cogerlos, pero se metieron debajo de una piedra y desaparecieron.

Volví a oír un tremendo estallido en el centro de la isla, a la vez que grandes olas me subían por las piernas. Vi que Comodín ya estaba en el bote, y que se alejaba de la isla remando. Me fui tras él, y cuando por fin lo alcancé y pude meterme dentro, el agua me llegaba hasta la cintura.

—De modo que el hijo del panadero al final se escapa —dijo Comodín—. En realidad, uno había pensado huir de aquí solo.

Me dio un remo y, mientras remábamos al máximo de nuestras fuerzas, vimos hundirse la isla en el mar. El agua hervía y se arremolinaba en torno a las palmeras. Cuando desapareció la última palmera entre las olas, un pajarillo echó a volar desde su copa.

Tuvimos que luchar a muerte para no ser arrastrados por la resaca de la isla, que desapareció en lo profundo del mar. Cuando por fin pudimos dejar de remar, mis manos estaban sangrando. Comodín también había remado como un hombre, pero sus manos estaban tan limpias y tan blancas como cuando el día anterior me las tendió delante de la cabaña de Frode.

Poco después, el sol se puso sobre el mar. Nos quedamos a la deriva toda la noche y todo el día siguiente. Varias veces intenté iniciar una especie de conversación con mi acompañante, pero no pude sacarle casi nada. Siempre estaba callado, con una sonrisa irónica en la boca.

Al día siguiente, por la noche, nos recogió una goleta de Arendal. Les contamos que íbamos a bordo del María, que había naufragado unos días antes y que seguramente éramos los únicos supervivientes.

La goleta se dirigía a Marsella. Durante toda la travesía hacia Europa, Comodín seguía tan callado como había estado en el bote salvavidas. Los marineros pensarían que era un extraño personaje, pero nadie dijo nada.

Cuando nos bajamos en el puerto de Marsella, el pequeño bufón se metió entre unos edificios del muelle y desapareció sin despedirse.

Más tarde aquel mismo año, llegué aquí a Dorf. Lo que me había sucedido era tan extraño que me pareció que necesitaría el resto de mi vida para pensar en ello. Para eso, Dorf era el sitio ideal. Llegué aquí de pura casualidad hace 52 años.

Al saber que no había ningún panadero en el pueblo, abrí una pequeña panadería. Había sido aprendiz de panadero en Lübeck antes de ser marinero. Desde entonces, este lugar ha sido mi hogar.

Nunca conté a nadie lo sucedido. De todos modos, nadie me hubiera creído.

Tengo que admitir que yo mismo he dudado, alguna que otra vez, de la historia sobre la isla mágica. Pero, cuando desembarqué en Marsella, llevaba un saco blanco al hombro, y durante todos estos años, he guardado celosamente tanto el saco como todo lo que había en él.