El gran círculo se disolvió inmediatamente después de que Comodín se golpeara el pecho diciendo unas solemnes palabras en honor a sí mismo. Y el carnaval comenzó de nuevo. Algunos enanos cogieron frutas de las fuentes, otros tomaban bebida centelleante. Al cabo de un rato, empezaron a gritar los nombres de todos los sabores que les proporcionaba la extraña bebida:
—¡Miel!
—¡Espliego!
—¡Curibayas!
—¡Raíz redonda!
—Gramíneas…
Frode me estaba mirando. A pesar de ser un anciano con pelo blanco y profundas arrugas en la cara, sus ojos brillaban todavía como dos diamantes pulidos. Pensé que era verdad eso de que los ojos son el espejo del alma.
Comodín daba palmadas.
—¿Se percibe la profundidad del juego de Comodín? —preguntó a la audiencia.
Al no recibir ninguna respuesta, le dio por agitar los brazos impacientemente.
—¿Se ha entendido ya que Frode era el marinero con la baraja y que nosotros somos los naipes de la misma? ¿O se sigue igual de obcecado?
Era evidente que los enanos de la sala no entendían a qué se refería, y tampoco daban la impresión de tener mucho interés por entenderlo.
—¡Uf, qué pesado! —exclamó Reina de Diamantes.
—Es inaguantable —añadió otra.
El pequeño comodín durante unos segundos pareció muy triste.
—¿No hay nadie que lo entienda? —repitió, tan tenso que hacía sonar todos sus cascabeles aunque se esforzaba por estar quieto.
—¡No! —dijeron todos al unísono.
—¿No se entiende que Frode se ha burlado de todos nosotros y que yo soy el burlador?
Muchos enanos se taparon los oídos con las manos. Algunos también se taparon los ojos. Otros se apresuraron a llenarse la boca de bebida púrpura. Daban la impresión de hacer todo lo posible por no entender lo que les estaba diciendo Comodín.
Rey de Picas se acercó a una de las mesas para coger una botella. La levantó delante de Comodín y dijo:
—¿Hemos venido aquí para resolver adivinanzas o para beber la bebida púrpura?
—Hemos venido para escuchar la verdad —dijo Comodín.
Frode me agarró del brazo y me susurró al oído:
—No sé lo que va a quedar de todo lo que he creado en esta isla, cuando esta fiesta haya acabado.
—¿Quieres que intente detenerle? —pregunté.
Frode negó con la cabeza.
—No, no. A partir de ahora este solitario tiene que seguir sus propias leyes.
En ese instante, Jota de Picas se acercó corriendo a Comodín y le tiró de la silla alta. Los demás jotas acudieron a ayudarle. Tres de ellos se echaron encima del pequeño bufón, mientras Jota de Tréboles intentaba meterle en la boca el cuello de una botellita.
Comodín se defendió como pudo, a la vez que escupía lo que intentaban darle a la fuerza.
—Comodín escupe la bebida mágica —dijo secándose la boca—. Porque, sin el suero de la mentira, el pequeño bufón piensa mejor.
Dicho esto, se levantó apresuradamente, arrebató a Jota de Tréboles la botella que tenía en las manos y la tiró al suelo. A continuación, fue por las cuatro mesas rompiendo todas las botellas y licoreras. El enorme local se llenó de un estrépito de cristales. Aunque los restos de vidrio llovían encima de los enanos, ninguno de ellos se cortó. Sólo Frode se hizo un pequeño rasguño en la mano.
En el suelo, el brillante líquido formaba grandes y pegajosos charcos. Algunos doses y treses se agacharon para sorber la bebida púrpura de entre los restos de vidrio. A varios de ellos les entraron trocitos de vidrio en la boca, pero los volvieron a escupir sin sufrir daño alguno. Otros estaban mirando boquiabiertos y con cara de indignación.
El primero en tomar la palabra fue Rey de Picas.
—¡Jotas! Os ordeno que decapitéis inmediatamente a ese bufón.
No hizo falta que dijera más. Los cuatro jotas desenvainaron al instante sus espadas y se acercaron a Comodín.
No podía quedarme mirando, sin hacer nada; pero, cuando estaba a punto de intervenir, una mano firme me retuvo.
Comodín tenía ya una expresión de resignación en su pequeño rostro.
—Sólo es Comodín —murmuró—. Nadie más… nadie más…
Y el pequeño payaso rompió a llorar.
Los jotas cambiaron de actitud. También los que se habían tapado los oídos o los ojos miraron con curiosidad. En el transcurso de los años, habían visto muchas jugarretas por parte de Comodín, pero era la primera vez que lo veían llorar.
Vi que Frode tenía los ojos humedecidos, y en ese momento comprendí que, a pesar de todo, no había ninguna figura a la que quisiera más que al pequeño guasón. Intentó poner un brazo alrededor del hombro de Comodín.
—Vamos, vamos… —dijo, queriendo consolarle.
Comodín se sacudió para que Frode quitara el brazo. Rey de Corazones se colocó delante de Comodín y dijo:
—Me veo obligado a recordaros que no se puede decapitar a alguien que está llorando.
—¡Seniloj! —exclamó Jota de Picas.
Y Rey de Corazones prosiguió:
—Una regla muy antigua dice que no está permitido decapitar a alguien antes de que haya acabado de hablar. En ese caso, faltan todavía varias cartas en la mesa. Ordeno, por lo tanto, que se coloque a Comodín sobre la mesa antes de que hagamos caer su cabeza.
—Gracias, querido rey —dijo Comodín sollozando—. Tú eres el único en este solitario que tiene trece buenos corazones.
A continuación, los cuatro jotas levantaron a Comodín del suelo y lo colocaron sobre una de las mesas, donde se quedó tumbado boca arriba, con la cabeza sobre las manos. Cruzó las piernas y en esta postura dio un largo discurso, mientras los enanos se iban agrupando en torno a él.
—Yo fui el último que llegué a este pueblo —empezó a decir—. Todos sabéis que soy diferente a los demás, razón por la cual siempre me he mantenido bastante apartado del resto.
De repente, los enanos empezaron a escuchar a Comodín. ¿Se preguntarían por qué era tan diferente?
—Yo no pertenezco a ninguna parte —prosiguió—. No soy corazón ni diamante, ni trébol ni pica. Tampoco soy rey, ni jota, ni ocho, ni as. Sólo soy Comodín, y he tenido que averiguar por mi cuenta quién soy. Cada vez que muevo la cabeza, el tintineo de mis cascabeles me recuerda que no tengo familia. Tampoco tengo ningún número o profesión. No puedo compartir el arte del vidrio con los diamantes, ni el arte de hacer pan con los corazones, tampoco tengo las hábiles manos de los tréboles, ni la fuerza muscular de los picas. Por eso he estado contemplando su actividad desde fuera. Pero también por eso he podido ver alguna que otra cosa a la que vosotros habéis estado ciegos.
Comodín seguía tumbado sobre la mesa, balanceando un pie mientras hablaba. Los cascabeles sonaban débilmente.
—Cada mañana se ha acudido a la tarea, pero nunca se ha estado despierto del todo. Cierto es que se ha visto el sol y la luna, las estrellas en el cielo y todo lo que se mueve y, sin embargo, nada se ha mirado bien. Eso no ocurre con Comodín, porque él nació con el defecto de ver demasiado y demasiado profundamente.
Reina de Diamantes le interrumpió:
—¡Dilo ya, Bufón! Si has visto algo que los demás no hemos visto, debes decírnoslo ya.
—Me he visto a mí mismo —exclamó Comodín—. He visto cómo voy gateando entre arbustos y árboles por un gran jardín.
—¿Te puedes ver a ti mismo desde el aire? —se le escapó a Dos de Corazones—. ¿Tus ojos tienen alas como los pájaros?
—En cierto modo sí. Porque no basta con mirarse a sí mismo a través de un pequeño espejo que se saca del bolsillo, como hacen constantemente las cuatro reinas de este pueblo. Están tan preocupadas por su aspecto que no descubren que están vivas.
—¡Qué tipo tan descarado! —exclamó Reina de Diamantes—. ¿Cuánto tiempo tenemos que tolerar aún a este bufón?
—Pero no es sólo algo que veo —continuó Comodín—. Es algo que noto desde dentro. Noto que soy una persona muy… muy viva… una planta extraña… con piel y pelo y uñas y todo… un muñeco muy vivo… concreto como la goma… ¿De dónde viene este hombre de goma?, pregunta Comodín.
—¿Vamos a permitir que continúe? —preguntó Rey de Picas.
Rey de Corazones asintió con la cabeza.
—¡Estamos vivos! —exclamó Comodín con un gesto que hizo sonar ruidosamente los cascabeles—. Vivimos bajo el cielo en medio de un cuento misterioso. Extraño, dice Comodín. Ha tenido que pellizcarse en el brazo para estar seguro de que era verdad.
—¿Duele? —preguntó Tres de Corazones.
—Ahora noto que estoy vivo cada vez que suena uno de mis cascabeles; es decir, cada vez que hago el más leve movimiento.
Con ello, levantó un brazo y lo sacudió con tanta fuerza que varios enanos se asustaron y retrocedieron unos pasos.
Rey de Corazones carraspeó y dijo:
—¿También has descubierto de dónde viene el hombre de goma?
—Ése es un enigma que ya se ha resuelto —replicó Comodín—. Pero cada uno sólo ha adivinado una pequeña parte, porque se tiene tan poca razón en la cabeza que hay que juntarlas todas para pensar el pensamiento más sencillo. Y la razón es que se ha tomado demasiada bebida púrpura. Comodín dice que es un muñeco misterioso, y vosotros sois tan misteriosos como él, pero no lo veis. Y tampoco lo notáis, porque cuando se toma la bebida púrpura sólo se nota el sabor a miel y espliego, curibayas, raíz redonda y gramíneas. De ese modo, se ha formado parte del jardín sin notar que se existe. Porque el que tiene todo el mundo en la boca, se olvida de que tiene boca. Y el que tiene todos los sabores en brazos y piernas olvida que es un muñeco misterioso. Comodín ha intentado muchas veces decir la verdad, pero no se han tenido oídos para escuchar. Se han tenido pliegues de piel a ambos lados del rostro, pero los oídos han estado taponados con manzanas y peras, fresas y bananas. Lo mismo ocurre con la vista. Seguramente se han tenido ojos con los que mirar, pero de qué han servido si sólo han buscado más bebida. Así es, dice Comodín, porque sólo Comodín conoce la verdad.
Los enanos de la sala se miraron unos a otros.
—¿De dónde viene el hombre de goma? —insistió Rey de Corazones.
—Somos imaginaciones de Frode —dijo Comodín y abrió los brazos—. Pero un día las imaginaciones se hicieron tan vivas que empezaron a salir a saltos de su cabeza. Imposible, dice Comodín. Tan imposible como el sol y la luna, dice. Pero también el sol y la luna son verdad.
Los enanos de la sala miraron extrañados a Frode, y el anciano me agarró más fuerte del brazo.
—Pero no he terminado todavía —continuó Comodín—. Porque ¿quién es Frode? También él es un extraño muñeco, dice Comodín. Muy vivo bajo el cielo, dice. Ha sido el único aquí en la isla, pero en realidad, pertenece a otra baraja, que no se sabe cuántas cartas tiene. Tampoco se sabe quién reparte las cartas de esa baraja. Comodín sólo sabe una cosa: también Frode es un muñeco que, de repente, un día se pellizcó para comprobar que estaba vivo. ¿De qué frente salió ese muñeco?, pregunta Comodín. Y sigue preguntando, hasta que un día encuentre la respuesta.
Fue como si los enanos empezaran a despertar tras un largo letargo. Dos y Tres de Corazones habían cogido cada una su escoba y estaban barriendo el suelo.
Los cuatro reyes se colocaron en un apiñado círculo enlazados por los hombros. Así permanecieron conversando en voz baja hasta que Rey de Corazones se volvió hacia Comodín y dijo:
—Con gran pesar, los reyes de este pueblo han llegado a la conclusión de que el pequeño bufón está diciendo la verdad.
—¿Y por qué es tan triste que diga la verdad? —preguntó Comodín. Seguía tumbado sobre la mesa, pero entonces se apoyó sobre un brazo y miró a Rey de Corazones. Esta vez tomó la palabra Rey de Diamantes:
—Es muy triste que Comodín nos haya dicho la verdad —dijo—, porque eso significa que el maestro tiene que morir.
—¿Y por qué debe morir el maestro? —preguntó Comodín—. Siempre hay que remitirse a una regla antes de matar.
Rey de Tréboles contestó:
—Mientras Frode siga en el pueblo, siempre nos recordará que somos seres artificiales. Por eso tendrá que morir bajo la espada de los jotas.
Comodín se levantó de la mesa y bajó a gatas al suelo. Primero señaló a Frode, y luego se dirigió de nuevo a los reyes:
—Nunca es conveniente que la obra y el maestro vivan demasiado cerca el uno del otro, porque de esa manera es fácil que acaben por enfurecerse los unos con los otros. Por otra parte, no se puede culpar a Frode de tener una imaginación tan fecunda que sus imaginaciones acaben por salirse de su cabeza.
Rey de Tréboles enderezó su pequeña corona y dijo:
—Cada uno tiene derecho a imaginarse lo que quiera. Pero, en ese caso, está obligado a informar a sus imaginaciones de que sólo son eso: imaginaciones. Si no, se está burlando de ellas, y, en ese caso, las imaginaciones tienen derecho a matarle.
El sol se escondió de repente detrás de una gran nube. La sala se oscureció inmediatamente.
—¿Estáis escuchando, jotas? —preguntó Rey de Picas—. ¡Decapitad al maestro!
Yo bajé de la silla de un salto y, en ese mismo instante, tomó la palabra Jota de Picas:
—No hará falta, Señor Rey, porque el maestro Frode acaba de morir.
Me volví y descubrí que Frode se había deslizado de la silla y yacía muerto en el suelo. Supe que Frode ya no volvería a mirarme con sus brillantes ojos.
Me sentí tremendamente vacío y desolado. De repente, me había quedado solo en esa extraña isla. Y estaba rodeado de una baraja viva, pero ninguna de las cartas de la baraja era una persona como yo.
Los enanos formaron un apiñado círculo alrededor de Frode. Tenían una expresión de cara ausente, aún más ausente que cuando yo me había acercado al pueblo el día anterior.
Me fijé en que As de Corazones susurraba algo al oído de Rey de Corazones, luego salió corriendo de la sala.
—Ahora tendremos que valernos por nosotros mismos —dijo Comodín finalmente—. Frode ha muerto y sus propias criaturas hemos sido sus asesinos.
Yo estaba tan triste, pero también tan enfurecido, que me acerqué a Comodín, lo levanté del suelo y le sacudí con tanta fuerza que todos sus cascabeles sonaron a la vez.
—Tú lo has asesinado —grité—. Porque tú fuiste el que robó la bebida mágica de su cabaña, y tú has sido el que ha revelado los conocimientos sobre su baraja.
Lo volví a dejar en el suelo, y entonces habló Rey de Picas:
—Nuestro huésped tiene razón. Por lo tanto, estamos en nuestro derecho si ahora decapitamos a ese bufón. No nos libraremos del que se burló de todos nosotros hasta que no nos hayamos librado de su burlador. ¡Jotas! ¡Decapitadle inmediatamente!
Comodín cruzó la sala y sólo tuvo que empujar a algunos sietes y ochos para salir disparado por la misma puerta por la que había desaparecido As de Corazones un momento antes. Comprendí que mi visita había llegado a su fin. Salí a toda prisa y me escabullí entre las casas del pequeño pueblo. Un velo amarillo de sol tardío reposaba aún sobre las casas, pero no se veía ni a Comodín, ni a As de Corazones.