JOTA DE DIAMANTES

Ya en la habitación, le pregunté si había hecho más averiguaciones sobre mamá.

Primero dijo:

—Fui a ver a uno de esos agentes publicitarios. Me aseguró que en Atenas no trabajaba ninguna modelo con el nombre de Anita Torå. Estaba muy seguro de ello; dijo que conocía a todas las modelos que trabajaban aquí, y sobre todo a las extranjeras.

Debí de adquirir el aspecto de una puesta de sol en septiembre. Y creo que empezó a llover, porque noté las lágrimas presionar detrás de los párpados. Supongo que, por eso, mi viejo se apresuró a añadir:

—Entonces le enseñé la foto de la revista de modas, y el griego dijo que se llamaba Sol Strand, pero que ése era su nombre artístico. Al final, me contó que había sido una de las modelos más cotizadas en Atenas durante varios años.

—¿Y ahora? —pregunté mirándole fijamente.

Hizo un gesto con el brazo y dijo:

—Le llamaré mañana después de comer.

—¿Y eso es todo?

—Pues sí. Tendremos que esperar, Hans Thomas. Nos quedamos en la terraza del hotel esta noche, ¿vale?, y mañana cogemos el coche y vamos a El Pireo. Allí habrá algún teléfono desde el que poder llamar.

Al decir lo de la terraza, me acordé de algo. Me armé de valor y dije:

—Hay una cosa más.

Mi viejo me miró, sin saber a lo que me refería, aunque quizá sí lo supiera.

—Tenemos algo pendiente —dije—, y me prometiste que ibas a pensar en ello.

Intentó parecer muy macho al reírse, pero no lo consiguió del todo.

—¡Ah sí! Como ya te dije esta mañana, Hans Thomas, estoy en ello. Pero, precisamente hoy, he tenido otras cosas en que pensar.

De repente, tuve una brillante idea. Me lancé a su bolso de viaje, y encontré media botella de coñac entre calcetines y camisetas. En un abrir y cerrar de ojos, me la llevé al baño y la vacié en el váter.

Mi viejo me siguió y, cuando se dio cuenta de lo que había hecho, se quedó mirando fijamente dentro de la taza del váter. Quizá estaba pensando en agacharse y sorber los restos antes de que tirase de la cadena. Pero, afortunadamente, aún no había caído tan bajo. Se volvio hacia mí, sin saber todavía qué hacer, si rugir como un león o mover el rabo como un perro. Al final, dijo:

—Vale, Hans Thomas, tú ganas.

Subimos a la habitación y nos sentamos frente a la ventana. Alcé la vista hacia mi viejo, y él alzó la vista hacia la Acrópolis.

—La bebida centelleante paraliza los sentidos de Comodín —dije.

Mi viejo me miró asombrado.

—¿Estás delirando, Hans Thomas? ¿Aún te dura el efecto del Martini de ayer?

—¡Claro que no! Sólo quiero decir que un verdadero comodín no toma bebidas fuertes. Sin bebidas fuertes, Comodín piensa mejor.

—Estás un poco chiflado —dijo—. Supongo que es hereditario.

Yo sabía que le había atacado en su punto más débil, porque todo lo que mi viejo tenía de vanidad estaba relacionado con el hecho de sentirse un comodín.

Me preguntaba si todavía estaría pensando en lo que había ido a parar a la taza del váter, así que dije:

—Vamos a la terraza. Allí podremos probar todas las bebidas gaseosas y refrescantes que hay en la carta: coca-cola, zumo de naranja, zumo de tomate, refresco de pera… ¿O quieres, mejor, probar todos esos sabores a la vez? Puedes llenarte el vaso de maravillosos cubitos de hielo y moverlos con una gran cuchara…

—Gracias, ya vale —me interrumpió.

—Pero hemos llegado a un acuerdo, ¿no?

—Así es. Y un viejo lobo de mar no rompe nunca un acuerdo.

Subimos a la terraza y nos sentamos a la misma mesa que el día anterior. Al cabo de mucho rato, también vino el mismo camarero del día anterior.

Le pregunté en inglés qué refrescos tenían, y acabamos por pedir dos vasos y cuatro bebidas diferentes. El camarero sacudía la cabeza murmurando algo así como que un día padre e hijo tomaban vino, y al día siguiente los dos pensaban emborracharse con agua mineral con gas. Mi viejo contestó que era para compensar, y que hay que buscar una especie de equilibrio en todo.

Cuando el camarero se marchó, mi viejo dijo:

—Es bastante increíble, Hans Thomas. Estamos en una gran ciudad donde viven varios millones de personas, y resulta que estamos buscando a una determinada hormiga en este enorme hormiguero.

—Sí, pero es justo la reina —repliqué.

Me pareció un comentario bastante logrado. Creo que mi viejo opinaba lo mismo. Me dedicó una amplia sonrisa y dijo:

—Pero este hormiguero está tan bien organizado que es posible localizar a la hormiga número tres millones doscientos treinta y ocho mil novecientos cinco.

Se quedó un momento pensando, antes de proseguir:

—En realidad, Atenas es sólo una pequeñísima parte de un hormiguero mucho más grande, que cuenta con más de cinco mil millones de hormigas. Pero casi siempre es posible contactar con una determinada hormiga entre esos más de cinco mil millones. Sólo tienes que enchufar un teléfono en la pared y marcar un número. Porque este planeta tiene varios miles de millones de teléfonos, Hans Thomas. Los encuentras en lo alto de los Alpes y en lo más profundo de la selva africana; los encuentras en el Tibet y en Alaska, y los puedes alcanzar desde tu propia casa.

Sus palabras, me hicieron dar un salto en la silla.

—El hombre del panecillo grita por un tubo mágico y su voz alcanza gran distancia —susurré muy agitado.

De repente, había entendido el significado de esa frase del juego de Comodín.

Mi viejo suspiró resignado.

—¿Qué te pasa ahora?

No sabía qué decirle, pero algo tenía que contestar.

—Al decir lo de los Alpes, me he acordado de aquel panadero que me dio panecillos y refrescos en el pequeño pueblo alpino que visitamos. Me fijé en que él también tenía teléfono. Con ese aparato, puede contactar con gente en todo el mundo. Lo único que tiene que hacer es llamar a información y pedir el número de cualquier persona del planeta.

Aparentemente, no le sorprendió mucho la respuesta, porque se quedó mirando la Acrópolis durante un buen rato sin decir nada.

—Estaba pensando en que a lo mejor no te sienta bien tanto filosofar —dijo finalmente.

Le dije que no era eso. La verdad es que estaba tan impresionado por todo lo que había leído en el libro del panecillo que me estaba resultando ya muy difícil mantenerlo en secreto.

Cuando la oscuridad se había posado sobre la ciudad y los focos iluminaban la Acrópolis, dije:

—Te prometí contarte un cuento.

—Vale —dijo mi viejo.

Y empecé mi cuento. Conté casi todo lo que había leído en el libro del panecillo sobre Albert y Hans el Panadero, sobre Frode y los naipes en la isla mágica. Me parecía que así no rompía la promesa que había hecho al viejo panadero de Dorf, porque contaba todo como si lo estuviera inventando sobre la marcha. Cambié ligeramente algunas cosas y procuré no mencionar nunca el libro del panecillo.

Era evidente que mi viejo estaba impresionado.

—¡Tienes una imaginación cojonuda, Hans Thomas! Quizá no deberías ser filósofo, sino más bien escritor.

De nuevo recibí alabanzas por algo que, en el fondo, no era mérito mío.

Aquella noche, yo me dormí primero. Me quedé despierto, pensando, bastante rato; pero mi viejo estuvo más tiempo aún. Lo último que recuerdo es que se levantó de la cama y se puso a mirar por la ventana.

Cuando me desperté a la mañana siguiente, mi viejo seguía durmiendo. Parecía un oso que acabara de entrar en la larga hibernación.

Cogí la lupa y el libro del panecillo y seguí leyendo sobre lo que ocurrió en la isla mágica tras el gran juego de Comodín.