Levanté la vista, mientras infinidad de pensamientos pasaban por mi cabeza.
Allí en la plaza Sintagma, donde los griegos corrían de un lado para otro con sus carteras y sus periódicos, vi claro que el libro del panecillo era una especie de libro de oráculo, que ponía en relación mi propio viaje, con lo que había sucedido en la isla mágica ciento cincuenta años antes.
Volví a hojear las últimas páginas que había leído.
Aunque Hans el Panadero no había captado toda la profecía, muchas de las frases estaban claramente relacionadas.
«El hijo del panadero se refugia en las montañas y se establece en un recóndito pueblo. El panadero esconde los tesoros de la isla mágica. Lo que va a suceder está en las cartas. El pueblo aloja al niño abandonado que ha perdido a su madre enferma. El panadero le da la bebida centelleante y le enseña los hermosos pececillos»…
Era evidente que el hijo del panadero era Hans el Panadero; Frode también lo había entendido así. El pueblo recóndito tenía que ser Dorf, y el muchacho que había perdido a su madre no podía ser otro que Albert.
Hans el Panadero se había perdido las frases de dos de los treses, pero entre las frases de los otros dos treses y las que había podido captar de los doses, también se veía una clara relación:
«El marinero se casa con una hermosa mujer que le da un hijo varón antes de irse al país del sur para encontrarse a sí misma. Padre e hijo buscan a la hermosa mujer que no se encuentra a sí misma. El enano de manos frías señala el camino al recóndito pueblo y regala al niño del país del norte una lupa para el viaje. La lupa coincide con el trozo roto de la pecera. El pez de colores no revela el secreto de la isla, pero sí el panecillo»…
Todo eso estaba claro, pero también había un montón de frases que no entendía:
«La cajita de dentro desembala a la de fuera, a la vez que la de fuera desembala a la de dentro»… «El hombre del panecillo grita por un tubo mágico y su voz alcanza gran distancia. El marinero escupe bebida fuerte»…
Si esto último significaba que mi viejo dejaría de empinar el codo cada noche, yo quedaría muy impresionado, tanto con él, como con la vieja profecía.
El problema era que Hans el Panadero sólo había escuchado a 42 de las cartas, ya que le costaba mucho concentrarse, sobre todo al final, lo cual no era de extrañar porque, cuanto más se avanzaba en el juego de Comodín, más se alejaba de su propia época. Tanto a Frode, como a Hans el Panadero, les sonaría a chino, y las cosas confusas siempre se recuerdan peor que las que están claras.
A la mayoría de la gente de hoy en día, la profecía también le hubiera sonado a chino. Sólo yo sabía quién era el enano de las manos frías. Era yo, y solamente yo, el que controlaba la lupa. Y no habría nadie más que entendiera el significado de que el panecillo revelaba el secreto de la isla.
Y, sin embargo, me irritaba que Hans no hubiera captado todas las frases. Debido a sus problemas de memoria, gran parte de la vieja profecía sería para siempre un tesoro escondido, y precisamente esa parte era la que trataba de mi viejo y de mí. Estaba convencido de que los enanos también habían dicho algo sobre nuestro encuentro con mamá, y sobre si se vendría con nosotros a Noruega…
Mientras estaba hojeando el libro, descubrí de repente a un hombrecillo que salió de detrás de un quiosco de periódicos. Primero pensé que era un niño que estaba jugando a espiarme, porque allí no había nadie más que yo, pero luego me di cuenta de que se trataba, una vez más, del enano de la gasolinera. Hizo acto de presencia un breve instante, y luego desapareció.
Durante unos segundos, me sentí paralizado por el susto, pero enseguida empecé a pensar: ¿Por qué tengo tanto miedo a ese enano? Era evidente que me seguía, pero no era seguro que quisiera hacerme daño.
Puede que el enano también conociera el secreto de la isla mágica. Quizá me dio la lupa y me envió a Dorf precisamente para que yo leyera sobre ella. En ese caso, no era de extrañar que quisiera saber cómo me iba.
Me acordé de que mi viejo había dicho en broma que el enano era un ser artificial, creado hacía siglos por un mago judío. Eso era, evidentemente, una broma; pero si fuera verdad, a lo mejor había conocido a Albert y a Hans el Panadero.
No me dio tiempo ni a seguir pensando, ni a leer más porque, en ese instante, llegó mi viejo corriendo, destacando por encima de las demás personas. Tuve que darme prisa en meter el librito en el bolsillo.
—¿He tardado mucho? —preguntó casi sin aliento.
Le dije que no.
Había decidido no contarle nada más sobre las apariciones del enano. El hecho de que un enano estuviera paseándose por Europa a la vez que nosotros no era, al fin y al cabo, nada, en comparación con lo que había leído en el libro del panecillo.
—¿Y tú que has hecho mientras tanto? —preguntó.
Le enseñé las cartas, y le dije que había hecho un solitario.
En ese momento, vino el camarero para que le pagáramos la última coca-cola que había pedido.
—It's very small! —dijo.
Mi viejo no entendió nada.
Yo sabía, claro está, que el camarero se refería al libro del panecillo, y tuve miedo de que se descubriera todo. Por eso volví a sacar la lupa, se la enseñé al camarero y dije:
—It's very smart.
—Yes, yes! —contestó, y, de esa forma, evité una situación embarazosa.
Cuando nos íbamos, dije:
—He estado estudiando las cartas de la baraja, para ver si descubría en ellas algo más de lo que se puede ver a simple vista.
—¿Y cuál ha sido el resultado de la investigación? —preguntó mi viejo.
—Si tú supieras… —contesté lleno de misterio.