SIETE DE DIAMANTES

Los enanos hablaban por los codos, y todos a la vez, pero Comodín empezó a dar palmadas para que se callaran.

—¿Todos tienen ya preparadas sus palabras para el juego de Comodín? —preguntó a la audiencia.

—¡Sííí!… —contestaron al unísono todos los enanos.

—¡Pues que se reciten las frases!

Al momento, todos los enanos se pusieron a recitar sus frases. 52 voces zumbaron simultáneamente durante unos instantes. Luego, se hizo el silencio, como si todo el espectáculo hubiese terminado.

—Esto sucede todos los años —mumuró Frode—. El resultado es, como ves, que nadie oye más que su propia voz.

—Gracias por vuestra atención —dijo Comodín—. Ahora, nos concentraremos en una frase cada vez. Empecemos con As de Diamantes.

La pequeña princesa se puso de pie, se apartó el pelo plateado de la frente y dijo:

El destino es una coliflor que crece por igual en todas las direcciones.

Dicho esto, se volvió a sentar, con sus mejillas encendidas destacando sobre su pálido rostro.

—Conque una coliflor…, ¿eh? —Comodín se rascó la cabeza—. Han sido…, ¿eh?, unas palabras muy sabias. Ahora le toca a Dos de Diamantes.

Dos se levantó inmediatamente y dijo:

La lupa coincide con el trozo roto de la pecera.

—¿Ah sí? —comentó Comodín—. Lo más práctico hubiera sido que también hubieras revelado de qué lupa y de qué pecera se trata. Pero todo llega, todo llega. Porque dos diamantes no pueden encerrar toda la verdad. ¡La siguiente!

Ahora se levantó Tres de Diamantes:

Padre e hijo buscan a la mujer hermosa que no se encuentra a sí misma, recitó gimoteando y, al final, se echó a llorar. Me acordé de que también la había visto llorar en otra ocasión. Mientras Rey de Diamantes la consolaba, Comodín dijo:

—¿Y por qué no se encuentra a sí misma? Eso no lo sabremos hasta que todas las cartas del solitario estén sobre la mesa. ¡La siguiente!

Y todos los demás diamantes fueron, uno a uno, recitando su frase:

El hijo del maestro vidriero se ha burlado de sus propias imaginaciones —dijo Siete. Me acordé de que en la fábrica de vidrio había dicho exactamente lo mismo.

Las figuras salen de la manga del mago y se pellizcan en el aire para comprobar que están vivas —exclamó Nueve. Era la que había dicho que le hubiera gustado pensar un pensamiento tan difícil que no fuera capaz de pensarlo. Me pareció que lo había conseguido bastante bien.

Al final, Rey de Diamantes dijo:

El solitario es una maldición de familia.

—¡Muy interesante! —exclamó Comodín—. Después de este primer trimestre, se han colocado ya muchas fichas importantes. ¿Se es consciente de la profundidad de todo esto?

Se oyeron susurros y conversaciones en voz baja, pero Comodín prosiguió:

—Aún nos quedan tres cuartas partes del círculo del destino. ¡Ahora les toca a los tréboles!

—El destino es una serpiente tan hambrienta que se devora a sí misma —dijo As de Tréboles.

—El pez de colores no revela el secreto de la isla, pero sí el panecillo —dijo Dos. Comprendí que llevaba tanto tiempo con esta frase en la punta de la lengua que la había repetido justo antes de quedarse dormido en el campo, por temor a olvidarse de ella.

Siguieron por turno todos los demás enanos. Primero, acabaron todos los tréboles, luego todos los corazones y finalmente los picas.

—La cajita de dentro desembala a la de fuera, a la vez que la de fuera desembala a la de dentro —dijo As de Corazones, que fue exactamente lo mismo que había dicho cuando me encontré con ella en el bosque.

Un buen día, un rey y un jota escapan trepando de la cárcel de la conciencia —dijo alguien.

El bolsillo de la camisa esconde una baraja que se pone a secar al sol.

Así fueron levantándose uno por uno los 52 enanos. Todos recitaron su frase, a cual más disparatada. Algunos la susurraron, otros la dijeron riéndose, y otros llorando o sollozando. La impresión general de este discurso, si se puede emplear esta palabra para algo tan confuso e inconexo, era que todo carecía por completo de cualquier significado o contexto. Y, sin embargo, Comodín se molestó en anotar todos los enunciados y el orden en el que se recitaron.

Al final de todo, Rey de Picas, clavando la mirada en Comodín dijo:

El que va a descubrir el destino tiene que sobrevivirlo.

Él era el último. Recuerdo que esa última frase me pareció la más inteligente de todas las que se dijeron en la velada. Al parecer, Comodín opinaba lo mismo, porque aplaudió tanto que sus cascabeles sonaron como toda una orquesta de cacharros. Frode sacudió la cabeza resignado.

Nos bajamos de las sillas al suelo, donde los enanos estaban ya correteando entre las mesas.

Durante un instante, tuve de nuevo la sensación de que este lugar era un reducto para locos incurables. Quizá Frode fuera el enfermero y se hubiera vuelto tan loco como sus pacientes. Entonces, no serviría de nada que al mes siguiente llegara la visita del médico.

Todo aquello que me había dicho del naufragio y la baraja, y de las figuras imaginarias que de repente se habían vuelto reales, podían ser las lunáticas ideas de un hombre que había perdido la razón. Yo sólo tenía un verdadero punto de referencia: el nombre de mi abuela materna era realmente Stine, y mis padres habían contado alguna vez que mi abuelo, al caerse de la jarcia, se había lastimado un brazo.

Quizá fuera verdad que Frode había vivido durante cincuenta años en la isla. No era la primera vez que oía hablar de alguien que había sobrevivido mucho tiempo después de un naufragio. También sería verdad que se había traído una baraja. Pero no podía creer que los enanos fueran producto de su imaginación.

Sabía que también cabía otra posibilidad: Que todas esas cosas extrañas ocurrieran sólo en mi propia conciencia. Podía ser yo el que, de repente, se hubiera vuelto loco. ¿Qué contenían, por ejemplo, las bayas que me comí junto a la laguna de los peces? De cualquier modo, ya era tarde para pensar en esas cosas…

Un sonido que recordaba al de una campana de barco me sacó de mis pensamientos. Alguien me estaba tirando del traje de marinero. Era Comodín, y la campana de barco eran los cascabeles de su traje.

—¿Qué se opina de la colocación de las cartas? —preguntó.

Se quedó mirándome con una expresión que mostraba claramente que él sabía más que yo. No contesté.

—Dime —prosiguió el pequeño bufón—, ¿no parece poco probable que algo que uno piensa empiece de repente a danzar por el espacio, fuera de la cabeza que lo pensó?

—Pues sí, definitivamente —contesté—. Es… es completamente imposible, claro está.

—Sí, es imposible —admitió—. Y sin embargo parece ser un hecho.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que he dicho. Porque estamos en este momento aquí, mirándonos. Bajo el cielo, por así decirlo… completamente vivos. ¿Cómo es posible «escapar trepando de la cárcel de la conciencia»? ¿Qué clase de escalera se utiliza para eso?

—Quizá hayamos estado siempre aquí —dije, intentando quitármelo de encima.

—Naturalmente; pero, de todas formas, la pregunta queda sin respuesta. ¿Quiénes somos, marinero? ¿De dónde venimos?

No me gustó que me incluyera en sus reflexiones filosóficas. Pero tuve que admitir que no tenía respuesta a algunas de las preguntas que me había hecho.

—Fuimos sacados de la manga del mago, y nos pellizcamos en el aire, para comprobar que estábamos vivos —exclamó—. Extraño, dice Comodín. ¿Qué dice el marinero?

Hasta ahora no me había dado cuenta de que Frode había desaparecido.

—¿Dónde está Frode? —pregunté.

—Se suele contestar a la pregunta del otro, antes de preguntar uno mismo —dijo. Y soltó una carcajada.

—¿Qué ha pasado con Frode? —volví a preguntar.

—Ha tenido que salir a tomar el aire. Siempre le pasa en esta fase del juego de Comodín. Le da tanto miedo lo que se recita que a veces se hace pis encima. Entonces es mejor salir, opina Comodín.

En esa sala, rodeado de todos los enanos, me sentí terriblemente solo. Las pintorescas figuras correteaban por todas partes, como niños en una fiesta de cumpleaños que les venía demasiado grande. No hacía falta invitar a todo el pueblo, pensé.

Pero al volver a mirarlos, me di cuenta de que esto, al fin y al cabo, no era una fiesta normal de cumpleaños. Se parecía más a una gran fiesta de disfraces, a la que todo el mundo debía acudir disfrazado de naipe y en la que se había servido a la entrada una bebida que hacía disminuir de tamaño, para que todo el mundo cupiera. Yo había acudido a la fiesta un poco tarde y no había podido saborear el misterioso aperitivo.

—¿Acaso se desea probar la bebida centelleante? —preguntó Comodín con una sarcástica sonrisa.

Me alcanzó una botellita, y yo estaba tan aturdido que la cogí y bebí un poco. Un pequeño sorbo no me haría ningún mal.

Pero, aunque el sorbo fue muy pequeño, me venció por completo. Todos los sabores que había conocido durante mi vida entera pasaron velozmente por mi cuerpo como un maremoto de placer. En uno de los dedos del pie sentí un fuerte sabor a fresa, en un mechón de pelo un sabor a plátano o melocotón, debajo del codo izquierdo a zumo de pera y en la nariz noté una deliciosa mezcla de perfumes. Fue tan delicioso que me quedé inmóvil durante muchos minutos. Cuando contemplé al grupo de enanitos con sus pintorescos trajes, tuve la sensación de que eran producto de mi imaginación. Por un instante, me pareció haberme perdido dentro de mi propia cabeza. A continuación, pensé que mis imaginaciones quizá habían escapado de mi mente como represalia por estar retenidas por las limitaciones de mis propios pensamientos.

Se me ocurrieron otras muchas ideas extrañas y audaces, era como si tuviera cosquillas en la cabeza. Decidí inmediatamente que jamás devolvería la botellita y que la volvería a llenar en cuanto se vaciara. Porque nada importaba más que tener siempre a mano esa bebida centelleante.

—¿Te ha sabido… bien o mal? —preguntó Comodín con una amplia sonrisa.

Hasta ahora no me había fijado en sus dientes. También cuando sonreía sonaban débilmente los cascabeles de su traje de payaso, como si cada uno de sus pequeños dientes tuviese alguna misteriosa conexión con cada uno de los cascabeles.

—Beberé un poco más —dije.

Justo en ese momento, entró Frode corriendo. Tropezó con Diez y Rey de Picas, antes de arrebatar la botella a Comodín.

—¡Sinvergüenza! —gritó.

Por un instante, las figuras de la sala levantaron la cabeza para ver qué pasaba, pero enseguida se abandonaron de nuevo a los placeres de la vida social.

Descubrí de repente que el libro del panecillo estaba echando humo, y que me quemaba la piel de las yemas de los dedos. Tiré el libro y la lupa al suelo, y la gente me miró como si me acabara de morder una serpiente venenosa.

No problem! —dije, y volví a coger el libro y la lupa.

La lupa de repente había empezado a absorber los rayos del sol, produciendo calor. Abrí de nuevo el libro del panecillo y descubrí que se había quemado en la última página que había estado leyendo.

Cada vez iba viendo más claro: ya no podía ignorar el hecho de que muchas de las partes que leía en el librito eran como un reflejo de cosas que yo mismo había vivido.

Me quedé susurrando algunas de las frases pronunciadas por los enanos de la isla:

—Padre e hijo buscan a la mujer hermosa que no se encuentra a sí misma… La lupa coincide con el trozo roto de la pecera… El pez de colores no revela el secreto de la isla, pero sí el panecillo… El solitario es una maldición de familia…

Ya no cabía duda: Había una misteriosa conexión entre mi propia vida y el libro del panecillo, aunque no tenía ni idea de cómo eso podía ser posible. Pero no sólo la isla de Frode era mágica. El libro del panecillo era, en sí, una obra mágica.

Primero me pregunté si el libro se estaría escribiendo a sí mismo sobre la marcha, conforme yo iba viviendo el mundo que me rodeaba. Pero, cuando lo miré, vi que estaba escrito hasta la última página.

Sentí escalofríos a pesar del calor.

Cuando mi viejo volvió, me levanté apresuradamente de la piedra y le hice a la vez tres o cuatro preguntas sobre la Acrópolis y los griegos. Tenía que pensar en otra cosa.