Lo primero que pensé al despertarme fue que ya estaba bien de hacer tanto el tonto con la bebida.
Yo tenía un padre cuya mente posiblemente fuera de lo más lúcida que había al norte de los Alpes y, sin embargo, veía cómo, a causa de la bebida, estaba corriendo el riesgo de trastornarse. Decidí que habría que dar por zanjado este tema, de una vez por todas, antes de encontrar a mamá.
Pero, cuando mi viejo saltó de la cama y empezó a hablar de la Acrópolis, opté por esperar hasta el desayuno.
De hecho, esperé hasta haber acabado de desayunar. Mi viejo había pedido otro café al camarero, y se encendió un cigarrillo mientras desplegaba un gran mapa de Atenas.
—¿No te parece que te estás pasando de la raya? —pregunté.
Mi viejo me miró.
—Sabes a qué me refiero —continué—. Hemos hablado antes de esa horrible afición tuya a la bebida, pero si ahora quieres que también te acompañe tu hijo, me parece que estás yendo demasiado lejos.
—Lo siento, Hans Thomas —admitió enseguida—. Creo que aquellas copas no te sentaron nada bien.
—Ésa es otra cuestión. Tú eres el que tiene que parar un poco. Sería una pena que el único comodín de Arendal acabara como uno de esos borrachos que andan por ahí.
Estaba claro que le remordía la conciencia, y me daba mucha pena, pero no podía seguirle siempre la corriente.
—Lo pensaré.
—Pues ya puedes darte prisa en pensarlo, porque puede que a mamá tampoco le gusten los filósofos desgreñados y que están borrachos a todas horas.
No paraba de moverse en la silla. No debía de ser muy agradable que tu hijo te regañara de ese modo, por eso me sorprendió un poco oírle decir:
—Para ser sincero, Hans Thomas, te diré que yo también he pensado en eso.
Esa respuesta fue tan contundente que decidí no seguir insistiendo sobre el tema. Y, sin embargo, de repente tuve la sensación de que mi viejo no me había contado todo lo que sabía sobre por qué mamá nos abandonó.
—¿Cómo vamos a ir hasta la Acrópolis? —pregunté mirando el mapa.
Para ahorrar tiempo, cogimos un taxi hasta la entrada. Desde allí fuimos andando por una arboleda que había en la ladera, antes de subir al recinto de los templos.
Cuando por fin nos encontramos ante el gran templo llamado Partenón, mi viejo no paraba de decir:
—Fantástico… Es fantástico.
Primero nos paseamos un buen rato por allí, y luego nos quedamos mirando los dos teatros que estaban justo debajo del monte sobre el que nos encontrábamos. En el teatro más antiguo, se había representado la tragedia sobre el rey Edipo.
Al final, mi viejo, señalando una gran piedra, dijo:
—Siéntate aquí.
Y así empezó una larga conferencia sobre los atenienses.
Cuando por fin terminó, y el sol estaba tan alto que apenas se dibujaban las sombras, nos pusimos a recorrer templo por templo. Mi viejo me iba señalando y explicando todo, como la diferencia entre columnas jónicas y dóricas. También me demostró que el Partenón no tenía ni una sola línea recta. Lo único que había albergado el enorme edificio, era una estatua de Atenea de doce metros de altura, que era la patrona de Atenas.
Aprendí que los dioses griegos vivían en el Olimpo, un gran monte que estaba más al norte, pero que de vez en cuando bajaban y se mezclaban con la gente. En esas ocasiones, eran como grandes comodines en la baraja de los seres humanos, opinaba mi viejo.
También allí había un pequeño museo, pero de nuevo pedí clemencia. Obtuve el permiso inmediatamente, y nos pusimos de acuerdo sobre el lugar donde lo esperaría.
Con un guía tan bueno, si no hubiera sido porque tenía algo en el bolsillo del pantalón que no me dejaba pensar en otra cosa, seguro que habría entrado en el museo.
Había escuchado todo lo que mi viejo me había contado sobre los viejos templos, pero también había estado pensando en lo que pasaría en la gran fiesta de Comodín. En la sala donde se celebraba la fiesta, los 52 enanos se habían colocado formando un gran círculo y cada uno de ellos iba a recitar su frase.