Mi viejo me anunció que estábamos entrando en Atenas, y ya no me pareció muy correcto seguir en una isla desierta en otro lugar del planeta.
Con una buena dosis de paciencia, y sin soltar el mapa, el jefe logró encontrar una agencia de viajes. Yo me quedé en el coche, observando a los pequeños griegos, mientras mi viejo entró en la agencia para buscar un hotel adecuado.
Cuando volvió, tenía una sonrisa de oreja a oreja.
—Hotel Titania —dijo al sentarse de nuevo al volante—. Tienen garaje y habitación libre, y, por si fuera poco, les dije que ya que voy a estar unos días en Atenas, quiero ver la Acrópolis, así que nos buscaron este hotel, que tiene una terraza con magníficas vistas sobre toda Atenas.
No había exagerado. Nos dieron una habitación en el duodécimo piso, e incluso desde la habitación había una vista inmejorable. Sin embargo, lo primero que hicimos fue coger el ascensor hasta la terraza, desde donde pudimos ver la Acrópolis.
Mi viejo contempló los viejos templos en silencio.
—Es increíble, Hans Thomas. Es verdaderamente increíble.
Empezó a dar vueltas por la terraza. Poco a poco, se fue tranquilizando. Pidió una cerveza. Nos sentamos junto a la barandilla en la parte que daba a la Acrópolis. Pronto se encendieron los focos que iluminaban el recinto de los antiguos monumentos, y mi viejo se puso como loco.
Cuando empezó a hartarse de tanto mirar, dijo:
—Mañana iremos allí, Hans Thomas. Ahora bajaremos hasta la vieja plaza de Atenas, donde te enseñaré por dónde anduvieron los filósofos hablando sobre muchas cuestiones importantes que, desgraciadamente, han sido olvidadas por la Europa de hoy.
Ése fue el principio de una conferencia bastante larga sobre los filósofos de Atenas. Al cabo de un rato, me vi obligado a interrumpirle:
—Creía que habíamos venido aquí a buscar a mamá —dije—. ¿No lo habrás olvidado, verdad?
Él iba ya por la segunda o tercera cerveza.
—No, no —dijo—. Pero si no vemos la Acrópolis antes, no tendremos nada de qué hablar con ella. Y eso sería muy triste después de tantos años. ¿No estás de acuerdo, Hans Thomas?
Cuando estábamos tan cerca de la meta, comprendí por primera vez, que, en realidad, mi viejo tenía miedo de encontrarse con ella. Fue un descubrimiento tan doloroso que tuve la sensación de convertirme en adulto en ese mismo instante.
Hasta entonces, había dado más o menos por sentado que el llegar a Atenas significaba encontrar a mamá. Y que si la encontrábamos, se solucionarían todos los problemas. De repente, comprendí que no era así.
Mi viejo no tenía la culpa de que yo fuera tan tonto como para no haberlo entendido. Varias veces me había dicho que no era seguro que ella quisiera venirse a casa con nosotros. Pero yo no le había hecho caso, porque me negaba a aceptar que eso pudiera suceder, después de tantos esfuerzos por nuestra parte para encontrarla.
Me di cuenta de lo ingenuo que había sido y, de pronto, mi viejo me dio muchísima pena. Y, naturalmente, también yo mismo me daba pena.
Creo que todo eso fue, en cierto modo, la causa de lo que sucedió a continuación.
Después de decir algunas tonterías más sobre mamá y los viejos griegos, me preguntó:
—Puede que quieras probar una copa de vino, Hans Thomas. Por lo menos, yo sí que quiero, y es un poco aburrido beber vino sin compañía.
—En primer lugar, no me gusta el vino —dije—. Y en segundo lugar no soy adulto.
—Te pediré algo que te guste —dijo muy seguro de sí mismo—. Ya no te queda tanto para ser adulto.
Llamó al camarero y pidió un Martini rojo para mí, y un vaso de Metaxa para él.
El camarero me miró sorprendido, luego miró a mi viejo.
—Really?
Mi viejo asintió con la cabeza.
Lo malo fue que lo que echaron en mi vaso resultó ser una bebida tan rica y dulce, además de refrescante, con todos esos cubitos de hielo, que me tomé dos o tres vasos, antes de que ocurriera lo que tuvo que ocurrir.
De repente, me quedé blanco, y estuve a punto de desmayarme sobre el suelo de la terraza.
—¡Pero hijo mío! —se quejó mi viejo.
Bajó conmigo a la habitación, y no recuerdo nada más hasta que me desperté a la mañana siguiente. Lo que sí recuerdo es que, cuando me dormí, me sentía bastante asqueroso, y creo que mi viejo tenía la misma sensación.