Era a mi propio abuelo paterno a quien había encontrado en la isla mágica, porque mi padre era aquel hijo, aún no nacido, que él había dejado en Alemania, antes de enrolarse y naufragar en el Atlántico.
¿Qué era lo más extraño de todo? ¿Que una semillita pudiera crecer y al final convertirse en un ser humano bajo el cielo? ¿O que un ser humano pudiera tener imaginaciones tan vivas que éstas comenzaran, finalmente, a introducirse en el mundo real? ¿Pero no eran también los seres humanos figuras vivas de la imaginación? ¿Quién nos había puesto en este mundo?
Frode llevaba cincuenta años viviendo en la isla. ¿Viajaríamos en un futuro juntos a Alemania? ¿Entraría yo algún día en la panadería de mi padre en Lübeck, para presentarle al anciano que iría conmigo y decir: «Aquí estoy, padre. He vuelto del extranjero. Traigo conmigo a Frode. Es tu padre»?
Por mi cabeza pasaron mil pensamientos sobre el mundo, la historia y todas las generaciones, mientras agarraba a Frode por la espalda. Pero no tuve mucho tiempo para pensar, porque descubrí un montón de enanas vestidas de rojo, que estaban subiendo a toda prisa la cuesta desde el pueblo.
—¡Mira! Tenemos visita.
—Son los corazones —contestó, todavía con un nudo en la garganta—. Siempre vienen a buscarme para la fiesta de Comodín.
—Estoy impaciente por verlo todo.
—Yo también, hijo. ¿Te dije que fue Jota de Picas quien pronunció la frase sobre el importante comunicado del país?
—No. ¿Cómo es eso?
—Los picas siempre traen mala suerte. Eso lo aprendí ya en las tascas de los puertos, mucho tiempo antes del naufragio. Y también ha sido así aquí en la isla. Cada vez que me tropiezo con un pica abajo en el pueblo, puedo estar seguro de que va a ocurrir una desgracia.
No le dio tiempo a decir nada más, porque llegaron bailando ante la cabaña todos los corazones, del dos al diez. Todas tenían el pelo rubio, largo y llevaban vestidos rojos con corazones. Comparados con la ropa marrón de Frode y con mi propio traje de marinero, muy desgastado, los vestidos rojos brillaban tanto que tuve que frotarme los ojos.
Nos acercamos a las enanas, que enseguida formaron un apiñado círculo rodeándonos.
—¡Buen comodín! —gritaron entre risas.
Empezaron a moverse a nuestro alrededor, agitando sus vestidos y cantando.
—¡Vale! Ya basta —dijo el viejo.
Entonces, las muchachas empezaron a empujarnos ladera abajo. Cinco de Corazones me cogió de la mano y me arrastró con ella. Su pequeña mano estaba fría como el rocío de la mañana.
Abajo en el pueblo, reinaba la calma en la plaza y en las calles. Pero de algunas casas salían ruidos de voces. También los corazones desaparecieron dentro de una cabaña.
Fuera de la carpintería, colgaban lámparas de aceite encendidas, aunque el sol todavía estaba alto en el cielo.
—Aquí es —dijo Frode.
Y entramos en la sala donde se celebraba la fiesta.
Aún no había llegado ninguno de los enanos, pero ya estaban preparadas cuatro mesas con platos de vidrio, grandes fuentes repletas de fruta, y muchas botellas y licoreras que contenían la bebida centelleante. Alrededor de cada mesa había trece sillas.
Las paredes estaban hechas de troncos de una madera clara y, de las vigas del techo, colgaban lámparas de aceite de vidrio policromado. En una de las largas paredes habían hecho cuatro ventanas. En las jambas de las mismas, y en las cuatro mesas, se veían peceras con pececillos rojos, amarillos y azules. Por las ventanas entraban suaves rayos de sol que se reflejaban en las botellas y peceras, de manera que minúsculas franjas de arco iris resplandecían sobre el suelo y por las paredes. En medio de la larga pared sin ventanas, había tres sillas altas puestas en fila. Me recordaban los sillones de los jueces en los juzgados.
Seguía absorto en la contemplación cuando se abrió la puerta y Comodín entró de un salto.
—¡Os doy la bienvenida! —dijo con una sarcástica sonrisa.
Cada vez que hacía el más leve movimiento, sonaban los cascabeles de su traje violeta y, cuando sacudía la cabeza, su gorra roja y verde con orejas de asno también se movía.
De repente, vino hacia mí, dio un pequeño salto y me pellizcó la oreja. Los cascabeles sonaron como los de un trineo tirado por un caballo desbocado.
—¿Bien? —dijo—. ¿Se siente uno complacido por haber sido invitado a la gran representación?
—Gracias por la invitación —dije. Ese pequeño gnomo me inspiraba cierto miedo.
—¡Vaya, vaya! ¿Conque se ha aprendido el arte de dar las gracias? No está mal —dijo Comodín.
—Intenta tranquilizarte un poco, bufón —dijo Frode severamente.
Pero el pequeño comodín se contentó con echar una mirada desconfiada al viejo marinero.
—Supongo que se sentía intranquilo ante el gran espectáculo. Pero ahora es demasiado tarde para arrepentirse —dijo Comodín—, porque hoy se pondrán todas las cartas boca arriba. Y la verdad está en las cartas. No diré más. ¡Listo!
El pequeño payaso volvió a salir corriendo por la puerta. Frode se limitó a menear la cabeza.
—¿Quién es, en el fondo, la máxima autoridad de la isla? —pregunté—. ¿Tú o ese bufón?
—Hasta ahora he sido yo —contestó perplejo.
Al cabo de un rato, volvió a abrirse la puerta. Primero entró Comodín y se sentó solemnemente en una de las sillas altas junto a la pared larga. Nos hizo una señal, a Frode y a mí, para que nos sentáramos a su lado: Frode en el centro, con Comodín a su derecha, y conmigo a su izquierda.
—¡Silencio! —ordenó Comodín cuando nos sentamos, aunque ninguno de nosotros habíamos dicho ni pío.
Oímos de repente acercarse una hermosa música de flauta. Por la puerta, entraron con paso ligero todos los diamantes. En primer lugar, entró el pequeño Rey, le seguían Reina y Jota. Luego, todos los demás diamantes y, por último, hizo su entrada As. Todos, excepto Rey, tocaron un extraño vals con sus pequeñas flautas de vidrio. El sonido de estas flautas era tan tenue y frágil como el de los tubos más pequeños de un órgano. Todos llevaban ropa de color rosa, tenían el pelo fino y plateado, y los ojos azules y brillantes. Salvo Rey y Jota, todas eran muchachas.
—¡Bravo! —exclamó Comodín, y aplaudió. También lo hizo Frode, y yo me uní al aplauso.
Los diamantes se quedaron de pie en un rincón de la sala formando la cuarta parte de un círculo. Luego llegaron los tréboles, vestidos con uniformes azul marino. Reina y As llevaban vestidos del mismo color. Todos tenían el pelo rizado y marrón, la piel oscura y los ojos también marrones. Eran menos estilizados que los diamantes. De los tréboles, todos eran varones, excepto Reina y As.
Los tréboles se colocaron junto a los diamantes, formando así un semicírculo. A continuación entraron los corazones, con trajes color sangre. Entre ellos, sólo había dos varones: Rey y Jota, que llevaban un uniforme de color rojo oscuro. Los corazones tenían el pelo rubio, un sonrosado color de piel y los ojos verdes. Únicamente se distinguía de los demás As de Corazones. Llevaba el mismo vestido amarillo que cuando me encontré con ella en el bosque. Se colocó al lado de Rey de Tréboles. Los enanos formaron ya las tres cuartas partes de un círculo.
Finalmente, entraron los picas. Tenían el pelo negro y raído, los ojos muy negros y llevaban uniformes también negros. Sus hombros eran un poco más anchos que los de los demás enanos, y todos tenía una expresión de cara muy fiera. Solamente Reina y As eran mujeres. Ambas llevaban vestidos de color violeta.
As de Picas se colocó junto a Rey de Corazones y, así, los 52 enanos formaron un círculo completo.
—Qué extraño —murmuré.
—Así comienza todos los años la fiesta de Comodín —replicó Frode en voz baja—. Constituyen el año con las 52 semanas.
—¿Por qué As de Corazones lleva un vestido amarillo?
—Ella es el sol cuando está en el zenit, en pleno verano.
Entre Rey de Picas y As de Diamantes había un pequeño espacio vacío. Comodín se bajó de la silla y se colocó entre ellos. Con eso se completaba el círculo. Cuando Comodín miraba de frente, tenía ante sí a As de Corazones en el extremo opuesto del círculo.
Los enanos se cogieron de las manos y dijeron:
—¡Buen comodín! ¡Feliz año nuevo!
El pequeño bufón hizo una reverencia con un brazo, haciendo tintinear los cascabeles.
—¡No sólo ha finalizado un año! —dijo en voz muy alta—. Además, finalizamos una baraja entera de 52 años. El futuro es de Comodín. ¡Felicidades, hermano Comodín! ¡Es todo lo que tengo que decir! ¡Listo!
Y con ello, se dio la mano como felicitándose a sí mismo. Todos los enanos aplaudían, aunque, aparentemente, ninguno de ellos había entendido el discurso de Comodín. Finalmente, se sentaron alrededor de las cuatro mesas, de modo que cada familia estaba reunida en torno a una de ellas.
Frode puso una mano sobre mi hombro.
—No entienden gran cosa de todo esto —susurró—. Simplemente repiten, año tras año, la manera en la que yo solía colocar las cartas, formando un círculo, al comienzo de un nuevo año.
—Pero…
—¿Has visto cómo los caballos y los perros dan vueltas y vueltas en la pista de un circo, hijo mío? Lo mismo ocurre con estos enanos. Son como animalitos domados. Solamente Comodín…
—¿Sí?
—Nunca le había visto tan seguro y tan engreído como hoy.