TRES DE DIAMANTES

Así que también en el libro del panecillo se hablaba de una maldición de familia. Me parecía que ya empezaba a ser demasiado.

Nos paramos a comer en un merendero en el campo. Nos sentamos a una mesa, bajo unos árboles de grandes copas. A nuestro alrededor, había enormes extensiones plagadas de frondosos naranjos.

Comimos carne en pinchos y ensalada griega con queso de oveja. Cuando llegamos al postre, empecé a contar a mi viejo lo del calendario de la isla mágica. Naturalmente, no pude revelar su procedencia, así que me vi obligado a decir que me lo había inventado tumbado en el asiento de atrás.

Mi viejo estaba mudo de asombro. Empezó a hacer cálculos con un bolígrafo sobre la servilleta.

—52 cartas son 52 semanas, lo que hace un total de 364 días, exactamente como dices. Luego eran trece meses de 28 días, que también suman 364. En ambos casos, falta un día para completar el año…

—Y ése es el día de Comodín —dije.

—¡Demonios!

Mirando fijamente los naranjos, preguntó:

—¿Y cuándo naciste tú, Hans Thomas?

No entendí muy bien qué quería decir.

—El 29 de febrero de 1972 —contesté.

—¿Pero en qué día?

De pronto, se me iluminó la mente: Yo había nacido en un año bisiesto, lo que, de alguna manera, era como un día de Comodín, según el calendario de la isla mágica. ¿Cómo se me pudo haber pasado ese detalle durante la lectura?

—Día de Comodín —dije.

—¡Exactamente!

—¿Crees que es porque soy hijo de un comodín? ¿O crees que es porque yo mismo soy un comodín? —pregunté.

Mi viejo me miró muy serio y dijo:

—Por ambas cosas, claro. Yo tengo un hijo el día de Comodín. Y tú naces el día de Comodín. Todo está relacionado, ¿sabes?

No sé si le hizo mucha gracia que yo hubiera nacido el día de Comodín. Había algo en su voz que me hizo pensar que quizá empezara a tener miedo de que le hiciera la competencia en su papel de comodín.

Volvió rápidamente al calendario.

—¿Te lo acabas de inventar? —volvió a preguntar—. ¡Bueno! Cada semana tiene su carta, cada mes tiene su número de as a rey, y cada estación tiene uno de los cuatro palos. Lo puedes patentar, Hans Thomas. Que yo sepa, hasta la fecha no se ha inventado ningún calendario del bridge.

Se reía entre dientes mientras bebía el café. Dijo:

—Primero se usó el calendario juliano, y luego se pasó al gregoriano. Puede que haya llegado el momento de utilizar uno nuevo.

Al parecer, lo del calendario le había impresionado más que a mí. Siguió haciendo cálculos en la servilleta. Luego me miró con sus astutos ojos de comodín y dijo:

—Y eso no es todo…

Le miré y prosiguió:

—Si sumas todos los valores numéricos de un palo, suman 91. As es uno, rey trece, reina doce, etc. Pues sí, suman 91.

—¿91? —dije, sin entender a qué se refería.

Dejó el boli y la servilleta, y me miró fijamente.

—¿Cuántos son 91 por cuatro?

—Nueve por cuatro son treinta y seis… —dije—. ¡Jolín, tienes razón, son 364!

—¡Exactamente! La suma total de valores numéricos de una baraja es 364, además del comodín. Pero, luego, hay algunos años con dos días de Comodín. Quizá por ello hay dos comodines en la baraja, Hans Thomas. No puede ser una casualidad.

—¿Crees que la baraja está hecha así deliberadamente? —pregunté—. ¿Crees que es intencionado que haya tantos valores numéricos en la baraja como días en un año?

—No, tampoco es eso. Creo que esto es un ejemplo más de que la humanidad es incapaz de interpretar los signos visibles. Lo que ocurre es que, sencillamente, nadie se ha preocupado en sumar los valores de la baraja, aunque existan muchos millones de ellas.

Volvió a quedarse callado. De repente, su rostro se ensombreció.

—Pero veo un grave problema —dijo—. No va a ser fácil pedir comodines a la gente, si éste va a jugar un papel en el calendario.

Soltó una carcajada. Por lo visto, no estaba tan serio como yo había pensado.

En el coche, seguía riéndose entre dientes. Creo que todavía estaba pensando en el calendario.

Ya cerca de Atenas, vi de repente una gran señal de tráfico. Supongo que había visto la misma señal en otras ocasiones, pero ahora hizo que el corazón me diera un vuelco.

—¡Para! —grité—. ¡Para!

Mi viejo se asustó tanto que se echó a un lado de la carretera y frenó bruscamente.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó, volviéndose a mirarme.

—¡Sal! —dije—. ¡Tenemos que salir del coche!

Mi viejo abrió la puerta del coche y salió apresuradamente.

—¿Te mareas? —preguntó.

Señalé el cartel, que se encontraba sólo a unos metros de nosotros.

—¿No ves ese cartel?

Mi viejo estaba tan aturdido que debería haber sido más condescendiente con él, pero yo sólo pensaba en lo que ponía en el cartel.

—¿Qué pasa con ese cartel? —dijo mi viejo, pensando, seguramente, que me había vuelto completamente loco.

—Léelo.

—ATINA —leyó mi viejo algo más tranquilo—. Es griego, y significa Atenas.

—¿Eso es todo lo que ves? ¿Quieres hacerme el favor de leerlo al revés?

—ANITA —leyó.

No dije nada más, simplemente le miré muy serio.

—Pues sí, es curioso —admitió. Hasta ahora no se había encendido un cigarrillo.

Se lo tomó con tanta tranquilidad que me dio rabia.

—¿Curioso? ¿Es todo lo que tienes que decir? ¿No comprendes que eso significa que ella está aquí? Quiere decir que vino aquí. Fue atraída hasta aquí por su propia imagen reflejada en el espejo. Ése fue su destino. Supongo que ya lo entiendes.

Por alguna razón, había logrado enfadar a mi viejo.

—Intenta tranquilizarte un poco, Hans Thomas.

Era evidente que no le gustó ni lo del destino, ni lo del reflejo.

Cuando volvimos al coche dijo:

—A veces te pasas de la raya con todo ese… ingenio.

No creo que se refiriera solamente al cartel, sino también a enanos y extraños calendarios. Me pareció muy injusto, pues no era él el más indicado para criticar a los demás por su «ingenio». Además, no fui yo el que había empezado a hablar de maldición de familia.

De camino a Atenas, cogí el libro del panecillo y leí el capítulo sobre los preparativos para la fiesta de Comodín en la isla mágica.