A la mañana siguiente, me despertó el canto de un gallo. Por un momento, pensé que estaba en mi casa de Lübeck; pero, antes de despertarme del todo, me acordé del naufragio. Recordé que había empujado el bote salvavidas hasta la playa de una pequeña laguna rodeada por palmeras. Luego me había adentrado en la isla y me había dormido a la orilla de un gran lago. Al despertarme, había nadado entre un montón de pececillos de colores.
¿En ese lugar me encontraba ahora? ¿Había soñado con un viejo marinero que llevaba más de cincuenta años viviendo en la isla, y que además la había poblado con 53 enanos vivos?
Decidí pensar en la respuesta antes de abrir los ojos.
¡No podía ser simplemente un sueño! Me había acostado en la cabaña de Frode, que se encontraba en una colina por encima del pueblo…
Por fin abrí los ojos. Los dorados rayos del sol matutino penetraban en una oscura cabaña de troncos de madera. Entendí que lo que había vivido era tan real como el sol y la luna.
Me levanté y me pregunté: ¿Dónde está Frode? Al mismo tiempo, descubrí una cajita de madera sobre una repisa encima de la puerta de entrada.
La bajé y vi que estaba vacía. Seguramente se trataba de la caja que había contenido los naipes antes de la gran transformación.
La volví a dejar en su sitio y salí fuera. Allí estaba Frode, con las manos a la espalda mirando el pueblo. Me puse a su lado, pero ninguno de los dos dijimos nada.
Los enanos estaban ya ocupados en sus tareas. Tanto el pueblo como las colinas lindantes estaban bañadas por el sol.
—Día de Comodín… —dijo finalmente el anciano. Una expresión de preocupación ensombreció su rostro.
—¿Día de Comodín? —repetí.
—Desayunaremos aquí fuera, hijo. Tú siéntate, te traeré el desayuno.
Me señaló un banco junto a la pared de la cabaña con una mesa delante. También estando sentado había una magnífica vista. Unos enanos arrastraban un carro hacia la salida del pueblo. Eran tréboles, que se dirigían a su trabajo en el campo. Del gran taller salía el ruido de movimiento de materiales.
Frode volvió con pan y queso, leche de moluco y tuf caliente. Se sentó a mi lado y comenzó a contarme más cosas sobre los primeros tiempos en la isla.
—Pienso a menudo en esa época como la época de los solitarios —dijo—. Estaba todo lo solo que un ser humano puede estar. Quizá por eso no es tan extraño que 53 naipes se convirtieran poco a poco en un idéntico número de figuras imaginarias. Los naipes también jugaron un importante papel en el calendario que empleamos en esta isla.
—¿El calendario?
—Ah, sí. El año tiene 52 semanas, de manera que cada carta de la baraja tiene una semana.
—Siete por 52 —dije—. Son 364.
—Exactamente. Pero el año tiene 365 días. A ese día de diferencia lo llamamos día de Comodín. No pertenece a ningún mes, y tampoco a ninguna semana. Es un día añadido, en el que todo puede suceder. Cada cuatro años hay dos días de comodín.
—Qué astuto…
—Las 52 semanas… o «cartas», como yo las llamo, están repartidas en 13 meses, cada uno de 28 días. Porque 13 por 28 también son 364. El primer mes es As, y el último mes del año es Rey. Por tanto pasan cuatro años hasta que volvemos a tener dos días de Comodín. Se empieza con un año de diamantes, luego sigue el año de tréboles, luego el de corazones y finalmente el de picas. De ese modo, todas las cartas tienen su propia semana y su propio mes.
El viejo me miró fugazmente. Parecía sentirse a la vez avergonzado y orgulloso de su ingeniosa cronología.
—Suena un poco complicado al principio —dije—, pero me parece un invento muy ingenioso.
Frode asintió con la cabeza y dijo:
—En algo tuve que ocupar mi mente. Y luego, el año está dividido en cuatro estaciones: los diamantes en la primavera, los tréboles en el verano, los corazones en el otoño y los picas en el invierno. La primera semana del año es As de Diamantes, luego siguen los demás diamantes. El verano empieza con As de Tréboles, y el otoño con As de Corazones. El invierno se inicia con As de Picas y la última semana del año es Rey de Picas.
—¿En qué semana nos encontramos ahora?
—Ayer fue el último día de la semana del Rey de Picas, y a la vez, fue el último día del mes del Rey de Picas.
—Y hoy…
—… es el día de Comodín. O el primero de los dos días de Comodín. Se celebra con una gran fiesta.
—Qué extraño…
—Sí, querido compatriota. Ha sido extraño que tú hayas llegado a la isla justo en el momento de poner la carta de comodín… antes de empezar un año completamente nuevo y un nuevo período de cuatro años. Pero eso no es todo…
El viejo marinero se quedó ensimismado.
—¿Sí?
—Las cartas también se incluyeron en lo que sería la cronología de la isla.
—Ahora no te entiendo.
—Como ya te he dicho, di una semana y un mes a cada carta para poder llevar la cuenta de los días del año. El primer año que pasé en la isla lo llamé As de Diamantes. Luego siguió Dos de Diamantes, y luego todas las demás cartas, en el mismo orden que las 52 semanas del año. Pero te acordarás de que te dije que he vivido aquí en la isla durante exactamente 52 años.
—Ah…
—Acabamos de finalizar el año del Rey de Picas, marinero. Y más allá de esto no he pensado. Porque más de 52 años aquí…
—¿No entraba en tus cálculos pasar aquí más de 52 años?
—Supongo que no. Pero, hoy, Comodín inaugurará el año de Comodín y esta tarde se celebrará la gran fiesta. Los picas y los corazones están preparando el taller de carpintería para el gran acontecimiento. Los tréboles recogen frutas y bayas, y los diamantes decoran la sala con vidrio.
—¿Yo también voy a participar en la fiesta?
—Tú serás el invitado de honor. Pero debes saber algo más. Aún nos quedan algunas horas, marinero, y tenemos que aprovecharlas…
Echó bebida marrón en un vaso fabricado en el taller de vidrio. Bebí un pequeño sorbo, y el viejo continuó:
—La fiesta de Comodín se celebra al final de cada año, o si quieres, al principio de cada año nuevo. Pero sólo se hace un solitario cada cuatro años.
—¿Un solitario?
—Sí, cada cuatro años. Entonces se representa el gran juego de Comodín.
—Me temo que me lo tendrás que explicar mejor.
Carraspeó dos veces y prosiguió:
—Como ya te he dicho, cuando vivía solo en la isla, necesitaba algún pasatiempo. A veces iba carta por carta y hacía como si cada una «dijera» una frase. Luego, jugaba a intentar recordar de memoria todas las frases. Cuando logré aprender lo que decían todas las cartas, comenzó la segunda parte del juego, que consistía en barajarlas para reunir todas las frases. A menudo, componía una especie de relato, que, como comprenderás, estaba formado por frases que habían «inventado» las cartas, y que no tenían que ver unas con otras.
—¿Eso era el juego de Comodín?
—Bueno, supongo que en realidad era una especie de solitario con el que llenaba mi soledad. Pero fue el principio del gran juego de Comodín, que ahora se representa en el día de Comodín, cada cuatro años.
—¡Cuéntame!
—En el transcurso de los cuatro años de que consta cada período, cada uno de los 52 enanos debe pensar en una frase. A lo mejor resulta un poco exagerado, pero debes tener en cuenta que piensan muy lentamente. Además, tienen que aprendérselas de memoria y, para unos enanos casi carentes de razón, no resulta fácil recordar una frase entera durante tanto tiempo.
—¿Y en la fiesta de Comodín las recitan?
—Correcto. Pero eso es sólo la primera fase del juego. Luego, le toca el turno a Comodín, que no ha pensado en ninguna frase, pero que, mientras se recitan todas, está sentado en un sillón tomando notas. En el transcurso de la fiesta, debe barajar para que las frases de las figuras formen un conjunto. Coloca a los enanos por orden y cada uno debe repetir su frase, cada una de las cuales constituye ahora una minúscula parte de un gran cuento.
—¡Qué astuto! —dije.
—Sí, puede que sea astuto, pero también puede resultar bastante sorprendente.
—¿Qué quieres decir?
—Podría pensarse que lo que ocurre es que Comodín, como puede, intenta crear algo coherente partiendo de un caos, porque cada figura ha inventado su frase sin tener en cuenta al resto.
—¿Sí?
—Pero, sin embargo, da la impresión de que el conjunto, es decir, el cuento o el relato, existiera de antemano.
—¿De verdad?
—No lo sé. Pero, si es así, entonces los 52 enanos son en realidad algo muy distinto, y mucho más que simplemente 52 individuos. En ese caso, hay un hilo invisible que los une. Y eso no es todo.
—¡Continúa!
—Cuando jugaba con las cartas, al principio de encontrarme en la isla, también intentaba leerlas. Naturalmente, no era más que un juego. Pero pensaba que a lo mejor había algo de verdad en lo que tantas veces había oído decir a marineros, en muchos puertos del mundo: que una baraja puede decirnos algo sobre el futuro. Y es cierto que precisamente, en los días anteriores a la llegada a la isla de las primeras figuras (Jota de Tréboles y Rey de Corazones), justo estas cartas jugaron un papel predominante en muchos de los solitarios que hice.
—Curioso.
—No pensé en eso cuando empezamos con el juego de Comodín, tras la llegada de todas las demás figuras. ¿Pero sabes cuáles fueron las últimas frases del cuento de la anterior fiesta de Comodín, es decir, hace cuatro años?
—¿¡Cómo quieres que lo sepa!?
—Pues escucha: «Joven marinero llega al pueblo el último día del Rey de Picas. El marinero resuelve adivinanzas con jota de vidrio. Viejo maestro recibe importante comunicado de su país».
—Pero qué… qué extraño.
—No es que no haya parado de pensar en estas palabras durante los cuatro años, pero cuando apareciste en el pueblo anoche, que era el último día de la semana, del mes y del año de Rey de Picas, la vieja profecía me volvió a la mente. De alguna manera, se te estaba esperando, marinero…
De pronto se me ocurrió una cosa:
—«Viejo maestro recibe importante comunicado de su país» —repetí.
—¿Sí?
El viejo clavó su mirada en la mía.
—¿Dijiste que ella se llamaba Stine?
El viejo asintió con la cabeza.
—¿Y era de Lübeck?
Volvió a decir que sí.
—Mi padre se llama Otto. Se crió sin padre, pero su madre se llamaba Stine. Murió hace unos años.
—Es un nombre muy común en Alemania.
—Naturalmente… Mi padre era hijo «ilegítimo», como suelen decir, porque mi abuela lo tuvo sin estar casada. Estaba… comprometida con un marinero que desapareció en el mar. Ni él ni ella sabían que estaba embarazada cuando se vieron por última vez… Hubo muchos comentarios. Se hablaba de una fugaz relación con un marinero que había abandonado sus obligaciones…
—Hmm… ¿Y cuándo nació tu padre, chico?
—Creo…
—¡Contéstame! ¿Cuándo nació tu padre?
—Nació en Lübeck el 8 de mayo de 1791, hace algo más de 51 años.
—¿Y ese «marinero» era hijo de un maestro vidriero?
—No lo sé. La abuela no hablaba mucho de él, quizá debido a las habladurías de la gente. Lo único que nos contó a los nietos fue que él una vez, al partir de Lübeck, se subió a lo más alto de la jarcia del barco para decirle adiós, se cayó y se lastimó un brazo. Solía sonreír cuando lo contaba, porque toda la función se había hecho en honor a ella.
El viejo se quedó callado, mirando al pueblo.
—Ese brazo —dijo al final—, está más cerca de lo que piensas.
Se subió la manga de la chaqueta y me enseñó unas antiguas cicatrices en el antebrazo.
—¡Abuelo! —exclamé y me abracé a él.
—Hijo —exclamó. Y comenzó a sollozar junto a mi cuello—. Hijo… hijo…