Como de costumbre, me desperté antes que mi viejo, aunque no tardó mucho en empezar a desperezarse.
Decidí comprobar si era verdad que todas las mañanas se despertaba con un estallido, como había dicho el día anterior.
Llegué a pensar que a lo mejor tenía razón, porque, en el momento de abrir los ojos, tenía cara de asombro. Igual podría haberse despertado en un lugar muy diferente. En la India, por ejemplo, o en un pequeño planeta de otra galaxia.
—Eres un ser vivo —le dije—. En este momento te encuentras en Delfos, un lugar de la Tierra, que es un planeta vivo que por ahora gira alrededor de una estrella de la Vía Láctea. En dar una vuelta alrededor de la estrella, el planeta tarda unos 365 días.
Clavó su mirada en mí, como si tuviera que acostumbrar a sus ojos al cambio del País de los Sueños a la dura realidad exterior.
—Te agradezco la información —dijo—. Todo lo que acabas de decir, me lo digo todos los días antes de levantarme.
Se incorporó diciendo:
—Sería bueno que me susurraras esas palabras al oído cada mañana, Hans Thomas. Llegaría antes al baño.
Cerramos el equipaje rápidamente, desayunamos, y enseguida estuvimos de nuevo en el coche. Cuando pasamos por el recinto de los templos, mi viejo dijo:
—Es increíble lo ingenuos que eran.
—¿Por creer en el oráculo?
No contestó inmediatamente. Tuve miedo de que dudara de la palabra del oráculo sobre el encuentro con mamá en Atenas.
—Por eso también —dijo finalmente—. Pero piensa en todos esos dioses, Apolo y Asclepio, Atenea y Zeus, Poseidón y Dionisos. Durante cientos y cientos de años construyeron costosos templos de mármol para ellos. Por regla general, tuvieron que recorrer enormes distancias, arrastrando pesados bloques de mármol.
No entendía muy bien lo que estaba diciendo, pero sin embargo pregunté:
—¿Cómo puedes estar tan seguro de que esos dioses no existían? Puede que ya hayan desaparecido, o se hayan buscado otro pueblo ingenuo; pero durante algún tiempo anduvieron sobre esta tierra.
Mi viejo me miró a través del espejo.
—¿Eso crees, Hans Thomas?
—No estoy seguro —contesté—. Pero de alguna manera estuvieron en el mundo mientras la gente creía en ellos. Porque se ve lo que se cree. Y hasta que la gente comenzó a dudar de ellos, no envejecieron o se desgastaron.
—¡Bien dicho! —exclamó mi viejo—. Pero que muy bien dicho, Hans Thomas. Quizá tú también llegues a ser filósofo algún día.
Por una vez tuve la sensación de haber dicho algo tan sensato que incluso mi viejo tuvo que meditar sobre ello. Por lo menos, se quedó sentado sin decir nada.
En realidad, era como un engaño, porque yo no habría dicho nada de todo eso si no hubiera estado leyendo el libro del panecillo. Lo cierto es que no estaba pensando en los dioses de la antigua Grecia, sino en las cartas del solitario de Frode.
Pasó tanto rato sin que dijéramos una palabra que decidí sacar la lupa y el libro del panecillo. Pero, justo cuando iba a seguir leyendo, mi viejo paró el coche al lado de la carretera. Salió disparado del Fiat, se encendió un cigarrillo y miró un mapa.
—¡Aquí! —dijo—. Sí, tiene que ser aquí.
Bajo nosotros, a la izquierda, había una hondonada, pero no se veía nada que pudiera explicar ese repentino interés.
—Siéntate —dijo mi viejo.
Comprendí que me iba a dar otra de sus charlas, pero esta vez no me enfadé, pues sabía que era un hijo privilegiado.
—Allí fue donde Edipo mató a su padre —prosiguió, señalando la hondonada.
—Muy estúpido por su parte. ¿Pero de qué demonios estás hablando?
—El destino, Hans Thomas. Hablo del destino. O de la maldición de las familias, si quieres. Es algo que debería atañernos a nosotros dos en especial, que hemos viajado hasta este país para buscar a una esposa y madre perdida.
—¿Y tú crees en el destino? —me vi obligado a preguntar.
Mi padre tenía un pie en la piedra en la que yo estaba sentado, y un cigarrillo en la mano.
Negó con la cabeza.
—Pero los antiguos griegos sí creían en el destino. Y en que si alguien se rebelaba contra él, recibiría su merecido castigo.
Me sentí un poco culpable, y entonces empezó en serio:
—En Tebas, una ciudad por la que vamos a pasar dentro de poco, vivió el rey Layo con su esposa Yocasta. El oráculo de Delfos había dicho que Layo jamás debería tener hijos, porque si nacía un varón, éste mataría a su propio padre y se casaría con su madre. Cuando Yocasta, sin hacer caso de la profecía, tuvo un hijo, Layo optó por abandonarlo para que muriera de hambre o fuera devorado por animales salvajes.
—¡Qué bárbaro!
—Tienes razón, pero escucha. El rey Layo ordenó a un pastor que abandonara al niño en el campo. Para más seguridad, perforó los tendones de Aquiles del niño para que éste no pudiera moverse por las montañas o encontrar el camino de retorno a Tebas. El pastor hizo lo que el rey le ordenó, pero andando por las montañas con las ovejas, se encontró con un pastor de Corinto, ya que la casa real de Corinto tenía pastos por esos parajes. El pastor de Corinto sintió gran compasión por el pobre niño que o moriría de hambre o sería devorado por animales salvajes. Suplicó al pastor de Tebas que le dejara llevar al niño a su propio rey en Corinto. De ese modo, el niño se crió como príncipe de esta ciudad, porque los reyes de Corinto no tenían hijos. Le llamaron Edipo, que significa «pie hinchado», por el mal trato que había recibido en Tebas. Edipo creció y se convirtió en un hermoso joven, apreciado por todos. Pero nadie le contó que no era el verdadero hijo de los reyes. Una vez, en una gran fiesta apareció un huésped que murmuró que Edipo no era el hijo legítimo de los reyes…
—Y no lo era —dije yo.
—Exactamente. Pero cuando se lo preguntó a la reina, tampoco recibió una respuesta concreta. Entonces decidió visitar el oráculo de Delfos para aclarar el asunto. A la pregunta de si era el legítimo príncipe heredero de Corinto, Pitia contestó: «Sal de donde está tu padre, porque si vuelves a encontrarte con él lo matarás. Y luego te casarás con tu propia madre y engendrarás hijos con ella».
Di un silbido de asombro. Era la misma profecía que el oráculo le había hecho al rey de Tebas. Mi viejo continuó:
—Entonces Edipo no se atrevió a regresar a Corinto porque pensaba que el rey y la reina eran sus legítimos padres, así que se dirigió hacia Tebas. Cuando llegó exactamente al lugar donde estamos ahora, se encontró con un elegante caballero que iba en un magnífico carro tirado por cuatro caballos. Con él iban varios guardias que golpearon a Edipo para que dejara paso al carro. Edipo, que, como sabes, se había criado como príncipe heredero de Corinto, no estaba dispuesto a tolerar un trato así, y tras algunas vacilaciones, el trágico encuentro terminó con que Edipo mató al rico caballero.
—Que en realidad era su propio padre.
—Exactamente. Mató también a todos los guardias, pero el cochero logró escapar. Volvió a Tebas y contó que un león había matado al rey Layo. La reina y el pueblo de Tebas guardaron luto, pero había, además, otra cosa que preocupaba a los habitantes de la ciudad.
—¿El qué?
—Una esfinge, un monstruo enorme, con cuerpo de león y cabeza de mujer, que vigilaba el camino a Tebas. Mataba a todos los transeúntes que no sabían resolver los enigmas que les planteaba. Entonces, el pueblo de Tebas prometió que el que supiera resolver el enigma se casaría con la reina Yocasta y se convertiría en rey de Tebas, tras la muerte del rey Layo.
Volví a dar un silbido de asombro.
—Edipo, que pronto olvidó que había tenido que emplear la espada en el largo viaje, llegó al monte de la esfinge. La esfinge planteó a Edipo el siguiente enigma: «¿Quién anda a la vez sobre dos, tres y cuatro patas?».
Mi viejo me miró para comprobar si yo sabía la respuesta al difícil enigma. Me limité a negar con la cabeza.
—«El hombre», respondió Edipo: «Se mueve a cuatro patas por la mañana, camina erguido al mediodía y utiliza tres pies al atardecer», porque necesita bastón. Edipo había dado la respuesta correcta, lo cual fue tan terrible para la esfinge que se lanzó desde la montaña y cayó muerta. Debido a este suceso, Edipo fue recibido como un héroe en Tebas. Le dieron la recompensa prometida y se casó con Yocasta, que, como sabes, era su propia madre. Con el tiempo, tuvieron dos hijos y dos hijas.
—¡Qué demonios! —dije. No le había quitado ojo a mi viejo ni un solo instante. Pero, entonces, no pude dejar de echar un vistazo hacia aquel lugar, en que Edipo había matado a su padre.
—Pero la historia no termina aquí —continuó mi viejo—. Poco tiempo después, brotó una terrible peste en la ciudad. En aquellos tiempos, los griegos creían que ese tipo de desgracias se debía a la cólera de Apolo y que su enfado tendría alguna causa. Así que, una vez más, hubo que recurrir al oráculo de Delfos, con el fin de averiguar por qué el dios les había enviado esa terrible peste. Pitia respondió que deberían buscar al asesino del rey Layo. Si no lo encontraban, toda la ciudad moriría.
—¡Ostras! —dije a secas.
—Fue precisamente el rey Edipo el que hizo todo lo posible por encontrar al asesino de su antecesor. Él jamás había relacionado la pelea en el camino con el asesinato del rey Layo. Sin saberlo, el mismo Edipo era el asesino que debía aclarar su propio crimen. Lo primero que hizo fue preguntar a un vidente quién había matado al rey Layo, pero el hombre se negó a contestar, porque pensaba que la verdad era demasiado cruda. Pero Edipo, que quería hacer todo lo posible por ayudar a su pueblo, finalmente le sacó la verdad. El vidente le contó que el propio rey era el culpable. Aunque Edipo iba recordando lo que había sucedido en el camino, y finalmente tuvo que reconocer que había matado a un rey, no tenía aún ninguna prueba de que fuera el hijo del rey Layo. Pero Edipo era un hombre justo, que quería poner todas las cartas sobre la mesa. Al final logró confrontar al viejo pastor de Tebas con el de Corinto, y entonces se confirmó que él había matado a su propio padre y que había vivido en matrimonio con su propia madre. Cuando al final se dio cuenta de toda la verdad, se sacó los ojos. De alguna manera, había estado ciego todo ese tiempo.
Respiré hondo. La historia me pareció muy trágica y terriblemente injusta.
—Eso es lo que yo llamaría una verdadera maldición de familia —dije.
—Pero tanto el rey Layo como Edipo habían intentado varias veces huir del destino. Según los griegos, eso era totalmente imposible.
Cuando pasamos por Tebas, había un gran silencio en el coche. Creo que mi viejo iba meditando sobre la maldición de su propia familia, al menos no dijo ni pío.
Después de haber repasado a fondo la trágica historia del rey Edipo, saqué la lupa y el libro del panecillo.