REY DE TRÉBOLES

Con la garantía del oráculo de que encontraríamos a mamá en Atenas, fuimos a ver otras partes del recinto de los templos y llegamos a un viejo teatro con capacidad para cinco mil espectadores. Desde arriba, había una magnífica vista sobre el valle.

Mientras bajábamos, mi viejo dijo:

—Hay algo más que debo contarte sobre el oráculo de Delfos, Hans Thomas. Este lugar tiene un especial interés para filósofos como nosotros.

Nos sentamos en unos restos de templo. Resultaba curioso pensar que tenían más de dos mil años.

—¿Te acuerdas de Sócrates?

—No demasiado —tuve que admitir—. Supongo que era un filósofo griego.

—Correcto. Y voy a decirte lo que significa la palabra filósofo…

Yo sabía que esto era el principio de una pequeña conferencia, y, a decir verdad, me pareció demasiado, porque el sol quemaba tanto que sudaba como un pollo.

—Un «filósofo» es alguien que busca la sabiduría. Con ello no quiere decirse que un filósofo sea especialmente sabio. ¿Entiendes la diferencia?

Asentí.

—El primero que mostró eso en la práctica fue Sócrates. Andaba por la plaza de Atenas hablando con la gente, pero jamás les echaba sermones. Al contrario, hablaba con ellos para aprender. Porque «los árboles del campo no me pueden enseñar nada», decía. Pero se desilusionaba mucho cuando descubría que la gente a la que le gustaba presumir de saber muchísimo, no sabía gran cosa, o mejor dicho no sabía nada. Quizá supieran decirle los precios del vino y del aceite de oliva, pero no sabían nada de la vida. El mismo Sócrates decía que él sólo sabía una cosa: que no sabía nada.

—Entonces no era muy sabio.

—No saques conclusiones precipitadas —replicó mi viejo con tono severo—. Si dos personas no tienen ni idea de nada, pero una de ellas da a entender que sabe un montón, ¿quién de las dos te parece la más inteligente?

Tuve que admitir que el más sabio era el que no daba la impresión de saber más de lo que sabía.

—Entonces has entendido el punto clave. Lo que convirtió en filósofo a Sócrates era precisamente que le resultaba molesto no saber más sobre la vida y sobre el mundo. Se sentía completamente marginado.

Asentí con la cabeza.

—Una vez, un ateniense fue al oráculo de Delfos a preguntar a Apolo quién era el hombre más sabio de Atenas. El oráculo contestó que Sócrates. Al enterarse de esto, Sócrates se sorprendió muchísimo, porque pensaba que él no sabía gran cosa. Pero cuando fue a ver a todos aquellos que tenían fama de ser más sabios que él y les hizo algunas preguntas razonables, finalmente se dio cuenta de que el oráculo tenía razón. La diferencia entre Sócrates y todos los demás era que los demás estaban muy satisfechos con lo poco que sabían, aunque no sabían más que Sócrates. Y los que están satisfechos con lo que saben, nunca podrán ser filósofos.

Me pareció bastante sensato, pero mi viejo no había acabado aún. Señaló a los turistas que salían de los autocares como a borbotones abajo en el valle y subían por la ladera como gruesas filas de hormigas.

—Si entre toda esa gente hubiera al menos alguien que sintiera el mundo como algo maravilloso y misterioso…

Tomó un respiro antes de continuar:

—Allí abajo habrá unas mil personas, Hans Thomas. Si tan sólo una de ellas viviese la vida como una alucinante aventura, y con eso quiero decir vivirla día a día…

—¿Entonces, qué? —pregunté, porque de nuevo se había detenido en medio de una frase.

—Entonces él o ella sería un comodín de la baraja.

—¿Crees que hay aquí algún comodín?

Se incorporó con una expresión de resignación.

—¡No, señor! —dijo—. Evidentemente, no puedo estar completamente seguro, porque sí existen algunos comodines, pero la posibilidad es muy remota.

—¿Y tú? ¿Vives la vida como una aventura todos los días?

—¡Por supuesto!

La respuesta llegó tan pronta y tan concisa que no me atrevía a protestar.

Añadió:

—Cada mañana me despierto con un estallido. Es como si alguien me inyectara la sensación de estar vivo, de que soy un muñeco vivo en medio de la aventura. ¿Porque, quiénes somos, Hans Thomas? ¿Puedes decírmelo? Estamos remendados con una porción de polvo estelar. ¿Pero qué es eso? ¿De dónde demonios viene este mundo?

—Ni idea —contesté, sintiéndome tan marginado como Sócrates.

Mi viejo prosiguió:

—Y por la noche vuelvo a tener la misma sensación. Soy un ser humano solamente esta vez, pienso. Y no volveré jamás.

—Entonces, llevas una vida dura…

—Dura sí, pero muy emocionante. No necesito buscar castillos para ir a la caza de fantasmas. Yo mismo soy un fantasma.

—Y luego te preocupas cuando tu hijo ve un pequeño fantasma en la ventana del camarote.

No sé por qué dije eso, pero me pareció necesario recordarle lo que había dicho en el barco la noche anterior.

Simplemente se echó a reír.

—Supongo que podrás aguantarlo —se limitó a decir.

Lo último que dijo mi viejo sobre el oráculo de Delfos fue que los antiguos griegos habían grabado una inscripción en el gran templo: «Conócete a ti mismo».

—Pero siempre resulta más fácil decirlo que hacerlo —añadió.

Volvimos a bajar hacia la entrada. Mi viejo quería visitar un museo cercano para estudiar el famoso «ombligo del mundo», que estuvo en el templo de Apolo. Le rogué que me dejara quedarme fuera y, finalmente, pude sentarme a la sombra de un árbol a esperarle. Supuse que en aquel museo no había nada indispensable para mi educación.

—Puedes sentarte debajo de ese árbol —dijo señalando un tipo de árbol que no había visto jamás. Habría jurado que no era posible, pero el árbol estaba repleto de fresones rojos.

Naturalmente tenía mis razones secretas para no entrar en el museo: la lupa y el libro del panecillo me habían estado quemando el bolsillo durante toda la mañana. A partir de entonces, no dejé escapar ninguna oportunidad para seguir leyendo. Lo único que quería era no tener que levantar la vista del libro, hasta haberlo terminado del todo. Pero también tenía que ocuparme un poco de mi viejo.

Había empezado a pensar que el libro era una especie de libro de oráculo, que respondería al final a todas mis preguntas. No obstante, me resultaba estremecedor leer acerca del comodín de la isla mágica exactamente entonces, cuando acabábamos de hablar tanto sobre los comodines.