Lo primero que hizo mi viejo al desembarcar en el Peloponeso, fue comprar un número de la misma revista para mujeres que su tía había comprado en Creta.
Nos sentamos en una terraza del puerto y pedimos dos desayunos. Mientras esperábamos el café, el zumo y el insulso pan tostado con una cucharadita de mermelada de cereza aguada, comenzamos a hojear la revista.
—¡Caray! —exclamó de repente.
Me enseñó una foto a toda página de mamá. No estaba tan desnuda como las mujeres de la baraja que mi viejo había comprado en Verona, pero poco faltaba. Aunque mamá tenía una buena disculpa, ya que hacía publicidad de bañadores.
—Quizá demos con ella en Atenas —dijo mi viejo—. Pero va a resultar difícil llevárnosla a casa.
Debajo de la foto ponía algo, pero estaba escrito en griego, así que aparte de no entender el significado de las palabras, mi viejo tenía ciertos problemas con el alfabeto. Grecia aún no se ha preocupado por adoptar el modo europeo de escritura.
El desayuno ya estaba en la mesa, pero mi viejo aún no había tenido tiempo de probarlo, porque había cogido la revista y había empezado a preguntar a la gente que estaba sentada cerca si hablaba alemán o inglés. Al final tuvo suerte con unos jóvenes. Mi viejo les enseñó la foto de mamá y les pidió que tradujeran lo que ponía en letra pequeña. Los jóvenes me miraron, y todo el episodio resultó bastante penoso. Sólo esperaba que mi viejo no empezara a discutir con ellos y a decirles algo así como que estaban secuestrando a mujeres noruegas.
Mi viejo volvió con el nombre de una agencia de publicidad en Atenas.
—Nos estamos aproximando —dijo simplemente.
También había fotos de muchas otras mujeres en la revista, pero mi viejo sólo tenía interés por la foto de mamá. La separó con cuidado y tiró el resto de la revista en una papelera, más o menos como cuando tiraba una baraja totalmente nueva después de haberse quedado con el comodín.
El camino más corto a Atenas atravesaba la parte sur del gran golfo de Corinto y su famoso canal. Pero mi viejo nunca ha sido de los que cogen el camino más rápido si dando un rodeo se puede ver algo interesante.
Lo cierto era que tenía algo que preguntar al Oráculo de Delfos, lo que significaba tener que cruzar el golfo de Corinto con transbordador y luego llegar a Delfos, al norte de la bahía.
La travesía sólo duró media hora. Después de conducir unos veinte kilómetros, llegamos a una pequeña ciudad llamada Nafpaktos, donde nos paramos a tomar un café y un refresco en una plaza con vistas a un castillo.
Naturalmente, yo estaba pensando en lo que ocurriría cuando encontráramos a mamá en Atenas, pero también seguía obsesionado por lo que había leído en el libro del panecillo. No sabía cómo hablar con mi viejo de algunas de las cosas que me preocupaban, sin delatarme.
Mi viejo llamó al camarero para pedir la nota. Yo dije:
—¿Crees en Dios, viejo?
Se sobresaltó.
—¿No te parece un poco temprano? —preguntó.
No carecía de razón, pero no tenía ni idea de en dónde había estado yo esa madrugada, mientras él aún estaba en el País de los Sueños. ¡Si supiera…!, él que de vez en cuando hacía algún que otro truco de cartas, y albergaba algún pensamiento inteligente en su mente. Pero yo… yo había visto cómo una baraja, de repente, empezaba a volar bajo el cielo en forma de seres vivos de carne y hueso.
—Si realmente existe un dios —proseguí—, ese dios es muy hábil jugando al escondite con sus criaturas.
Mi viejo soltó una carcajada, pero comprendí que estaba totalmente de acuerdo.
—Quizá se asustara al ver lo que había creado —dijo—. Y luego se marchara dejándolo todo. ¿Sabes?, no es fácil saber quién se asustó más, si Adán o el Maestro. Yo creo que un acto de creación de esa clase asusta igual a ambas partes. Pero admito que al menos podría haber firmado su obra maestra antes de desaparecer.
—¿Firmar?
—Por lo menos, podría haber grabado su nombre en una roca o algo por el estilo.
—¿De modo que tú no crees en Dios?
—No he dicho eso. Acabo de decir que Dios está en el cielo riéndose de nosotros porque no creemos en él.
¿«Acabo de»?, pero si lo dijo en Hamburgo…
Continuó:
—Pero aunque no ha dejado ninguna tarjeta de visita, ha dejado el mundo. Creo que con eso basta.
Se quedó pensando un rato. Luego añadió:
—Érase una vez un astronauta y un neurocirujano rusos que discutían sobre religión. El neurocirujano era creyente, y el astronauta no. «He estado muchas veces en el espacio», presumió el astronauta, «pero jamás he visto ángeles». El neurocirujano se quedó boquiabierto, y luego dijo: «Yo he operado bastantes cerebros inteligentes, pero jamás he visto un pensamiento».
Ahora fui yo el que se quedó boquiabierto.
—¿Te acabas de inventar eso? —pregunté.
Negó con la cabeza:
—Era una de los chistes malos del profesor de filosofía de Arendal.
Lo único que había hecho mi viejo para conseguir un certificado de filósofo, fue el «examen philosophicum[5]» en la universidad popular de Arendal. Él ya había leído muchos libros sobre filosofía, pero el año anterior había recibido clases de Historia de la Filosofía, en Arendal.
A mi viejo no le bastó con escuchar al profesor en la clase, está claro. También se lo trajo a casa. «¡No iba a dejarle solo en el hotel!», dijo. Así que yo también lo conocí, hablaba por los codos, y estaba casi tan obsesionado como mi padre por las cuestiones trascendentales.
Mi viejo se quedó mirando el castillo. Dijo:
—Dios ha muerto, Hans Thomas. Y nosotros hemos sido sus asesinos.
Esa afirmación me pareció tan incomprensible y escandalosa que no me digné contestar.
Cuando dejamos atrás el golfo de Corinto, y comenzamos a subir la montaña camino de Delfos, atravesamos extensos olivares. Nos habría dado tiempo a llegar a Atenas ese mismo día, pero mi viejo opinaba que no se podía pasar por Delfos sin hacer una visita al viejo santuario.
Lo primero que hicimos al llegar a Delfos al mediodía, fue reservar una habitación en un hotel que estaba situado encima de la pequeña ciudad, con una maravillosa vista sobre el golfo de Corinto. Había muchos otros hoteles, pero mi viejo eligió el que ofrecía las mejores vistas sobre el mar.
Desde el hotel, atravesamos la ciudad para llegar al famoso lugar donde se levantaban los templos, situado a unos pocos kilómetros más al este. Conforme nos íbamos acercando a la zona de excavaciones, mi viejo hablaba cada vez más.
—A aquí vino la gente durante toda la Antigüedad para pedir consejo al oráculo de Apolo. Preguntaban de todo: con quién se casarían, a qué parte del mundo viajarían, cuándo deberían entrar en guerra con otros estados y por qué calendarios deberían guiarse.
—¿Pero en qué consistía el oráculo? —pregunté.
Mi viejo me contó que el dios Zeus había enviado dos águilas que debían atravesar la Tierra volando cada una desde un extremo. Se encontraron precisamente encima de Delfos, por lo que los griegos pensaron que era el centro del mundo. Luego llegó Apolo y, antes de poder establecerse en Delfos, tuvo que matar al peligroso dragón Pitón. Por ello su sacerdotisa se llamó Pitia. Ya muerto el dragón, se convirtió en una serpiente, que siempre acompañaría a Apolo.
No entendí gran cosa de lo que me contó, pues aún no me había explicado lo que era un oráculo. Nos estábamos acercando a la entrada del recinto de los templos. Estaba situado en una garganta, al pie del monte del Parnaso. En ese monte vivían las Musas, que concedían a los seres humanos sus habilidades artísticas.
Antes de entrar, mi viejo dijo que teníamos que beber de una fuente sagrada que estaba a poca distancia de la entrada y en la que todos los visitantes tenían que lavarse antes de entrar en el lugar sagrado. Añadió que, bebiendo de esa fuente, aumentaban la sabiduría y las habilidades artísticas.
Ya dentro del recinto de los templos, mi viejo compró un mapa donde podía verse cómo era ese lugar hace más de dos mil años. Ese mapa me resultó muy útil, porque lo único que quedaba en Delfos eran unas destartaladas ruinas.
Primero pasamos por los restos de las cámaras de los tesoros de las viejas ciudades Estado. Para pedir consejo al oráculo de Delfos, había que llevar regalos a Apolo. Esos regalos fueron conservados en edificios especiales que los diferentes Estados tuvieron que construir.
Cuando llegamos al gran templo de Apolo, mi viejo me explicó por fin lo que era el oracúlo.
—Lo que ves aquí, son los restos del gran templo de Apolo —empezó—. Dentro del templo había una piedra tallada que llamaban «ombligo» porque los griegos creían que este templo era el centro del mundo. Pensaban, además, que Apolo vivía dentro del templo, al menos durante ciertas épocas del año. Y a él era al que se pedía consejo. Hablaba por medio de la sacerdotisa Pitia, que se sentaba en una silla de tres patas colocada sobre una grieta de la tierra. De esa grieta, emanaban unos gases alucinógenos, necesarios para que Apolo pudiera manifestarse a través de Pitia. Al llegar a Delfos, había que entregar la pregunta a los sacerdotes, que a su vez la transmitían a Pitia. Lo que ella contestaba era tan confuso y ambiguo que los sacerdotes tenían que interpretar la respuesta a los que habían hecho la pregunta. De esa manera, los griegos podían sacar provecho de la sabiduría de Apolo, porque Apolo sabía todo, del pasado y del futuro.
—¿Qué pregunta vamos a hacerle?
—Vamos a preguntarle si encontraremos a Anita en Atenas —dijo mi viejo—. Tú serás el sacerdote que ofrece la pregunta, y yo seré Pitia, y transmitiré la contestación del dios.
Dicho esto, se sentó delante de las ruinas del famoso templo de Apolo y empezó a sacudir la cabeza y los brazos como si estuviera loco. Unos turistas franceses y alemanes retrocedieron asustados, pero yo pregunté muy serio:
—¿Vamos a encontrar a Anita en Atenas?
Al parecer, mi viejo estaba esperando a que obrasen en él los poderes de Apolo. Luego dijo:
—Joven de un país lejano… encontrarse con mujer hermosa… cerca del viejo templo.
Pronto volvió en sí. Estaba muy contento.
—Con eso basta, las respuestas de Pitia nunca han sido más precisas.
Yo no estaba de acuerdo en que la respuesta fuera lo suficientemente clara, porque ¿quién era el joven, quién era la mujer hermosa y dónde estaba el gran templo?
—Echemos a cara o cruz si vamos a encontrarla o no —dije—. Si Apolo es capaz de guiar tu boca, seguramente también será capaz de guiar una moneda.
Mi viejo aceptó la propuesta. Sacó una moneda de 20 dracmas; si salía cara, era que íbamos a encontrar a mamá en Atenas. Eché la moneda al aire y miré con gran expectación al suelo.
¡Salió cara! Una gran cara que nos miraba como si llevara miles de años en el suelo, esperando a que pasáramos por allí a descubrirla.