JOTA DE TRÉBOLES

Decidimos no desayunar a bordo, y esperar hasta desembarcar en Patras. Habíamos puesto el despertador a las siete, una hora antes de la llegada, pero yo me desperté a las seis.

Lo primero que vi fue la lupa y el libro del panecillo en la mesilla. Al ver aquella misteriosa cara frente a la ventana, me olvidé completamente del libro, así que mi viejo no lo había visto de pura casualidad.

El jefe seguía dormido. Desde que abrí los ojos, estaba pensando en lo que contaría Frode sobre los enanos de la isla. Así pues, leí un trozo más del libro, hasta que mi viejo empezó a hacer ruidos en la cama, como hacía siempre, justo antes de despertarse.

«En el mar, jugábamos mucho a las cartas. Yo tenía siempre una baraja metida en el bolsillo de la camisa, y precisamente una de esas barajas francesas fue lo único que traje a esta isla después del naufragio.

En mi soledad, los primeros años hacía muchos solitarios. Los naipes eran las únicas imágenes que podía contemplar. No sólo hacía los que había aprendido en Alemania y en el mar. Enseguida descubrí que con 52 cartas y todo el tiempo del mundo, no hay límites en la invención de solitarios y juegos. Con el tiempo, empecé a atribuir determinadas cualidades a cada una de las cartas, viéndolas como individuos pertenecientes a cuatro familias distintas. Los tréboles tenían la piel marrón, el pelo espeso y rizado, y eran de complexión fuerte. Los diamantes eran más delgados, más ligeros y más gráciles, tenían la piel casi blanca y su pelo brillaba como la plata. Y los corazones… pues los corazones eran precisamente un poco más cordiales que los demás. Tenían cuerpos rechonchos, las mejillas sonrosadas y el pelo rubio, abundante y rizado. Y finalmente los picas: de figura estilizada, aspecto autoritario, ojos penetrantes y pelo negro y escaso.

Empecé a imaginarme las figuras cuando hacía solitarios. Por cada carta que ponía, era como si soltara a un espíritu de una botella hechizada. Un espíritu, sí, porque no sólo variaba el aspecto de las figuras de cada palo, tenían además, cada uno, su genio y su talante. Los tréboles tenían una personalidad un poco más torpe y firme que los ambiguos y susceptibles diamantes. Los corazones eran más amables y más alegres que los huraños y coléricos picas. Pero también había grandes diferencias dentro de cada palo. Todos los diamantes eran muy vulnerables, pero Tres de Diamantes era la que se echaba a llorar con más facilidad. Todos los picas eran algo irascibles, pero el más irascible de todos era Diez de Picas.

De ese modo, fui creando, con los años, 52 individuos invisibles que de alguna manera vivían conmigo en la isla. En total fueron 53, porque Comodín llegaría a jugar un papel muy importante.

—¿Pero cómo…?

—No sé si eres capaz de imaginarte lo solo que me sentía. El silencio era infinito. Me topaba constantemente con animales; por las noches me despertaban los búhos y los molucos, pero no tenía a nadie con quien hablar. A los pocos días de estar aquí, empecé a hablar solo. Pasados unos meses, también empecé a hablar con las cartas. Unas veces, las colocaba en círculo a mi alrededor y jugaba a que eran personas de carne y hueso como yo. Otras veces, sólo sacaba una carta con la que mantenía largas conversaciones.

Con el uso, la baraja se fue desgastando y, al final, quedó tan deteriorada que estaba a punto de romperse. El sol había ido consumiendo los colores, y apenas podía distinguir ya la imagen de una carta de la de otra. Entonces metí los restos en una cajita de madera que he guardado hasta hoy. Pero las figuras seguían viviendo en mi conciencia. Hacía los solitarios en la cabeza, ya no me hacía falta la baraja. Es como cuando de pronto un día sabes sumar y restar sin utilizar el ábaco. Porque siete más seis son trece aunque no se vea con bolitas.

Continué hablando con mis amigos invisibles, y pronto tuve la sensación de que me contestaban, aunque sólo fuera en el pensamiento. Cuando dormía estaban más presentes que nunca, porque en mis sueños me veía casi siempre con las figuras de la baraja. Éramos como una pequeña comunidad. En mis sueños, las figuras decían y hacían cosas por su cuenta. De ese modo, las noches se me hacían un poco menos solitarias que los largos días. Entonces las cartas daban rienda suelta a su propia personalidad y correteaban por mi conciencia como verdaderos reyes y reinas, como personas de carne y hueso.

Con algunas de las cartas, entablé una relación más íntima. En los primeros tiempos, mantuve largas conversaciones con Jota de Tréboles. Con Diez de Picas también podía bromear, siempre y cuando él fuera capaz de controlar su genio.

Durante un período estuve enamorado en secreto de As de Corazones. Me sentía tan solo que conseguía enamorarme de mis propias imaginaciones. Me la imaginaba con un vestido amarillo, pelo largo, rubio y ojos verdes. Echaba mucho de menos a una mujer en la isla. En Alemania estaba comprometido con una chica que se llamaba Stine. Bueno, bueno, Stine perdió a su novio en el mar».

El anciano se acarició la barba y permaneció sentado un buen rato sin decir nada.

—Es tarde, hijo mío —dijo finalmente—. Estarás agotado después del naufragio. ¿Quieres que sigamos mañana?

—No, no —protesté—. Quiero oírlo todo.

—De acuerdo, claro que sí. Además tienes que saberlo antes de que vayamos a la fiesta de Comodín.

—¿La fiesta de Comodín?

—¡Eso! La fiesta de Comodín.

Se levantó y dio una vuelta por la habitación.

—Pero tendrás mucha hambre —dijo.

No pude negarlo. El anciano entró en una especie de despensa y sacó comida que colocó en unos hermosos platos de vidrio. Los puso sobre la mesa junto a la que estábamos sentados.

Pensaba que la comida de la isla era sencilla y pobre, pero resultó todo lo contrario. Frode puso primero una fuente con pan y bollos. Luego sacó diferentes quesos y patés y fue a por una jarra de leche de aspecto delicioso. Comprendí que era leche de moluco. Al final sirvió el postre: una fuente grande con diez o quince frutas distintas. Reconocí las manzanas, naranjas y plátanos. Las demás clases eran especialidades de la isla.

Cuando acabamos de comer, Frode reanudó su relato.

Tanto el pan como el queso sabían un poco distinto a lo que yo estaba acostumbrado. Lo mismo ocurría con la leche, era mucho más dulce que la leche de vaca. La mayor sorpresa en cuanto a sabores llegó, no obstante, con las frutas, porque algunas tenían un sabor tan sorprendente que me hacía dar pequeños gritos y saltar en la silla.

—En lo que a la comida se refiere, nunca he podido quejarme.

Cortó una rodaja de una fruta redonda, del tamaño de una calabaza. Por dentro, la carne era blanda y amarilla, como la de un plátano.

«Ocurrió una mañana», prosiguió. «Había soñado mucho por la noche. Al salir temprano de la cabaña, cuando el rocío aún cubría la hierba y el sol estaba saliendo por encima de las montañas, vi de repente dos figuras que venían hacia mí desde una ladera al este. Pensé que por fin recibía la visita de alguien en esta isla, y fui a su encuentro. El corazón me dio un vuelco cuando me acerqué y los reconocí: eran Jota de Tréboles y Rey de Corazones.

Primero pensé que estaba dormido y que este extraño encuentro no era más que un nuevo sueño. A la vez, estaba completamente convencido de que estaba despierto. Pero eso me sucedía a menudo cuando soñaba, así que no podía estar totalmente seguro.

Me saludaron como si ya nos conociéramos, lo que, en cierto modo, era verdad.

—Hace un día muy bueno, Frode —dijo Rey de Corazones.

Ésas fueron las primeras palabras pronunciadas en esta isla por alquien que no era yo.

—Debemos hacer hoy algo útil —dijo Jota.

—Ordeno que construyamos una nueva cabaña —dijo el rey.

Y eso hicimos. Las primeras noches, los dos durmieron conmigo en esta casa. Al cabo de unos días, pudieron meterse en una cabaña nueva, un poco más abajo de la mía.

Se convirtieron en mis amigos y en mis iguales, con una única diferencia importante: nunca reconocieron que no habían estado en esta isla durante todos los años que yo llevaba viviendo en ella. Había algo dentro de ellos que les impedía entender que en realidad eran producto de mi imaginación. Lo mismo ocurre con todos los productos de la imaginación, claro está. Nada de lo que creamos en nuestra imaginación es consciente de sí mismo. Pero esas imaginaciones no fueron precisamente como otras imaginaciones. Habían recorrido el inexplicable camino del espacio creativo dentro de mi propia mente, hasta el espacio creado al aire libre bajo el cielo».

—¡Es… imposible! —dije sobresaltado.

Pero Frode no me hizo caso.

«Poco a poco se sumaron más figuras a las dos primeras. Lo más curioso era que los más viejos nunca parecían reaccionar ante la llegada de nuevas figuras. Es como cuando dos personas que viven en la misma casa se encuentran por el pasillo. Ninguna de ellas necesita hacer gestos o decir algo por el mero hecho de cruzarse con la otra.

Los enanos hablaban entre ellos como si se conocieran desde hacía mucho tiempo. Y, en cierto modo, era verdad: habían convivido en esta isla durante muchos años, mientras yo soñaba, dormido o despierto, que las figuras hablaban entre ellas.

Una tarde que estaba talando árboles en el bosque justo en este lugar, me encontré por primera vez con As de Corazones. Creo que se encontraba más o menos en el centro de la baraja, que no fue ni de las primeras ni de las últimas que salieron, quiero decir. Al principio no me vio, iba sola, canturreando una hermosa melodía. Me detuve y se me saltaron las lágrimas, porque me acordé de Stine.

Me armé de valor y la llamé.

—As de Corazones —murmuré.

Entonces me vio y se acercó. Me abrazó y dijo:

—Gracias por haberme encontrado, Frode. ¿Qué haría yo sin ti?

Era una pregunta muy oportuna. Sin mí, no habría podido hacer nada. Pero ella no lo sabía. Y no debe saberlo nunca.

Su boca era tan roja y tan suave que me entraron ganas de besarla, pero hubo algo que me retuvo.

Conforme iban llegando más figuras a la isla, les hacíamos nuevas casas. Así, se construyó un pueblo entero a mi alrededor. Ya no me sentía solo. Pronto formamos una pequeña comunidad, en la que todo el mundo tenía una misión que cumplir.

Hace ya treinta o cuarenta años que el solitario está completo, con sus 52 figuras. Sólo había una excepción: Comodín llegó mucho más tarde. No apareció en la isla hasta hace dieciséis o diecisiete años. Fue un alborotador que alteró nuestra armonía, justo cuando todos nos habíamos acostumbrado a nuestra nueva vida. Pero eso podrá esperar hasta más adelante. Mañana será otro día, Hans. Si la vida en esta isla me ha enseñado algo, es que siempre hay otro día…».

Lo que Frode contó era tan increíble que, hasta hoy, recuerdo cada palabra.

¿Cómo era posible que 52 imágenes soñadas dieran de pronto un salto e irrumpieran en la realidad como personas de carne y hueso?

—No… no es posible —volví a murmurar.

Frode insistió:

«En el transcurso de unos años, todas las cartas de la baraja habían logrado salir de mi conciencia y aparecer en la isla donde yo me encontraba. ¿O era yo quien había hecho el camino al revés? También ésa era una posibilidad que no podía descartar.

Aunque he vivido rodeado de todos esos nuevos amigos durante muchísimos años, aunque juntos hemos construido el pueblo, cultivado la tierra, preparado y degustado la comida, jamás he dejado de preguntarme si las figuras que me rodeaban eran reales.

¿Sería yo el que había entrado en el eterno mundo de los sueños? ¿Me había perdido, no sólo en una gran isla, sino también en mi propia imaginación? Y si éste era el caso: ¿Volvería a encontrar el camino de vuelta a la realidad alguna vez?

Hasta que Jota de Tréboles no te llevó a la fuente y te vi, no pude estar totalmente seguro de que la vida que estaba viviendo era real. Porque ¿no serás tú un nuevo comodín en la baraja; verdad, Hans? ¿No te habré soñado a ti también, no?».

El anciano me dirigió una mirada suplicante.

—No, no —me apresuré a decirle—. A mí no me has soñado. Discúlpame por dar la vuelta a la pregunta: si no eres tú quien está dormido, tendré que ser yo. Puede que sea yo el que esté soñando todas esas cosas tan irreales que me estás contando.

De repente, mi viejo se movió en la cama. Me levanté de un salto, me puse los pantalones y puse el libro del panecillo a salvo en uno de los bolsillos.

No se despertó del todo enseguida. Me acerqué a la ventana y aparté las cortinas. Ya se divisaba tierra, pero no le di mucha importancia, pues mis pensamientos estaban en otra parte, y en otra época.

Si era verdad lo que Frode estaba contando a Hans el Panadero, lo que yo estaba leyendo era el juego de magia más increíble del mundo. Sacar por arte de magia una baraja completa era en sí bastante impresionante, pero convertir a las 52 cartas en seres vivos sobre la Tierra, era magia a un nivel totalmente distinto.

De ahí en adelante dudaría una y otra vez de todo lo que leyera en el libro del panecillo. Al mismo tiempo, desde entonces observo el mundo, y a todos los seres que lo habitan, como un gran juego de magia.

Pero si el mundo es un gran juego de magia, también tiene que haber un gran prestidigitador. Espero descubrirlo algún día, pero no es fácil descubrir un truco cuando el prestidigitador ni siquiera aparece en el escenario.

Mi viejo se puso como loco cuando levantó la cortina y vio que nos estábamos acercando a tierra.

—Pronto estaremos en el país de los filósofos —dijo.