Dejé la lupa y el libro del panecillo en la mesilla y comencé a dar vueltas por el camarote pensando en lo que acababa de leer.
Frode había vivido en esa extraña isla durante 52 largos años, y allí se había encontrado un buen día con los apáticos enanos. ¿O habrían llegado de repente a la isla mucho tiempo después que Frode?
Lo que estaba claro es que tenía que haber sido Frode el que había enseñado a los diamantes el arte de soplar el vidrio, a los tréboles a cultivar la tierra, a los corazones a hacer pan y a los picas el oficio de carpinteros. ¿Pero quiénes eran los enanitos?
Sabía que a lo mejor obtenía la respuesta a mis preguntas si continuaba leyendo, pero no estaba del todo seguro de atreverme a seguir, estando solo en el camarote.
Aparté la cortina de la ventana y me encontré directamente con una carita al otro lado del cristal. ¡Era el enano! Estaba sobre la cubierta mirándome fijamente.
Todo esto no duró más que breves segundos. En cuanto se dio cuenta de que lo había descubierto, salió corriendo y desapareció.
Me entró tal miedo que me quedé de pie, totalmente rígido, sin poder moverme. Lo único que hice inmediatamente fue volver a correr la cortina. Al cabo de un rato, me tumbé en la cama y me eché a llorar.
No se me ocurrió que podía salir del camarote e ir a buscar a mi viejo al bar. Tenía tanto miedo que lo único que quería era esconder la cabeza bajo la almohada y, en realidad, ni a eso me atrevía.
No sé cuánto tiempo estuve allí llorando. Mi viejo debió de oír mis gritos desde el pasillo, porque abrió la puerta violentamente y entró como un loco.
—¿Qué te pasa, Hans Thomas?
Me dio la vuelta e intentó abrirme los ojos.
—El enano… —sollocé—. He visto al enano por la ventana… Estaba allí… mirándome.
Me pareció que mi viejo se había temido algo aún peor, porque me soltó inmediatamente y empezó a dar vueltas por el camarote.
—Lo que dices es una tontería, Hans Thomas. No hay ningún enano a bordo de este barco.
—Pues lo he visto —insistí.
—Viste a un hombre bajo. Seguramente era un griego.
Al final, mi viejo casi logró convencerme de que me había equivocado. Al menos consiguió tranquilizarme. Pero yo puse una condición a cambio de dejar de hablar del asunto: tuvo que prometerme que preguntaría a la tripulación si había algún enano a bordo.
—¿Crees que reflexionamos demasiado? —preguntó mientras yo seguía sollozando de vez en cuando.
Dije que no con la cabeza.
—Primero, buscaremos a mamá en Atenas —prosiguió—; dejemos para más adelante la solución de los enigmas de la vida. No son urgentes, pues nadie va a robarnos el proyecto mientras.
Me miró de nuevo y continuó:
—Interesarse por quiénes son los seres humanos y de dónde viene el mundo, es un hobby tan rarísimo que, prácticamente, somos los únicos que lo tenemos. Los que nos interesamos por esas cosas vivimos tan dispersos que ni siquiera nos hemos preocupado de crear nuestra propia asociación.
Cuando por fin dejé de llorar, echó como medio centímetro de aguardiente en un vasito. Añadió agua y me lo dio.
—Bebe esto, Hans Thomas. Así dormirás bien esta noche.
Di un par de sorbos. Me supo tan asqueroso que no pude entender cómo mi padre iba siempre por ahí en busca de esas cosas.
Cuando mi viejo se disponía a acostarse, saqué el comodín que había pedido a la señora americana y dije:
—Te lo regalo.
Lo cogió y lo estudió detenidamente. No creo que fuera un ejemplar muy raro, pero era el primer comodín que yo le regalaba.
Me lo agradeció con un truco de cartas. Metió el comodín en una baraja que encontró entre el equipaje. A continuación, la dejó sobre la mesilla y sacó del aire el mismo comodín.
Seguí todo muy atentamente y hubiera jurado que había metido el comodín en la baraja. Quizá sacudiera la carta de la manga de su chaqueta. ¿Pero cómo había llegado hasta allí?
No era capaz de entender cómo algo podía, sin más, surgir de la nada.
Mi viejo cumplió su promesa y preguntó a la tripulación sobre el enano, pero le aseguraron que no había ninguno a bordo. Entonces tendría que ser lo que yo me temía: el enano era un polizón.