Durante el desayuno, mantuvimos una conversación bastante filosófica. Mi viejo sugirió en broma que secuestráramos el barco y que interrogáramos a todos los pasajeros para averiguar si alguno de ellos sabía algo que pudiera aclarar el misterio de la vida.
—Ésta es una oportunidad única. Este barco es como la humanidad en miniatura. Somos más de mil pasajeros, procedentes de todas partes del mundo. Pero todos estamos a bordo del mismo barco; a todos nos levanta la misma quilla…
Señaló el comedor y añadió:
—Entre tanta gente, tiene que haber alguien que sepa algo que los demás no sabemos. ¡Con tantas cartas buenas en la mano, debe haber al menos un comodín!
—Hay dos —dije mirándole. Su sonrisa me dio a entender que había captado bien mi mensaje.
Por fin dijo:
—En realidad deberíamos coger a todos los pasajeros y preguntarles uno por uno si saben por qué vivimos. A los que no supieran contestar, los tiraríamos por la borda.
—¿Y qué pasará con los niños? —pregunté.
—Aprobarán con notas excelentes.
Decidí hacer algunas investigaciones en el transcurso de la mañana. Primero me bañé mucho rato en la piscina, mientras mi viejo leía un periódico alemán, y luego me senté en la cubierta a mirar a la gente.
Unos se untaban grasientas cremas bronceadoras, otros leían libros de bolsillo en francés, inglés, japonés o italiano. Otros hablaban sin parar mientras tomaban cerveza o bebidas rojas con cubitos de hielo. También había algunos niños. Los mayores estaban tomando el sol como los adultos, los medianos correteaban por la cubierta tropezando con bolsos y bastones, los más pequeños estaban sentados sobre las rodillas de los mayores, y un bebé estaba mamando del pecho de su mamá. Tanto la madre como el bebé se comportaban con la misma naturalidad que si se encontraran en la cocina de su casa en Francia o Alemania.
¿Quiénes eran todas esas personas? ¿Cómo habían nacido? Y sobre todo: ¿Habría alguien, aparte de mi viejo y yo, que se hiciera esas mismas preguntas?
Me quedé sentado, mirándolos uno por uno, para averiguar si había algo que los delatara. Si, por ejemplo, hubiera un dios que decidiera todo lo que decían y hacían, una exhaustiva observación de sus comportamientos podría dar buenos resultados.
Podía sacar provecho de una importante ventaja: si lograra encontrar un interesante objeto de investigación, éste no podría escapárseme hasta que llegáramos a Patras. De esta forma, sería más fácil estudiar a las personas del barco que a pulgones hiperactivos o ágiles cucarachas.
Algunos de los pasajeros movían los brazos, otros se levantaban de las tumbonas para estirar las piernas, un señor mayor se quitó y se puso las gafas cuatro o cinco veces en sólo un minuto.
Era evidente que esas personas no eran conscientes de todos sus actos. No reparaban en ninguno de sus movimientos, lo que indicaba que estaban más vivos que conscientes.
Me pareció especialmente interesante estudiar cómo esas distintas personas movían sus párpados. Todo el mundo parpadeaba, naturalmente, pero nadie lo hacía con la misma frecuencia. Resultaba curioso ver cómo los pequeños pliegues de la piel de encima de los ojos se movían por su cuenta hacia arriba y hacia abajo. En una ocasión había visto parpadear a un pájaro. Daba la impresión de que llevaba incorporada una máquina que regulaba el parpadeo. Ahora me parecía que la gente del barco parpadeaba de un modo igual de misterioso.
Algunos alemanes con enormes barrigas me recordaban a las morsas. Estaban echados en las tumbonas con un gorro blanco sobre la frente. Lo único que hacían en toda la mañana era untarse crema bronceadora. Mi viejo los llamaba «alemanes de bratwurst». Yo pensé que venían de un lugar de Alemania llamado Bratwurst, pero mi viejo me explicó que los llamaba así porque siempre estaban comiendo una salchicha muy gorda que se llama «bratwurst».
Yo me preguntaba en qué podía estar pensando un «alemán de bratwurst» tumbado al sol. Llegué a la conclusión de que estaba pensando en «bratwurst». Por lo menos, no había nada que indicara que estuviera pensando en otra cosa.
Seguí con mis investigaciones filosóficas hasta por la tarde. Mi viejo y yo habíamos acordado no seguirnos las huellas todo el día, así que tenía permiso para moverme libremente por el barco. Lo único que tuve que prometerle fue que no saltaría por la borda.
Mi viejo me había dejado sus prismáticos. De vez en cuando, observaba a escondidas a algún pasajero. Resultó muy emocionante, porque tenía que cuidarme bien de no ser descubierto.
Lo más grave que hice, fue seguir a una señora americana que estaba tan loca que pensé que a lo mejor podría darme una explicación de lo que era el ser humano.
La pillé escondiéndose en un rincón del salón. Miró hacia atrás, para estar segura de que nadie la veía. Yo me había metido debajo de un sofá, mirando hacia arriba, y nadie me descubrió. Sentía un cosquilleo en el estómago, pero la verdad es que no temía por mí, sino por ella. ¿Qué secretos ocultaría?
Al final, pude ver que sacaba del bolso un estuche de cosmética verde, del que extrajo un pequeño espejo. Primero, se miró desde todos los ángulos posibles, luego se pintó los labios.
Comprendí inmediatamente que lo que acababa de ver podría tener cierta importancia para un filósofo, pero ahí no acabó todo: cuando terminó de maquillarse, empezó a sonreírse a sí misma y, justo antes de volver a meter el espejo en el bolso, levantó una mano y se saludó a través del espejo, mientras sonreía abiertamente y se guiñaba un ojo.
Cuando desapareció del salón, me quedé agotado en mi escondite.
¿Cómo era posible que se saludara a sí misma? Tras algunas reflexiones filosóficas, llegué a la conclusión de que esa señora era tan rara porque quizá fuera una dama comodín. Porque, si se saludaba a sí misma, lo que está claro es que era consciente de que existía. De esa manera, era dos personas al mismo tiempo. Era a la vez la señora que estaba en el salón pintándose los labios y la que se saludaba desde el espejo.
Yo sabía que, en realidad, no está permitido hacer experimentos con seres humanos, así que no seguí a nadie más. Pero cuando por la tarde volví a ver a la señora jugando al bridge, me dirigí a ella y le pregunté en inglés si me daba el comodín.
—No problem —dijo, y me lo dio.
Levanté una mano y la saludé a la vez que le guiñaba un ojo. Se quedó tan perpleja que casi se cae de la silla. A lo mejor se preguntaba si yo conocía su pequeño secreto.
Ésa fue la primera vez en mi vida que pedí un comodín por mi cuenta.
Mi viejo y yo habíamos quedado en vernos en el camarote antes de cenar. Sin darle muchas explicaciones, le conté que había hecho algunas observaciones importantes, y durante la cena mantuvimos una interesante discusión acerca del ser humano.
Yo dije que me parecía curioso que los seres humanos, que somos tan listos para muchas cosas, como por ejemplo la exploración del espacio y la composición de los átomos, no sepamos más sobre nosotros mismos. Entonces mi viejo dijo algo tan inteligente que creo que puedo recordarlo palabra por palabra:
—Si nuestro cerebro fuera tan sencillo como para poder entenderlo, seríamos tan tontos que, de todos modos, no lo podríamos entender.
Me quedé un buen rato meditando sobre esta frase. Al final, llegué a la conclusión de que la frase decía más o menos todo lo que podía decirse sobre la pregunta que yo había hecho.
Mi viejo continuó:
—Porque hay cerebros mucho más simples que el nuestro. Por ejemplo, podemos, al menos hasta cierto punto, entender cómo funciona el cerebro de una lombriz. Pero la lombriz no puede; para eso, su cerebro es demasiado simple.
—Puede que haya un dios que nos entienda.
Mi viejo se sobresaltó. Creo que le impresionó un poco que yo fuera capaz de hacer una pregunta tan astuta.
—Puede ser. Pero, en ese caso, él sería tan enormemente complicado que seguramente no sería capaz de entenderse a sí mismo.
Hizo señas al camarero para pedirle una cerveza con la comida. Siguió filosofando hasta que se la trajeron. Mientras el camarero echaba la cerveza en el vaso, dijo:
—Si hay algo que no entiendo, es por qué Anita nos dejó.
Me llamó la atención que de repente utilizara su nombre, ya que solía decir «mamá», como yo.
Mi viejo hablaba tanto de mamá que a veces me hartaba. Yo la echaba de menos tanto como él o más, pero me parecía mejor echarla de menos cada uno por nuestra cuenta que echarla de menos los dos juntos.
Añadió:
—Me parece que entiendo más de la composición del espacio que de las razones por las que esa mujer simplemente se fue, sin dar una clara explicación de por qué desapareció.
—Quizá ella misma tampoco lo entendiera —repliqué.
Después de cenar, dimos un paseo por el barco. Mi viejo señalaba a los oficiales y a la tripulación, explicándome el significado de los distintos galones e insignias. Yo no pude evitar pensar en una baraja.
Un poco más tarde, mi viejo me confesó que tenía la intención de darse una vueltecita por el bar. Pensé que era mejor no iniciar ninguna discusión al respecto, y le dije que prefería volver al camarote a leer mis tebeos.
Creo que le pareció bien quedarse un rato a solas, y yo, por mi parte, estaba ya pensando en lo que le contaría Frode a Hans el Panadero.
Por supuesto, no tenía ninguna intención de leer tebeos del Pato Donald. Quizá fuera ése el último verano en que me gastara dinero en ese tipo de comics.
Al menos ese día aprendí una cosa: ya no era sólo mi viejo el que filosofaba. Yo también había empezado a hacerlo.