Me quedé leyendo el libro del panecillo hasta muy tarde. A la mañana siguiente, cuando me desperté, me incorporé de un salto en la cama. La lámpara de encima de la mesilla seguía encendida. Debí de quedarme dormido con la lupa y el libro entre las manos.
Respiré aliviado al ver que mi viejo todavía estaba dormido. Encontré la lupa sobre la almohada, pero no veía el libro del panecillo por ninguna parte. Al final, lo encontré debajo de la cama. Me apresuré a esconderlo en el bolsillo del pantalón.
Después de haber eliminado todas las huellas, me levanté.
Lo que había leído antes de quedarme dormido era tan indignante que me sentía muy desasosegado.
Aparté las cortinas y miré por la ventana; no se veía más que mar por todas partes. Excepto algún que otro velero, no había ningún barco. El sol estaba a punto de salir. La aurora era como una estrecha franja entre el cielo y el mar.
¿Cuál sería la explicación al misterio de los enanos en la isla mágica? Evidentemente, no podía estar seguro de que todo lo que ponía en el libro del panecillo fuera cierto, aunque todo lo que había leído sobre Ludwig y Albert en Dorf me había parecido muy real.
En mi opinión, no cabía ninguna duda de que, tanto la bebida púrpura, como todos los pececitos de colores, procedían de la isla a la que Hans el Panadero había llegado. Yo mismo había visto con mis propios ojos una pequeña pecera en la panadería de Dorf. No probé ninguna bebida púrpura, pero el viejo panadero me dio una botella de refresco de pera y me habló de una bebida mucho mejor…
Sin embargo, todo podía ser un invento. Tal vez esa bebida no existiera, y todo lo que ponía en el libro del panecillo fuera mentira. Tampoco era tan extraño que el panadero de Dorf quisiera adornar su escaparate con un pececillo de colores. Pero sí era bastante curioso que metiera un minúsculo libro dentro de la masa de un panecillo y que luego lo regalara, metido en una bolsa de papel, a un forastero que casualmente pasaba por allí. Y, en cualquier caso, escribir un libro entero con una letra tan pequeña, era una verdadera hazaña. Y sobre todo no podía olvidar que, justo antes, un misterioso enano me había regalado una lupa.
Aunque todos esos detalles concretos no me preocupaban demasiado esa mañana. Me sentía indignado por una razón muy distinta. De repente, me había dado cuenta de que los seres humanos eran tan inconscientes como esos apáticos enanos de la isla mágica.
Vivimos nuestras vidas en un cuento maravilloso, pensé. Pero, sin embargo, a la mayoría de la gente, el mundo le parece algo «normal». Por otra parte, se pasan la vida buscando algo «anormal», como por ejemplo ángeles o marcianos, porque no comprenden que el mundo, por sí mismo, es ya un misterio. Yo mismo me sentía completamente diferente. El mundo me pareció un sueño extraño. Y estaba buscando una explicación razonable a todo eso.
Mientras estaba viendo cómo el cielo se ponía cada vez más rojo y luego cada vez más claro, noté una sensación que jamás había experimentado, y que, desde entonces, nunca me ha abandonado.
Así, de pie, delante de la ventana, me sentí como una criatura misteriosa que estaba viva, pero que no sabía nada de sí misma. Sentí que era un ser vivo sobre un planeta en la Vía Láctea. Seguramente lo había sabido siempre, porque, con la educación que había recibido, no era fácil cerrar los ojos a tales hechos pero entonces lo sentí por primera vez en mi propio ser. Era algo que se había metido en cada célula de mi cuerpo.
Viví mi propio cuerpo como algo sorprendente y ajeno. ¿Cómo podía estar en ese camarote, teniendo esos pensamientos tan extraños? ¿Cómo era posible que me crecieran la piel, el pelo y las uñas? ¡Por no decir los dientes! No encontré ningún sentido al hecho de que dentro de mi boca creciese esmalte y marfil, a que todo eso formara parte de mi ser. Pero supongo que la gente no piensa en esas cosas hasta que se ve obligada a ir al dentista.
Me pareció un misterio cómo los seres del mundo pueden, simplemente, vagar por la Tierra, sin preguntarse, a cada momento, quiénes son y de dónde vienen. ¿Cómo podía ser la vida de este planeta algo ante lo que se cerraban los ojos o algo que, sencillamente, se daba por sentado?
Todos estos pensamientos y sensaciones que me invadían me entristecían y me alegraban al mismo tiempo. Me hicieron sentirme solo, pero era una soledad reconfortante.
De todos modos, me alegré mucho cuando mi viejo de repente emitió un rugido de león. Antes de que le hubiera dado tiempo a poner los pies en el suelo, pensé que ciertamente era importante tener los ojos abiertos a todo, pero que no había nada tan importante como estar con un ser querido.
—¿Ya estás levantado? —preguntó.
Miró por la ventana justo en el momento en el que el sol salía por encima del mar.
—Y el sol también —le contesté.
Así comenzó la mañana del día que íbamos a pasar entero en el mar.