SEIS DE TRÉBOLES

Continué andando por el espeso bosque y pronto llegué a un paisaje abierto. Al pie de una ladera cubierta de flores, había un pueblo. Entre las casas, discurría un camino por el que pululaba un montón de gente del mismo tamaño que los enanos que había visto antes. Un poco más arriba, en la colina, se veía una casita solitaria.

En ese lugar, no debía de haber ningún policía municipal a quien poder dirigirme, pero tenía que enterarme, por todos los medios, de en qué parte del mundo me encontraba.

Una de las primeras casas del pueblo era una pequeña panadería. Justo cuando pasaba por delante de ella, una señora rubia apareció en la puerta. Llevaba un vestido de color rojo con tres corazones rojo sangre sobre el pecho.

—¡Pan recién hecho! —exclamó, le salieron como dos manchas rosas en las mejillas y sonrió dulcemente.

El olor a pan fresco me hacía cosquillas en la nariz; era un olor tan agradable que no pude resistirme, y entré inmediatamente en la pequeña panadería. Hacía más de una semana que no probaba el pan, y allí había montones de roscas y panes en una ancha estantería, a lo largo de una de las paredes.

De un horno que había en la trastienda, salía un poco de humo, y otra señora vestida de rojo entró en la tienda. Llevaba cinco corazones sobre el pecho.

Los tréboles trabajan el campo y se ocupan de los animales, pensé. Los diamantes soplan vidrio. Los ases se pasean con vestidos preciosos cogiendo flores y bayas. Y los corazones hacen pan. Si consiguiese saber a qué se dedicaban los picas, tendría una idea global de todo el solitario.

Señalando uno de los panes, pregunté a la señora de la panadería:

—¿Me deja probarlo?

Cinco de Corazones se inclinó sobre el sencillo mostrador, hecho de troncos de madera, en el que había una pecera con un solo pez dentro, y mirándome fijamente a los ojos dijo:

—Me parece que hace varios días que no hablo contigo.

—Así es —contesté—. Acabo de caer de la luna. Además, nunca se me ha dado muy bien hablar, ya que no me resulta fácil pensar, y cuando no se es capaz de pensar, tampoco sirve de mucho hablar.

Ya había llegado a la conclusión de que hablar coherentemente con los enanos no servía para nada, por lo que decidí expresarme de forma incomprensible, a ver si así podía congeniar con ellos.

—¿De la luna, dices?

—Eso.

—Entonces sí debes de necesitar algo de pan, ya lo creo —contestó lacónicamente Cinco de Corazones, como si lo de caer de la luna fuera algo tan normal como estar haciendo pan en una panadería.

Así que yo tenía razón. Hablando como ellos, no era tan difícil entenderse con esos seres de corta estatura. Pero en ese momento, como si le hubiera dado un repentino ataque de locura, Cinco de Corazones se inclinó sobre el mostrador y susurró muy exaltada:

—LO QUE VA A SUCEDER ESTÁ EN LAS CARTAS.

Al instante, volvió a su estado normal, partió un gran trozo de pan y me lo dio. Me lo metí inmediatamente en la boca y salí a la calle. Me supo un poco más agrio que el que yo solía comer, pero resultaba agradable masticarlo y llenaba igual que cualquier otro pan.

Ya en la calle, pude comprobar que todos los enanos llevaban corazones, tréboles, diamantes o picas sobre el pecho. Había cuatro trajes o uniformes distintos: los corazones iban de rojo, los tréboles de azul, los diamantes de rosa y los picas de negro.

Algunos eran un poco más altos que los demás e iban vestidos de reyes, reinas y jotas. Los reyes y las reinas llevaban coronas, y los jotas llevaban una espada, colgada de un cinturón.

Me pareció que sólo había uno de cada clase. Vi un rey de corazones, un seis de tréboles y un ocho de picas. Además no había niños ni ancianos. Todos esos enanos eran adultos y tenían más o menos la misma edad.

Cuando los enanos se percataban de mi presencia, primero me miraban, y luego me daban la espalda, como si no les importara que un extraño hubiera llegado al pueblo.

Solamente Seis de Tréboles, a quien horas antes había visto montando uno de los animales de seis patas, se detuvo en la calle delante de mí y soltó una de esas frases absurdas:

—LA PRINCESA DEL SOL ENCUENTRA EL CAMINO AL MAR —dijo. Al instante, dobló una esquina y desapareció.

Me sentía aturdido. Era evidente que había llegado a una sociedad que tenía un ingenioso sistema de castas. Al parecer, el único código que seguían los habitantes de esa isla era el de la baraja.

Mientras me adentraba en el pequeño pueblo, tuve una incómoda sensación de encontrarme entre dos cartas de un solitario que nunca salía.

Las casas eran pequeñas cabañas de troncos de madera. Fuera, tenían colgados unos faroles de cristal iguales que los que había visto en la fábrica de vidrio. No estaban encendidos, porque, aunque las sombras se iban alargando, el pueblo seguía bañado por el dorado sol de la tarde.

Sobre los bancos y las cornisas había innumerables peceras. También se veían por todas partes botellas de distintos tamaños. Unas estaban tiradas entre las casas, y algún que otro enano también llevaba alguna.

Una de las casas era mucho más grande que las demás; parecía un almacén. De ella salían agudos chirridos, y al asomarme por una puerta que había abierta, descubrí que era una carpintería. Cuatro o cinco hacendosos enanos estaban haciendo una mesa muy grande. Todos llevaban unos uniformes parecidos a los de los gnomos, pero éstos eran completamente negros, y, sobre la espalda, donde los gnomos llevaban tréboles, éstos llevaban picas. Con eso ya había resuelto un enigma: los picas trabajaban de carpinteros. Tenían el pelo muy negro, pero su piel era mucho más clara que la de los tréboles.

Delante de una cabaña, sentado sobre un pequeño banco, observando cómo el sol de la tarde se reflejaba en su espada, estaba sentado Jota de Diamantes. Llevaba una larga chaqueta rosa y unos pantalones anchos, de color verde.

Me acerqué a él y le hice una respetuosa reverencia.

—Buenas tardes, Jota de Diamantes —dije intentando ser amable—. ¿Podrías indicarme qué rey está en el poder en este momento?

Jota volvió a envainar su espada y me miró.

—Rey de Picas —dijo hurañamente—. Porque mañana es el día de Comodín. Pero está prohibido hablar en las cartas.

—Qué pena. Tengo que pedirte que me enseñes dónde se encuentra la máxima autoridad de la isla.

—Ohcid eh et, satrac sal ne ralbah odibihorp atse.

—¿Qué dices?

—Satrac sal ne ralbah odibihorp atse —repitió.

—Muy bien. ¿Y qué significa eso?

—¡Salger sal riuges euq seneit euq!

—¿Ah sí?

—¡Is euq!

—¿Conque sí, eh?

Estudié su pequeño rostro. Tenía el pelo brillante y la piel pálida, como las artesanas de la fábrica de vidrio.

—Tienes que disculparme, pero no estoy muy acostumbrado a este dialecto. ¿Es holandés?

Jota me miró con sorna.

—Sólo los reyes, reinas y jotas conocen el arte de hablar al revés. Si tú no lo entiendes, vales menos que yo.

Me quedé pensando. ¿Quería decir que hablaba empezando por el final?

«Is euq»… sería «que sí». Dos veces había dicho «Satrac sal ne ralbah odibihorp atse». Empezando por el final sería «Está prohibido hablar en las cartas».

—Está prohibido hablar en las cartas —dije.

Cambió de actitud.

—¿Secah ol euq rop secnotne? —preguntó titubeante.

—¡Abeurp a etrenop arap! —contesté con decisión.

Jota se quedó totalmente perplejo.

—Te pregunté si sabías qué rey tenía ahora el poder, sólo para ver si eras capaz de dejar de contestar —proseguí—. Pero ese arte no lo conoces, y por eso has roto las reglas.

—¡Qué cara tienes! —dijo.

—Pues aún puedo tener más.

—¿Omoc?

—Mi padre se llamaba Otto. ¿Puedes decirme ese nombre al revés?

—Otto —dijo mirándome.

—Exactamente —exclamé—. Y ahora, ¿puedes decirlo al revés?

—Otto —dijo de nuevo.

—Sí, sí, ya lo has dicho —repliqué—. Pero ahora quiero que lo digas al revés.

—¡Otto, Otto! —gritó Jota.

—Al menos lo has intentado —dije para tranquilizarle—. ¿Hacemos una palabra un poco más larga?

—¡Elav! —contestó.

—Anilina.

—Anilina —repitió Jota.

Agité los brazos y dije:

—Simplemente estás diciendo la misma palabra al revés.

—¡Anilina, anilina! —dijo Jota.

—Gracias, ya basta. ¿Eres capaz de traducir una frase entera también?

—¡Etnemlarutan!

—Entonces quiero que digas «Dábale arroz a la zorra el abad».

—¡Dábale arroz a la zorra el abad! —dijo Jota inmediatamente.

—Exactamente, y ahora al revés.

—¡Dábale arroz a la zorra el abad! —dijo de nuevo.

Yo sacudí la cabeza.

—No haces más que repetir lo que yo digo. Será porque no eres capaz de decirlo al revés.

—¡Dábale arroz a la zorra el abad! —gritó de nuevo.

Me daba un poco de pena, pero yo no fui el que empezó a decir tonterías.

Jota desenvainó la espada y golpeó con ella una botella, que se rompió contra la pared de una casa. Unos corazones que pasaban por allí se quedaron boquiabiertos, pero enseguida miraron hacia otro lado.

De nuevo pensé que la isla debía de ser un reducto para dementes incurables. ¿Pero por qué eran todos tan pequeños? ¿Por qué hablaban alemán? Y sobre todo: ¿Por qué esa división en palos y números como en una baraja?

Decidí no perder de vista a Jota de Diamantes hasta haber conseguido una respuesta a todas las incógnitas. Simplemente tendría que procurar no hablar demasiado claro, porque lo único que causaba problemas a estos enanos eran las cosas dichas claramente.

—Acabo de aterrizar —dije—. Y creía que este país estaba tan desierto como la luna. Ahora me gustaría saber quiénes sois y de dónde venís.

Jota dio un paso atrás y dijo resignado:

—¿Eres un nuevo comodín?

—No sabía que Alemania tuviera una colonia en el Atlántico —proseguí—. Y tengo que admitir que, aunque he viajado por muchos países, nunca había visto unas personas tan pequeñas.

—¡Eres un nuevo comodín! ¡Selocarac! ¡Ojalá no aparezcan más! No es necesario que haya un comodín por cada palo.

—Pues no lo sé. Si los comodines son los únicos capaces de mantener una conversación, este solitario habría salido mucho mejor si todos hubieran sido comodines.

Intentó hacerme desaparecer con las manos.

—Resulta agotador tener que adoptar una postura ante tantas cosas —dijo.

Yo sabía que esto iba a ser difícil, pero lo intenté de nuevo.

—De modo que andáis arrastrando los pies por esta extraña isla del Atlántico —dije—. ¿Y no sería razonable que buscarais una explicación a cómo habéis llegado aquí?

—¡Paso!

—¿Qué has dicho?

—Has interrumpido el juego, te he dicho. ¡Paso!

Sacó una botellita del bolsillo de la chaqueta y bebió un trago de lo que parecía la misma bebida brillante que habían bebido antes los tréboles. Cuando le había puesto el corcho de nuevo, movió enérgicamente el brazo y dijo en voz muy alta y con gran énfasis, como si estuviera recitando el principio de un poema:

—BERGANTÍN DE PLATA NAUFRAGA EN MAR EMBRAVECIDO.

Sacudí la cabeza y suspiré resignado. Supuse que enseguida se quedaría dormido y, en ese caso, tendría que buscar a Rey de Picas por mi cuenta. De todas formas, sospechaba que tampoco él me aclararía mucho más.

De repente me acordé de algo que había dicho uno de los tréboles. Dije para mis adentros:

—A ver si encuentro a Frode…

Jota de Diamantes se despabiló instantáneamente. De un salto, se puso en pie y levantó el brazo derecho como si estuviera haciendo un saludo militar.

—¿Has dicho Frode?

Asentí con la cabeza:

—¿Puedes llevarme hasta él?

—¡Etnemlarutan!

Empezamos a andar entre las casas, y pronto llegamos a una pequeña plaza con un pozo en el centro, del que Ocho y Nueve de Corazones estaban sacando un cubo de agua.

Sus vestidos, de un intenso color rojo, iluminaban la plaza.

Los cuatro reyes estaban colocados en círculo delante del pozo, enlazados por los hombros. Quizá estuvieran deliberando sobre algún importante decreto. Recuerdo que pensé que debía de ser poco práctico tener cuatro reyes. Sus trajes eran del mismo color que las chaquetas de los jotas, pero su aspecto era mucho más elegante y cada uno llevaba su corona de oro.

También estaban en la plaza todas las reinas. Andaban a paso ligero entre las casas, y sacaban constantemente pequeños espejos en los que se miraban. Era como si se olvidaran con tanta facilidad y tan rápidamente de quiénes eran y de qué aspecto tenían que tuvieran que mirarse una y otra vez en el espejo. También llevaban sus coronas, que eran un poco más altas y más estilizadas que las de los reyes.

Al fondo vi de repente un anciano de pelo rubio y con una larga barba blanca. Estaba sentado en una gran piedra fumando una pipa. Lo más interesante del anciano era su tamaño: era tan alto como yo. Pero también había otra cosa que le hacía diferente de los enanos. Llevaba una camisa gris de lana gruesa y unos anchos pantalones marrones, lo que le daba un aspecto pobre y de estar por casa, que contrastaba con los alegres uniformes de los enanos.

Jota se dirigió directamente a él y me presentó:

—Maestro, aquí llega un nuevo comodín.

Fue lo único que dijo antes de desplomarse en la plaza y quedarse dormido. Esto seguramente se debía a la bebida que había tomado.

El anciano se levantó de un salto de la piedra. Se quedó estudiándome sin decir ni una palabra. Al final, empezó a tocarme. Me rozó las mejillas, me tiró cuidadosamente del pelo y tocó mi traje de marinero. Parecía como si quisiera asegurarse de que yo era una persona real, de carne y hueso.

—¡Nunca he visto nada semejante! —exclamó al final.

—Frode, supongo —dije, y le di la mano.

Me la estrechó con fuerza y la retuvo mucho tiempo. De repente, le entraron muchas prisas, como si se hubiera acordado de algo desagradable.

—Tenemos que marcharnos del pueblo inmediatamente.

Me pareció que estaba tan trastornado como el resto. Pero, por lo menos, no reaccionó con la misma falta de interés que los demás. Y eso bastó para infundirme cierta esperanza.

El anciano empezó a correr queriendo escapar del pueblo, aunque sus piernas eran tan débiles que estuvo a punto de caerse varias veces.

Sobre una colina al fondo, por encima del pueblo, vi de nuevo una solitaria casa de madera. Pronto llegamos hasta ella, pero no entramos. El anciano me ofreció asiento en un pequeño banco fuera.

Justo cuando acababa de sentarme, apareció una figura por una esquina de la casa. Era un extraño hombrecillo con un traje violeta y una gorra verde y roja con orejas de asno. De la gorra y del traje violeta colgaban pequeños cascabeles que sonaban débilmente cada vez que el enano efectuaba algún movimiento.

Se acercó a mí. Primero me pellizcó la oreja, luego me dio un cachete en la tripa.

—¡Baja al pueblo, Comodín! —ordenó el viejo.

—Bueno, bueno —dijo el hombrecillo con una sonrisa burlona.

—Como por fin le visita alguien de su patria, el maestro aparta de su lado a los viejos amigos. Conducta peligrosa, dice Comodín. Hay que tener en cuenta mis palabras.

El anciano suspiró con resignación y dijo:

—Tendrás cosas que hacer para la gran fiesta.

Comodín dio unos saltitos de burro con su cuerpo ágil y ligero.

—No hace falta. No hay que dar nada por sentado.

Dio unos brincos hacia atrás y siguió diciendo:

—No digamos nada más por ahora, ¡pero volveremos a vernos!

Y, con esto, desapareció cuesta abajo hacia el pueblo.

El viejo se sentó a mi lado. Desde el banco podíamos ver a todos los pintorescos enanos moviéndose entre las casas de madera.