CINCO DE TRÉBOLES

Cuando llegamos a Ancona aquella noche, mi viejo estaba de tan buen humor que casi me daba miedo. Mientras estábamos esperando en el coche para embarcar, permaneció en silencio, con la mirada clavada en el barco.

Era un gran barco amarillo, llamado Mediterranean Sea. La travesía hasta Grecia duraría dos noches y un día. El barco zarparía a las nueve de la noche. Pasaríamos todo el domingo en el mar, y, de no ser atacados por piratas, pondríamos pie en tierra griega el lunes a las ocho de la mañana.

Mi viejo ya se había hecho con un folleto explicativo del barco.

—Pesa 18000 toneladas, Hans Thomas, así que no es ninguna bañera. Va a una velocidad de 17 nudos y caben en él más de mil pasajeros y trescientos coches. Tiene varias tiendas y restaurantes, bares, solarium, discoteca y casino. Pero eso no es todo: ¿Sabías que hay una piscina en la cubierta? No es que eso sea muy importante, sólo quería comprobar si lo sabías. Y ahora tengo que hacerte una pregunta: ¿Te da mucha pena no pasar por Yugoslavia en coche?

—¿Piscina en la cubierta? —fue lo único que dije.

Creo que tanto mi viejo como yo comprendimos que no había nada más que decir. Y, sin embargo, mi viejo añadió:

—Y también he reservado un camarote, claro está; tuve que elegir entre los que están en el interior del barco y los exteriores, con grandes ventanas y vistas al mar. ¿Cuál crees que elegí?

Estaba seguro de que había elegido el camarote exterior, y de que él sabía que yo lo había adivinado. Por eso me limité a decir:

—¿Había alguna diferencia de precio?

—Algunas liras, sí. Pero no iba a llevar a mi hijo al mar para encerrarle en un escobero.

No le dio tiempo a decir nada más, porque empezaron a hacernos señas para que nos metiéramos en el barco.

En cuanto aparcamos el coche, fuimos a buscar el camarote. Estaba en la segunda cubierta, y tenía una decoración muy bonita, camas anchas, cortinas, lámparas, una mesa de salón y sillones. Por la ventana, se veía a la gente pasear por la cubierta.

Aunque el camarote tenía unas ventanas muy grandes y era superguay, decidimos que no podíamos seguir allí dentro. Lo decidimos sin tener necesidad de intercambiar una sola palabra. Antes de dejar el camarote, mi viejo sacó una petaca y bebió un trago.

—¡Salud! —exclamó, aunque yo no tenía nada con qué brindar.

Pensé que debía de estar muy cansado, después de haber conducido desde Venecia. Quizá también había sentido un ligero hormigueo en las piernas, al volver a caminar dentro de un barco, después de tantos años en tierra. Yo me sentía, además, mucho más feliz de lo que me había sentido en mucho tiempo. Y, sin embargo, o quizá precisamente por eso, hice un comentario sobre esa maldita costumbre suya de la bebida.

—¿Tienes que estar empinando el codo todo el santo día?

—¡Sí señor! —dijo, soltó un eructo, y no se habló más sobre el tema. Pero él se quedó pensando, y yo también. Ya volveríamos sobre ese asunto más adelante.

Cuando sonó la campana anunciando que íbamos a zarpar, ya estábamos familiarizados con el barco. Me desilusioné un poco al descubrir que la piscina estaba cerrada, pero mi viejo averiguó enseguida que la abrirían a la mañana siguiente.

Nos quedamos asomados sobre la barandilla de la cubierta, hasta que ya no vimos tierra firme.

—Muy bien. Ya estamos en el mar, Hans Thomas.

Después de ese comentario tan comedido, entramos en el restaurante para cenar. Luego jugamos una partida de cartas en el bar, antes de meternos en el catre. Mi viejo llevaba una baraja en el bolsillo. Afortunadamente, no era la de las mujeres.

El barco estaba lleno de gente de todas las partes del mundo. Algunos me parecían bajísimos, aunque eran adultos. Mi viejo me dijo que eran griegos.

A mí me tocaron, entre otras cartas, el dos de picas y el diez de diamantes. Cuando descubrí esa última carta, resultó que tenía otros dos diamantes en la mano.

—¡Artesanas del vidrio! —exclamé.

Mi viejo abrió unos ojos como platos.

—¿Qué has dicho, Hans Thomas?

—Nada…

—¿Has dicho «artesanas del vidrio»?

—Sí —contesté—. Me refiero a esas señoras de la barra. Están tan aferradas a sus copas, que parece que no han hecho otra cosa en toda su vida.

Me pareció que había conseguido salvar la situación. Pero ya no me resultaba fácil seguir jugando a las cartas. Era casi como jugar con la baraja que mi viejo había comprado en Verona, porque al poner el cinco de tréboles sobre la mesa, no podía dejar de pensar en esos gnomos que Hans el Panadero había conocido en la extraña isla. Cuando veía algún diamante, me venían a la mente bonitas figuras femeninas con vestidos rosas y cabellos de color plata. Y cuando mi viejo echó el as de corazones y se llevó el seis y el ocho de picas en una sola baza, exclamé:

—¡Allí está ella otra vez!

Mi viejo sacudió la cabeza y pensó que ya era hora de que nos acostáramos. Sólo le quedaba una cosa importante por hacer, antes de abandonar el bar; como no éramos los únicos que estábamos jugando a las cartas, antes de marcharnos se paseó por las mesas pidiendo comodines. Eso lo hacía siempre al irse, y a mí me parecía muy cobarde.

Hacía mucho tiempo que mi viejo y yo no jugábamos a las cartas. Cuando yo era más pequeño lo hacíamos más a menudo, pero el interés de mi viejo por los comodines había ido quitándome las ganas de jugar. Por otra parte él era un genio para los trucos con la baraja. Pero la mayor de todas sus hazañas con las cartas fue una vez que inventó un solitario que, en el mejor de los casos, tardaría días en salir. Para poder disfrutar de ese solitario, no sólo haría falta paciencia, también habría que disponer de mucho tiempo.

De vuelta en el camarote, nos quedamos un rato mirando al mar. No se veía nada, porque era totalmente de noche. Pero sabíamos que aquella oscuridad que estábamos contemplando era el mar.

Por delante de nuestra ventana, pasaron unos norteamericanos armando mucho jaleo y, entonces, echamos las cortinas y mi viejo se tumbó en la cama. Debía de haber tomado suficiente medicina para dormir, porque inmediatamente se quedó frito.

Yo me quedé tumbado, observando cómo se mecía el barco.

Al cabo de un rato, saqué la lupa y el libro del panecillo, y seguí leyendo la increíble historia que Hans el Panadero había relatado a Albert, quien, a su vez, había perdido a su madre de pequeño.