Volví a guardar el libro del panecillo y me puse a contemplar el Adriático.
Lo que acababa de leer abría tantos interrogantes que no sabía por cuál empezar a pensar.
Cuanto más leía sobre los enanos de la isla mágica, más enigmáticos me parecían. Hans el Panadero ya había conocido a hombrecillos tréboles y muchachas diamantes. Incluso se había encontrado a As de Corazones, aunque luego desapareció.
¿Quiénes eran esos enanos? ¿Cómo habían surgido y de dónde venían?
Estaba convencido de que, al final, el libro del panecillo desvelaría todos los secretos. Pero había algo más: las muchachas con los signos de diamante en la espalda se dedicaban a soplar vidrio, y yo, justamente entonces, acababa de visitar una fábrica de vidrio. Era mucha casualidad.
Estaba convencido de que tenía que haber alguna extraña conexión entre mi viaje por Europa y el libro del panecillo. Pero lo que en él se narraba era algo que Hans el Panadero había contado a Albert hacía muchisísimos años. ¿Habría, aun así, una misteriosa relación entre mi vida en la Tierra y el gran secreto que habían compartido Hans el Panadero, Albert y Ludwig?
¿Quién era el viejo panadero que había conocido en Dorf? ¿Quién era el enano que me regaló la lupa y que, además, aparecía constantemente en mi viaje por Europa? Estaba convencido de que tenía que haber alguna relación entre el panadero y el enano, aunque ellos, posiblemente, no lo supieran.
No podía hablar a mi viejo sobre el libro del panecillo, por lo menos, hasta no haber terminado de leerlo. No obstante, era bueno tener un filósofo en el coche.
Acabábamos de pasar Rávena cuando pregunté:
—¿Tú crees en las casualidades, viejo?
Me miró por el retrovisor.
—¿Que si creo en las casualidades?
—Eso es.
—Pues una casualidad es, precisamente, algo que ocurre casualmente. Cuando me tocaron diez mil coronas en la lotería, mi boleto resultó premiado entre miles y miles. Evidentemente, el resultado me satisfizo, pero fue pura casualidad que me tocara justo a mí.
—¿Estás seguro? ¿No recuerdas que habíamos encontrado un trébol de cuatro hojas aquella misma mañana? Y si no te hubiera tocado todo ese dinero, quizá no habríamos podido emprender el viaje a Atenas.
Se limitó a refunfuñar un poco y yo continué:
—¿Fue igualmente una casualidad que tu tía fuera a Creta y descubriera a mamá en aquella revista de modas? ¿O era el destino?
—¿Pretendes preguntarme si creo en el destino? —me dijo, y tuve la sensación de que se sentía satisfecho porque su hijo se interesara por cuestiones filosóficas—. La respuesta es no.
Me acordé de las muchachas que soplaban el vidrio, y de que yo mismo había visitado una fábrica de vidrio, justo antes de leer en el libro del panecillo ese episodio. Pensé, además, en el enano que me regaló una lupa justo antes de que cayera en mis manos un libro con letra microscópica. También me vino a la memoria cuando a mi abuela se le pinchó la rueda de la bici en Froland, y todo lo que sucedió después.
—No creo que mi nacimiento se deba a casualidades.
—¡Descanso para fumar! —exclamó mi viejo. Al parecer, había dicho algo que hizo saltar la chispa para que comenzara una de sus conferencias.
Aparcó el coche en una colina desde donde había una magnífica vista del Adriático.
—¡Siéntate aquí! —me ordenó señalando una gran piedra—. 1349 —empezó.
—La peste negra —dije. Sabía bastante historia, pero no era capaz de imaginar qué relación podía haber entre la peste negra y las casualidades.
—Vale —dijo simplemente, y luego ya no hubo quien lo parara.
—Seguramente sabrás que, durante la peste negra, la mitad de la población noruega murió. Pero hay algo relacionado con eso que nunca te he contado.
Por esa forma de empezar, deduje que la conferencia iba a ser larga.
—¿Te das cuenta de que tenías miles de antepasados en aquella época? —prosiguió.
Resignado, negué con la cabeza. ¿Cómo era eso posible?
—Se tienen dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos, etc. Si vas sumando así, hacia atrás, puedes llegar hasta el 1349.
Asentí.
—Y entonces llegó la peste. La muerte iba de pueblo en pueblo, y los más afectados fueron los niños. En algunas familias murieron todos, y en otras sobrevivieron quizá uno o dos. Muchos de tus antepasados eran niños en aquella época, Hans Thomas, pero ninguno de ellos la palmó.
—¿Y cómo puedes estar tan seguro de eso? —pregunté sorprendido.
Dio una calada al cigarrillo.
—Porque tú estás aquí ahora, contemplando el Adriático.
Una vez más, había dicho algo tan sorprendente que no supe cómo reaccionar. Pero comprendí que tenía razón, porque si uno solo de mis antepasados hubiera muerto cuando era niño, no podría haber sido mi antepasado.
—La posibilidad de que ninguno de tus antepasados muriera de niño, era una contra miles de millones —continuó, y a partir de ese momento, las palabras fluían de su boca sin parar, como el agua de una cascada—. Porque no se trata únicamente de la peste negra, ¿sabes?, sino que, además, todos tus antepasados se hicieron mayores y tuvieron hijos, incluso durante las peores catástrofes naturales, e incluso en tiempos en que la tasa de mortalidad infantil era muy alta. Naturalmente, muchos padecerían alguna enfermedad, pero siempre se recuperaron. En ese sentido, has estado a un paso de la muerte cien mil millones de veces, Hans Thomas. Tu vida sobre este planeta se ha visto amenazada por insectos y animales salvajes, por meteoritos y rayos, enfermedades y guerras, inundaciones e incendios, envenenamientos e intentos de asesinato. En la batalla de Stiklestad[4], por mencionar sólo un ejemplo, te hirieron centenares de veces, porque habría antepasados tuyos en ambos bandos; en realidad, luchabas contra ti mismo y tus posibilidades de nacer, mil años más tarde. Y, como puedes suponer, en la última Guerra Mundial se dio el mismo caso: si a tu abuelo paterno lo hubiera matado de un tiro algún patriota noruego, durante la ocupación alemana, entonces no habríamos nacido ni tú ni yo. Lo que quiero decir es que esto ha ocurrido miles de millones de veces a lo largo de la Historia. Cada vez que han volado flechas por los aires, tus posibilidades de nacer han estado bajo mínimos. ¡Y, sin embargo, aquí estás, bajo el cielo, hablando conmigo, Hans Thomas! ¿Lo entiendes?
—Creo que sí —contesté. Al menos creí comprender la importancia de aquel pinchazo de la bici de mi abuela en Froland.
—Estoy hablando de una continua cadena de casualidades —continuó mi viejo—. Y, de hecho, esta cadena retrocede hasta la primera célula viva que se dividió en dos, dando así origen a todo lo que crece en este planeta hoy. La posibilidad de que mi cadena no se rompiera en ningún momento en el transcurso de tres o cuatro mil millones de años era tan remota que resulta casi impensable. Pero, como ves, he sobrevivido. Ya lo creo, coño. Por otra parte, creo que tengo una gran suerte por poder vivir en este planeta contigo. Pienso que cada pequeño habitante de la Tierra tiene una enorme suerte.
—¿Y qué pasa con los que no tienen tanta suerte?
—¡Ellos no existen! —gritó—. Nunca han nacido. La vida es como una gran lotería en la que solamente son visibles los boletos ganadores.
Permaneció sentado durante un largo rato, mirando al mar.
—¿Continuamos el viaje? —pregunté tras unos minutos.
—¡No señor! Ahora sigues tranquilamente ahí sentado, Hans Thomas, porque no he acabado todavía.
Lo dijo como si no fuera dueño de sus propias palabras, como si se considerase un receptor de radio que sólo capta las ondas que llegan al aparato. Quizá fuera eso que llaman inspiración.
Mientras él esperaba la inspiración, saqué la lupa del bolsillo del pantalón, para estudiar un pulgón rojo que corría por una piedra. A través de la lupa, se convirtió en un monstruo.
—Y así ocurre con todas las casualidades —dijo mi viejo.
Dejé la lupa y lo miré. Cuando se quedaba así sentado, durante un rato, concentrándose antes de comenzar a hablar, sabía que estaba a punto de decir algo importante.
—Veamos un ejemplo sencillo: me pongo a pensar en un amigo y, justo en ese momento, me llama por teléfono o llama a la puerta.
Mucha gente cree que una casualidad como ésa se debe a algo «sobrenatural». Pero, otras veces, también pienso en este amigo y él no aparece por eso en casa. Y, además, en muchas ocasiones me llama sin que yo haya pensado en él. You see?
Asentí.
—Lo que quiero decir es que la gente sólo colecciona aquellas ocasiones en que ambas cosas ocurren a la vez. Si se encuentran un billete justo cuando les hace mucha falta, creen que ha sido motivado por algo «sobrenatural», incluso cuando siempre están faltos de dinero. De esta forma empiezan a propagarse un sinfín de rumores sobre distintas experiencias «sobrenaturales» cuando, en realidad, son experiencias que todos los humanos han tenido. La gente muestra tanto interés por estas cosas que enseguida surgen las historias. Pero con esto ocurre también lo que te he dicho antes: solamente son visibles los boletos ganadores. ¡Si colecciono comodines, no resultará muy extraño que tenga el cajón lleno!
Suspiró algo irritado.
—¿Nunca has pensado en pedir una subvención? —pregunté.
—¿De qué demonios estás hablando? —gruñó.
—De una posible subvención del Estado como filósofo.
Soltó una carcajada, y luego, bajando un poco la voz, añadió:
—Cuando la gente se interesa tanto por lo «sobrenatural», es debido a una extraña ceguera. No son capaces de ver lo más misterioso de todo, es decir, el hecho de que haya un mundo. Les preocupan más los marcianos y los platillos volantes que toda la misteriosa obra de creación que se extiende a nuestros pies. Yo no creo que el mundo sea una casualidad, Hans Thomas.
Finalmente se inclinó sobre mí y susurró:
—Yo creo que todo en el universo es intencionado. Puede que tras esa infinidad de estrellas y galaxias haya una intención.
Me pareció que lo que acababa de decir formaba parte de una larga serie de instructivos descansos para fumar. Pero me seguía extrañando que todo lo que tenía que ver con el libro del panecillo fuera casual. Quizá fuera una ciega casualidad el que mi viejo y yo estuviéramos en Murano justo antes de empezar a leer sobre los enanos de diamantes. También podía ser el mismo tipo de ciega casualidad el que me hubieran dado una lupa justo antes de encontrar dentro de un panecillo un libro escrito con una letra minúscula. Pero el que fuera precisamente yo el que recibiera el libro del panecillo, debería de tener alguna intención.