Seguí la dirección que había tomado el carro con los tres gnomos. El camino se adentraba entre altos y espesos árboles. Era como si el fuerte sol de la tarde chisporroteara entre las hojas de los árboles.
En un claro del bosque, apareció una casa muy grande hecha con troncos de madera. Tenía dos chimeneas por las que salía un humo negro. A lo lejos vi una figura vestida de rosa que se metía a toda prisa dentro de la casa.
Pronto me di cuenta de que a la casa de madera le faltaba una pared, y vi algo que me sorprendió tanto que tuve que agarrarme a un tronco para no perder el equilibrio. En una gran superficie, que carecía totalmente de tabiques, había una especie de taller.
No tardé mucho en comprender que tenía que tratarse de una fábrica de vidrio.
El tejado estaba sostenido por gruesas vigas. Encima de tres o cuatro enormes hornos, había unos grandes recipientes de piedra blanca, en los que hervía un líquido al rojo vivo del que salía un grasiento vapor. Por entre los recipientes, corrían unas mujeres vestidas de rosa, todas del mismo tamaño que los gnomos que había visto antes. Metían los extremos de unos tubos de hierro huecos muy largos en los recipientes, cogían un poco de masa y, por el otro extremo del tubo, soplaban hasta formar una esfera hueca de vidrio que luego manipulaban para crear diferentes objetos. En un extremo del solar había un montón de arena y, en el otro, los artículos fabricados estaban apilados en estantes a lo largo de la pared. En medio del suelo había, además, un montón de más de un metro de altura de botellas, vasos y vasijas rotas.
De nuevo me pregunté que a qué país había llegado. De no ser por sus extraños uniformes, esos gnomos podrían haber vivido igualmente en una sociedad de la Edad de Piedra. Pero resultó que la isla tenía una exquisita producción de vidrio.
Las mujeres que trabajaban en la fábrica llevaban vestidos rosas. Su piel era casi blanca y las tres tenían un pelo largo y lacio, de color plata.
Enseguida constaté asustado que todos los vestidos llevaban imágenes de diamantes en la espalda. Eran idénticas a las imágenes de diamantes de las barajas. Una de ellas tenía tres diamantes, otra siete y la tercera nueve. La única diferencia era que estos diamantes eran de color plata.
Las tres mujeres estaban tan ocupadas soplando vidrio que tardaron mucho tiempo en percatarse de mi presencia, aunque estaba de pie justo donde faltaba la pared. Andaban con pasos muy rápidos por el amplio solar, moviendo los brazos con tanta ligereza que parecían casi ingrávidas. Si a una de ellas le hubiera dado por volar bajo el techo, no me habría asombrado más de lo que ya estaba.
De repente, una de ellas me descubrió. Era la que tenía siete diamantes en el vestido. Por un momento, estuve a punto de salir corriendo pero, cuando me vio, se sorprendió tanto que se le cayó una vasija al suelo y, con el estruendo, todas se volvieron hacia mí y ya era tarde para huir.
Entré y las saludé en alemán, con una profunda inclinación de cabeza. Se miraron las unas a las otras sonriendo tan abiertamente que sus blancos dientes brillaron a la luz de los incandescentes hornos. Me acerqué a ellas, y ellas me rodearon.
—Espero que no les importe que les haga una visita —dije.
Volvieron a mirarse y sonrieron aún más que antes. Todas tenían los ojos azules. Eran tan parecidas que seguro que procedían de la misma familia. Quizá fueran hermanas.
—¿Entendéis lo que digo?
—Entendemos todas las palabras corrientes —dijo Tres de Diamantes con una aguda voz como de muñeca.
Empezaron a hablar todas a la vez. Algunas me hicieron reverencias, y Nueve de Diamantes incluso se acercó a mí y me dio la mano. Me sorprendió que su pequeña y fina mano estuviera tan fría dentro de ese taller tan caluroso.
—Qué trabajo tan bonito hacéis —dije, y ellas se echaron a reír alegremente.
Esas artesanas del vidrio eran más amables que los irascibles gnomos con que me había topado antes, pero, aparentemente, eran igual de inabordables.
—¿Quién os ha enseñado el arte de soplar el vidrio? —proseguí, dando por sentado que no lo habían aprendido por su cuenta.
Tampoco a esto me contestó ninguna, pero Siete de Diamantes se fue corriendo a buscar una vasija de cristal, que me entregó.
—¡Tenga! —dijo.
Y las muchachas comenzaron de nuevo a reír.
En medio de tanta amabilidad, no resultaba fácil conseguir alguna información, y si no me enteraba pronto de qué estaba pasando allí, iba a volverme completamente loco.
—Acabo de llegar a esta isla —comencé a decir—, pero no tengo la menor idea de en qué parte del mundo me encuentro. ¿Podríais contarme algo sobre este lugar?
—No podemos hablar… —dijo Siete de Diamantes.
—¿Hay alguien que os lo prohíba?
Las tres dijeron que no, moviendo la cabeza con tanto ímpetu que sus cabellos plateados revolotearon a la luz de los hornos.
—Sabemos soplar el vidrio —continuó Siete de Diamantes—. Pero no somos capaces de pensar. Y por eso tampoco podemos hablar.
—Entonces sois como los tréboles.
Este comentario hizo que, de nuevo, les entrara la risa.
—No somos tréboles —replicó Siete de Diamantes, moviéndose el vestido—, ¿no ves que somos diamantes?
—¡Idiotas! —se me escapó, y las tres se estremecieron.
—No debes enfadarte —dijo Tres de Diamantes—. Nos entristecemos fácilmente, y eso nos hace infelices.
No estaba totalmente seguro de si debía creerla o no. Su sonrisa era tan convincente que me parecía que un pequeño enfado no conseguiría borrarla. No obstante, tomé nota de la advertencia.
—¿De verdad tenéis la mente tan vacía? —pregunté.
Asintieron solemnemente con la cabeza.
—Me gustaría… —dijo Nueve de Diamantes.
—¿Sí? —pregunté amablemente.
—Me gustaría pensar algo tan difícil que no fuera capaz de pensarlo, pero no puedo.
Me quedé meditando sus palabras, y llegué a la conclusión de que ese arte debía de ser igual de complicado para todas ellas.
De repente, una empezó a llorar. Era Tres de Diamantes.
—Quiero… —sollozó.
Nueve le puso el brazo alrededor del hombro, y Tres de Diamantes continuó:
—Me gustaría despertarme… pero estoy despierta.
Eso era exactamente lo que yo sentía.
Finalmente, Siete de Diamantes se quedó observándome con la mirada ausente. Luego dijo muy seria:
—EL HIJO DEL VIDRIERO SE HA BURLADO DE SUS PROPIAS IMAGINACIONES.
Enseguida, las tres empezaron a lloriquear. Una, cogió una gran vasija de cristal y la tiró con todas sus fuerzas contra el suelo. Otra, empezó a tirarse de su pelo plateado. Y yo llegué a la conclusión de que debía marcharme ya.
—Perdonad que os haya molestado —me limité a decir.
—¡Adiós!
Ya no me cabía ninguna duda de que me encontraba en un reducto para gente con trastornos mentales. Además, estaba convencido de que en cualquier momento aparecería algún enfermero vestido de blanco, pidiéndome cuentas por haber sembrado la angustia y la intranquilidad entre los pacientes.
Sin embargo, había algo que no entendía. En primer lugar, el tamaño de los habitantes de la isla. Debido a mi condición de marinero, había viajado por muchos países, y sabía que no había ningún lugar en el mundo donde la gente fuera tan pequeña. Los gnomos y las muchachas que trabajaban el vidrio tenían, además, un color de piel completamente distinto, lo que indicaba que no podían ser parientes muy cercanos.
¿Podría ser que en algún momento hubiera brotado una epidemia mundial que hiciera más tonta y más baja a la gente, y que las víctimas de esa epidemia hubieran sido confinadas en esa isla para no contagiar al resto? Si eso fuera así, pronto yo mismo sería igual de tonto y pequeño.
Otra cosa que no entendía era la división en diamantes y tréboles, como en una baraja. ¿Sería para que los médicos y enfermeros pudieran distinguir a los pacientes?
Seguí andando por el camino para carros, que ahora se internaba entre espesos árboles de altas copas. El suelo del bosque estaba cubierto por una alfombra de musgo verde claro, y por todas partes crecían unas flores azules, parecidas a los nomeolvides. Los rayos del sol no atravesaban las copas de los árboles, y las ramas formaban una especie de tejado dorado sobre el paisaje.
Al cabo de un rato, divisé una figura clara entre los troncos. Era una mujer menuda, de pelo largo y rubio. Llevaba un vestido amarillo y no era más alta que los demás enanos de la isla. De vez en cuando, se agachaba para coger flores, y pude ver que, en la espalda, llevaba un gran corazón de color rojo.
Al acercarme, oí que tarareaba una melancólica melodía.
—¡Hola! —susurré cuando estaba ya muy cerca de ella.
—¡Hola! —dijo y se levantó. Lo dijo de un modo tan natural y espontáneo que parecía que nos conociéramos de antes.
Era tan bella que no me atrevía a mirarla.
—Cantas muy bien —logré decir por fin.
—Gracias…
Deslicé los dedos por mi pelo. Por primera vez desde que llegué a este sitio pensé en mi aspecto. No me había afeitado desde hacía más de una semana. Ella siguió diciendo:
—Creo que me he perdido.
Movió su pequeña cabeza, parecía desconcertada.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
Se quedó callada un momento y luego contestó:
—¿No ves que soy As de Corazones?
—Pues sí… —dejé pasar un largo rato antes de proseguir—: Y eso me parece un poco extraño.
—¿Por qué?
Se agachó a coger otra flor.
—Por cierto, ¿quién eres tú?
—Me llamo Hans.
Se quedó pensando.
—¿Te parece más extraño ser As de Corazones que Hans?
Esta vez no supe qué contestar.
—¿Hans? —continuó—. Creo que lo he oído alguna vez. O quizá haya sido sólo un pensamiento… Es algo tan lejano…
Se volvió a agachar para coger otra flor. De pronto, sufrió una especie de ataque epiléptico. Con voz temblorosa dijo:
—LA CAJITA DE DENTRO DESEMBALA A LA DE FUERA, A LA VEZ QUE LA DE FUERA DESEMBALA A LA DE DENTRO.
Era como si esa frase tan absurda no hubiera sido pronunciada por ella. Parecía que las palabras salían de su boca sin que fuera consciente de lo que estaba diciendo. Cuando terminó la frase, volvió a su estado inicial, y señalando mi traje de marinero, dijo asustada:
—¡Pero si vas totalmente de blanco!
—¿Te refieres a que no llevo ningún signo en la espalda?
Dijo que sí. Luego se echó el pelo hacia atrás:
—¿Sabes que no puedes vencerme?
—Yo nunca vencería a una dama —dije.
—¡Qué bobadas dices, yo no soy una dama!
Tenía dos profundos hoyuelos en las mejillas. Su hermosura era tan enigmática como un elfo. Cuando sonreía, sus ojos verdes brillaban como esmeraldas, y me sentía incapaz de apartar la mirada de ella.
De pronto, su rostro adquirió una expresión de preocupación.
—¿¡No serás triunfo!? —exclamó.
—No, no, no soy más que un marinero.
En ese instante, se metió detrás del tronco de un árbol y desapareció. Intenté seguirla, pero fue como si se la hubiese tragado la tierra.