Lo primero en que pensé al despertarme en el cuartucho del hotel de Venecia fue en Hans el Panadero, y en aquellos extraños enanos que había encontrado en la isla mágica. Saqué la lupa y el libro del panecillo de los pantalones, que estaban al lado de la cama. Pero justo cuando iba a encender la luz para empezar la lectura, mi viejo dio un grito y se despertó tan repentinamente como solía dormirse.
—Todo el día en Venecia —bostezó. No había pasado ni un segundo, cuando ya se había levantado.
Sin que me viera, tuve que volver a meter el libro del panecillo en su escondite, el bolsillo del pantalón. Había prometido que eso sería un secreto entre el viejo panadero de Dorf y yo.
—¿Estás jugando al escondite? —preguntó mi viejo justo cuando conseguí meter el libro en su sitio.
—Estoy mirando si hay cucarachas.
—¿Y para eso necesitas una lupa?
—Quizá tengan crías —contesté.
Naturalmente era una respuesta muy tonta, pero así, sobre la marcha, no se me ocurrió ninguna mejor. Por si acaso añadí:
—Además, puede que vivan aquí cucarachas enanas.
—Nunca se sabe —dijo mi viejo, y se metió en el baño.
El hotel en el que nos hospedábamos era tan malo que ni siquiera servían desayunos, pero nos vino muy bien, porque la noche anterior habíamos descubierto un café muy guay, donde servían desayunos de ocho a once.
Las calles estaban tranquilas, y también los canales y las anchas aceras que los bordeaban. Cuando llegamos al café, pedimos zumo de naranja, huevos revueltos, pan tostado y mermelada de naranja. Ese desayuno fue la única excepción, en todo el viaje, que confirmó la regla de que no hay desayuno como el de casa.
Mientras desayunábamos, mi viejo tuvo una de sus brillantes ideas. De repente, se quedó mirando al infinito, y yo pensé que el enano había vuelto a aparecer. Pero, por fin, dijo:
—Espérame aquí sentado, Hans Thomas. Vuelvo en cinco minutos.
Yo no tenía ni idea de lo que iría a hacer, pero le había visto así antes. Cuando a mi padre se le ocurría alguna idea, no había casi nada que pudiera detenerle.
Desapareció tras una puerta de cristal al otro lado de la plaza. Cuando volvió, se comió los huevos revueltos sin decir palabra. Luego señaló la tienda en la que había estado.
—¿Qué pone en ese cartel, Hans Thomas? —preguntó.
—Sartap-Anocna —leí al revés.
—Ancona-Patras, eso es.
Mojó el pan tostado en el café, antes de metérselo en la boca. Apenas podía tragar, porque no paraba de sonreír.
—¿Y qué? —pregunté—. Esas dos palabras me suenan a griego, tanto si las leo al revés, como si no.
Entonces me miró a los ojos.
—Nunca hemos estado juntos en el mar, Hans Thomas. Nunca has navegado conmigo.
Empezó a agitar dos billetes y continuó:
—Un viejo marinero no puede bordear el Adriático. Dejemos de ser marineros de agua dulce. Meteremos el Fiat en un gran barco, y navegaremos hasta Patras, en la costa oeste del Peloponeso. De allí a Atenas sólo hay veinte o treinta kilómetros.
—¿De verdad?
—¿Qué coño quieres decir? ¡Pues claro que sí!
Seguramente empezó a decir tacos sin pensárselo dos veces, porque estaba a punto de volver al mar. Así que no pasamos un día entero en Venecia, como habíamos planeado, porque el barco para Grecia salía de Ancona aquella misma noche, y hasta allí había casi trescientos kilómetros.
Lo único que mi viejo quiso ver, antes de ponerse al volante, fue el famoso arte veneciano de trabajar el vidrio.
Para fundir el vidrio se necesitan fogones, y el peligro de incendio fue lo que hizo que los venecianos llevaran, ya en la Edad Media, la producción vidriera de la ciudad a unos islotes fuera de Venecia. Hoy en día, esos islotes se llaman Murano. Mi viejo insistió en pasar por Murano de camino al aparcamiento donde habíamos dejado el coche. Pero primero tuvimos que ir a recoger el equipaje.
En Murano, visitamos primero un museo, donde había vidrio de todos los colores y formas, con cientos de años de antigüedad. Luego vimos el taller de los sopladores de vidrio, donde soplaban jarrones y vasijas de cristal ante la atenta mirada de los turistas. Lo que hacían, lo vendían luego, pero mi viejo dijo que eso era mejor dejarlo para los americanos ricos.
Desde la isla de los sopladores de vidrio, cogimos un taxigóndola hasta el aparcamiento y, a la una, estábamos ya en la autopista en dirección a Ancona, que estaba a trescientos kilómetros al sur de Venecia.
La carretera iba bordeando todo el tiempo la costa del Adriático, y mi viejo disfrutaba como un enano sólo con ver el mar.
A veces pasábamos por colinas desde donde había magníficas vistas al mar. Entonces mi viejo paraba el coche y hacía comentarios sobre los veleros y barcos que veíamos.
Ya en el coche, me contó muchas cosas que yo no sabía sobre Arendal, como ciudad naval. Mencionó una larga lista de años y nombres de grandes veleros, y también me enseñó la diferencia entre goletas, bergantines y barcos de tres mástiles. Me habló de los primeros veleros de Arendal, que navegaron rumbo a América y al Golfo de México. Me dijo además que, el primer barco a vapor que llegó a Noruega, atracó primero en Arendal. Era un velero al que pusieron un motor a vapor y una paletilla. El barco se llamaba Savannah.
Mi viejo había navegado en un petrolero que había sido construido en Hamburgo, propiedad de la naviera Kuhnle de Bergen. El barco pesaba más de 8000 toneladas y tenía una tripulación de 40 hombres.
—Hoy en día los petroleros son mucho más grandes —dijo—. Pero la tripulación se reduce a ocho o diez hombres, ahora todo se realiza con máquinas y tecnología. La vida del marinero ya no es como antes, Hans Thomas. Me refiero a la vida que hacíamos en el mar. En el siglo que viene, habrá unos idiotas sentados en tierra, dirigiéndolo todo a distancia.
Si no le había entendido mal, quería decir que, lo que él llamaba vida de marinero, acabó hace ciento cincuenta años, cuando terminó la era de los veleros.
Mientras mi viejo hablaba de la vida en el mar, saqué una baraja, separé del dos al diez de tréboles, y los coloqué a mi lado sobre el asiento trasero del coche.
¿Por qué todos los enanos de la isla mágica tenían tréboles en la espalda? ¿Quiénes eran y de dónde venían? ¿Se encontraría Hans el Panadero a alguien con quien poder hablar en el país al que había llegado? Mi cabeza estaba llena de preguntas sin respuesta.
Dos de Tréboles había dicho además algo que no podía olvidar:
«El pez de colores no revela el secreto de la isla, pero sí el panecillo». ¿Podría tratarse del pez de colores del panadero de Dorf? Y el panecillo, ¿podría ser el panecillo que me habían dado en Dorf?, pues Cinco de Tréboles había dicho que «el panadero esconde los tesoros de la isla mágica». ¿Pero cómo era posible que esos enanos que Hans el Panadero había conocido a mediados del siglo pasado pudiesen saber algo de eso? Durante muchos kilómetros, mi viejo fue silbando canciones que había aprendido cuando era marinero. Yo aproveché para coger el libro del panecillo y continuar la lectura.