AS DE TRÉBOLES

Durante todo aquel día, permanecí en el frondoso vergel. De repente, descubrí a lo lejos dos figuras humanas. Mi corazón empezó a latir más deprisa.

Estoy salvado, pensé. Después de todo, quizá había llegado a América.

Mientras caminaba hacia ellos, iba pensando en que seguramente no nos entenderíamos. Yo sólo hablaba alemán y, después de cuatro años a bordo del María, algo de inglés y noruego, pero esas gentes hablarían un idioma totalmente diferente.

Conforme me iba acercando, vi que estaban inclinados sobre un sembrado, y también descubrí que eran mucho más bajos que yo. ¿Serían niños?

Cuando me encontraba ya muy cerca de ellos, observé que estaban cogiendo unas raíces de color rosa que metían en una cesta. De pronto, se volvieron y me miraron. Eran dos hombres regordetes, que me llegarían a la altura del pecho. Los dos tenían el pelo negro, y la piel oscura y grasienta. Vestían idénticos uniformes azul marino. La única diferencia era que uno de ellos tenía tres botones en la chaqueta y el otro solamente dos.

Good afternoon —dije primero en inglés.

Los hombrecillos dejaron en el suelo las herramientas que tenían en la mano, y me miraron fijamente a los ojos.

Do you speak English? —empecé de nuevo.

Los dos se limitaron a agitar los brazos y a decir que no con la cabeza.

Instintivamente, los saludé en mi lengua materna. Entonces, el hombrecillo que tenía tres botones en el uniforme me contestó en un fluido alemán:

—Si vales más de tres, tienes derecho a vencernos, pero te rogamos insistentemente que no lo hagas.

Me quedé tan pasmado que no supe qué contestar. ¡En lo más profundo de una isla desierta del Atlántico, alguien me contestaba en mi propia lengua! Además, tampoco sabía qué significaba lo de «valer más de tres».

—Vengo en son de paz —dije por si acaso.

—Más te vale; si no, el rey te castigaría.

¡El rey!, pensé. Entonces no estoy en Norteamérica.

—Me gustaría hablar con el rey.

Entonces intervino el de los dos botones:

—Lo que yo pensaba. No conoce las reglas.

El que tenía tres botones me miró y dijo:

—Hay más de un rey.

—¿Ah sí? ¿Cuántos?

Los dos hombres se echaron a reír, dándome a entender con ello que mis preguntas les parecían estúpidas.

—Uno por cada palo —suspiró el de los dos botones.

Por fin me di cuenta de lo bajos que realmente eran. No medirían más que cualquier enano, pero sus cuerpos estaban perfectamente proporcionados. No obstante, esos liliputienses me parecieron mentalmente retrasados.

Estuve a punto de preguntar cuántos eran los «palos», para saber el número de reyes que había en la isla. Pero evité esa pregunta e hice otra:

—¿Cómo se llama el rey más poderoso?

Se miraron y movieron la cabeza.

—¿Crees que nos está tomando el pelo? —preguntó el de los dos botones.

—No sé —contestó el otro—. Pero tenemos que contestarle.

El de los dos botones espantó a una mosca que se había posado en uno de sus mofletes y dijo:

—Por regla general, el rey negro tiene derecho a vencer a uno rojo pero, de vez en cuando, un rey rojo también tiene derecho a vencer al negro.

—¡Qué bruto! —dije.

—Así son las reglas.

De repente, se oyeron unos agudos estallidos en la lejanía. A juzgar por el sonido, se estaba rompiendo algo de cristal. Los dos enanos se volvieron hacia el lugar de donde venía el ruido.

—¡Idiotas! —dijo el de los dos botones—. Rompen más de la mitad de lo que producen.

Durante el breve instante en que estuvieron de espaldas a mí, descubrí algo siniestro: el de los dos botones, tenía dibujados en la espalda dos tréboles, y el otro tres. Eran exactamente igual que las figuras de los naipes. Este descubrimiento hizo que la extraña conversación que estábamos manteniendo pareciera menos incongruente.

Cuando se volvieron de nuevo hacia mí, opté por dar otro enfoque a la misma.

—¿Vive mucha gente en esta isla? —pregunté.

También entonces se miraron extrañados.

—¡Cuánto pregunta éste! —dijo uno.

—Sí, es vergonzoso —replicó el otro.

Si no hubiéramos hablado el mismo idioma, seguro que la conversación no hubiera sido tan absurda, porque aunque entendía todas las palabras que decían, no captaba lo que querían decir. Casi hubiera sido mejor hablarnos por señas, sin utilizar palabras.

—¿Cuántos sois? —lo intenté de nuevo, empezando ya a impacientarme.

—Ves que somos Dos y Tres, ¿no? —contestó el que llevaba tres tréboles en la espalda—. Si necesitas gafas, más vale que hables con Frode, porque él es el único aquí que conoce el arte de pulir el vidrio.

—¿Y por cierto, cuántos eres tú? —preguntó el otro.

—¿Cómo? Yo sólo soy uno.

El de los dos botones en la chaqueta se volvió hacia el de tres y silbó ruidosamente.

—¡As! —dijo.

—Entonces hemos perdido —contestó el otro perplejo—. También habría vencido al rey.

Dicho esto, sacó una botellita del bolsillo interior de su chaqueta. Bebió un largo sorbo, y pasó la botella al otro, que también dio un buen trago.

—¿Pero el As no es una dama? —preguntó el de los tres botones.

—No necesariamente —contestó el otro—. Sólo las reinas son siempre damas. Puede que él venga de otra baraja.

—¡Tonterías! No hay más barajas. Y el As es una dama.

—Quizá tengas razón. Pero, para vencernos, sólo le hubieran hecho falta cuatro botones.

—Para vencernos a nosotros sí, pero no a nuestro rey, tonto. ¡Nos ha engañado!

Siguieron bebiendo de la botellita y sus miradas eran cada vez más distantes. Pero, de repente, el hombrecillo de los dos botones se estremeció. Me miró fijamente a los ojos y dijo:

—EL PEZ DE COLORES NO REVELA EL SECRETO DE LA ISLA, PERO SÍ EL PANECILLO[3].

Dicho esto, se tumbaron los dos en el suelo murmurando:

—Ruibarbo… mango… curibayas… dátiles… limón… hunja… cocos… plátanos… suka

Siguieron nombrando un montón de frutas y bayas. Yo sólo conocía algunos de esos nombres. Al final se tumbaron boca arriba y se durmieron instantáneamente.

Intenté despertarlos a empujones, pero no sirvió de nada.

De nuevo me encontraba solo y abandonado. Recuerdo que en ese momento pensé que esa isla debía de ser un reducto para locos sin remedio, y que la botellita debía de contener algún tranquilizante. En ese caso, pronto aparecería por allí algún médico o alguna enfermera, acusándome de excitar a los pacientes.

Me fui por donde había llegado, pero enseguida se me acercó otro hombrecillo. Llevaba un uniforme del mismo tipo, pero con una chaqueta cruzada con un total de diez botones. Tenía la piel tan oscura y grasienta como los otros dos.

—¡CUANDO EL MAESTRO DUERME, LOS ENANOS VIVEN SU PROPIA VIDA! —exclamó agitando los brazos y dirigiéndome una mirada ausente.

Éste también está loco, pensé.

Señalé a los dos que estaban tumbados cerca de allí.

—Parece que también los enanos se han dormido —le dije.

Esto le hizo apresurarse. Aunque corría tanto como sus cortas piernas le permitían, no avanzaba mucho. Se caía, se levantaba y se volvía a caer. Tuve tiempo de sobra para contar hasta diez tréboles en su espalda.

Pronto me encontré en un estrecho camino de carros, y al cabo de muy poco tiempo, fui testigo de un gran tumulto. Primero oí un tremendo ruido detrás de mí. Por el sonido, parecían cascos de caballos que estaban cada vez más cerca. Me volví y, de un salto, me aparté a un lado.

Eran los animales de seis patas que había visto antes. Dos de ellos iban montados por sendos jinetes, y detrás de todos, corría un enano agitando un gran palo. Los tres llevaban los mismos uniformes azul marino. Observé que las chaquetas eran cruzadas con cuatro, seis y ocho botones negros respectivamente.

—¡Parad! —grité mientras pasaban a toda velocidad por el sendero.

Sólo el que iba andando frenó un poco la marcha. En la chaqueta llevaba ocho botones.

—¡TRAS 52 AÑOS, EL NIETO DEL NÁUFRAGO VUELVE AL PUEBLO! —gritó muy excitado.

Los enanos y los animales de seis patas ya habían desaparecido. Me fijé en que los enanos tenían tantos tréboles sobre la espalda como botones en las chaquetas cruzadas.

A ambos lados del sendero, crecían altas palmeras con racimos de frutas amarillas, del tamaño de una naranja. Debajo de uno de estos árboles había un carro lleno hasta la mitad de esas frutas. No era muy distinto al carro que utilizaba mi padre para transportar el pan en Lübeck, mi ciudad. Lo único diferente era el animal que tiraba de él, que, en lugar del caballo de mi padre, era uno de esos animales de seis patas.

Cuando estaba ya muy cerca del carro, descubrí que debajo del árbol había un enano sentado. Antes de que él me viera, tuve tiempo de fijarme en que su chaqueta no era cruzada, sino que tenía sólo una fila de cinco botones. Por lo demás, el uniforme era idéntico al de los otros. Observé también que, los redondos cráneos de todos los enanos que había visto hasta entonces, estaban cubiertos por una gruesa capa de pelo marrón…

—¡Buenas tardes, Cinco de Tréboles! —dije.

Levantó la cabeza y me miró con indiferencia.

—Buenas ta… —se interrumpió, y siguió sentado, mirándome fijamente sin decir palabra.

—Date la vuelta —dijo finalmente.

Hice lo que me ordenó, y cuando estuve de nuevo frente a él, estaba rascándose la cabeza con sus gordos dedos.

—¡Problemas! —suspiró y levantó los brazos.

En ese instante, alguien tiró dos frutos desde lo alto de la palmera. Uno cayó sobre las rodillas de Cinco de Tréboles, y el otro, casi me da en la cabeza.

No me sorprendí demasiado al descubrir a Siete de Tréboles y Nueve de Tréboles, que bajaron del árbol unos segundos más tarde. Así que, de Dos a Diez, ya los he visto a todos, pensé.

—Intentamos golpearle con la fruta suka —dijo Siete.

—Pero se apartó justo en el momento en que la lanzamos —dijo el otro.

Se sentaron debajo del árbol junto a Cinco.

—Vale, vale —dije yo—. Os perdonaré todo, si me contestáis a unas preguntas muy sencillas. ¿Entendido?

Logré asustarlos lo suficiente para que se quedaran sentados debajo del árbol sin decir nada. Uno por uno, les fui mirando a todos a los ojos. Los tres los tenían de color marrón oscuro.

—Comencemos… ¿Quiénes sois?

Se pusieron de pie y cada uno de ellos pronunció una frase, a cuál más disparatada:

—EL PANADERO ESCONDE LOS TESOROS DE LA ISLA MÁGICA —dijo Cinco.

—LA VERDAD ESTÁ EN LAS CARTAS —dijo Siete.

—SÓLO EL COMODÍN DE LA BARAJA DESENMASCARA EL ESPEJISMO —dijo Nueve.

Yo sacudí la cabeza.

—Os agradezco la información —les dije—. ¿Pero quiénes sois?

—Tréboles —contestó Cinco al instante. Parecía que se había tomado en serio mi amenaza.

—Sí, de eso ya me he dado cuenta. ¿Pero de dónde venís? ¿Habéis llovido del cielo, o habéis crecido de la tierra como los otros tréboles?

Se miraron rápidamente, y Nueve de Tréboles contestó:

—Venimos del pueblo.

—¿Ah sí? ¿Y cuántos… gnomos como vosotros viven allí?

—Ninguno —dijo Siete de Tréboles—. Quiero decir, solamente nosotros. Nadie es totalmente idéntico a otro.

—No, tampoco era de esperar. Pero en total… ¿cuántos gnomos hay en esta isla?

Se miraron todos.

—¡Vamos! —dijo Nueve de Tréboles—. ¡Nos largamos!

Se tumbaron en el carro. Uno de ellos arreó al animal blanco, que se puso a correr a toda velocidad con sus seis patas.

Jamás me había sentido tan impotente. Los hubiera podido detener, claro está. Incluso podría haberles retorcido el cuello. Pero ni lo uno ni lo otro me habría dado más información sobre ellos.