REY DE PICAS

Cuando por fin llegamos a Venecia, ya tarde, tuvimos que aparcar el coche en un enorme aparcamiento antes de poder entrar en la ciudad en sí, porque Venecia no tiene ni una calle de verdad. En cambio tiene 180 canales, más de 450 puentes y miles de lanchas motoras y góndolas.

Desde el aparcamiento, fuimos en un taxi-góndola hasta el hotel, que se encontraba junto al Gran Canal, el más importante de Venecia. Mi viejo había reservado la habitación desde el hotel de Como.

Dejamos tirado el equipaje en la habitación más pequeña y más fea de todas en las que nos alojamos durante el viaje, y nos fuimos a pasear por los canales y por algunos de los innumerables puentes.

Íbamos a estar dos días en esa ciudad llena de canales, antes de proseguir el viaje. Por eso, yo sabía que había un grave peligro: que mi viejo aprovechara lo que la ciudad podía ofrecerle, en lo que a bebida se refería.

Después de cenar en la gran plaza de San Marcos, conseguí convencerle para que diéramos un pequeño paseo en góndola. Mi viejo señaló en el plano dónde quería ir, y el gondolero no paraba de mover la pértiga. Lo único que no fue como esperaba es que el gondolero no cantó ni una estrofa. No me importó lo más mínimo, porque esos gritos de gondolero siempre me habían recordado los maullidos de gato.

Mientras estábamos en la góndola, sucedió algo sobre lo que mi viejo y yo nunca llegamos a ponernos de acuerdo. En el instante en que nos disponíamos a pasar por debajo de uno de los puentes, una cara conocida apareció encima de nosotros, sobre la barandilla. Yo estaba convencido de que era el enano de la gasolinera, y esta vez el sorprendente reencuentro me disgustó. Me pareció que estábamos siendo perseguidos, en el sentido más literal de la palabra.

—¡El enano! —exclamé y me puse de pie en la barca señalándole.

Ahora entiendo que mi viejo se enfadara, porque la góndola estuvo a punto de volcar.

—¡Siéntate! —me ordenó, aunque, una vez pasado el puente, también él miró hacia arriba, pero el enano ya había desaparecido, exactamente igual que en la feria de Como.

—No hay duda de que era él —dije, y empecé a llorar; un poco por el susto de lo de la góndola, pero, sobre todo, porque estaba seguro de que mi viejo no me creía.

—Son imaginaciones tuyas, Hans Thomas.

—Pero era un enano —insistí.

—Puede ser, pero no el mismo —protestó, aunque ni siquiera le había visto.

—¿Quieres que me crea que Europa está llena de enanos?

Con esta pregunta di en el clavo, porque mi viejo se quedó sentado en la góndola, con una pícara sonrisa en la cara.

—Puede ser. Todos somos unos extraños enanos. Somos esas misteriosas figuras que aparecen de repente sobre los puentes de Venecia.

El gondolero, que no había cambiado la expresión de la cara en todo el viaje, nos dejó en una plaza con muchas terrazas en las aceras. Mi viejo me invitó a un helado y a un refresco, y él pidió café y algo así como Vecchia Romagna. No me sorprendí demasiado al descubrir que lo que acompañaba al café era una bebida marrón, servida en una elegante copa que me recordaba a una pecera.

Tras dos o tres de esas copas, mi viejo me miró muy serio a los ojos, como si hubiera decidido confiarme el mayor secreto de su vida.

—¿No te habrás olvidado de nuestro jardín en Hisoy, verdad? —empezó.

No me digné contestar una pregunta tan tonta, y él tampoco esperaba ninguna respuesta.

—Bueno —continuó—, entonces escúchame bien, Hans Thomas. Imaginémonos que un día sales al jardín y descubres un pequeño marciano entre los manzanos. Digamos que es un poco más pequeño que tú, y en lo que respecta a si el hombrecillo es amarillo o verde, se lo dejo a tu imaginación.

Asentí con la cabeza, no hubiera servido de nada protestar por el tema elegido.

—El forastero se queda mirándote fijamente, como se suele mirar a seres de otro planeta. La cuestión es cómo reaccionarías .

Estuve a punto de decir que le habría invitado a un desayuno del planeta Tierra, pero dije que seguramente me hubiese entrado tal pánico que me hubiera puesto a gritar como un loco.

Mi viejo asintió con la cabeza, evidentemente satisfecho por mi respuesta. Al mismo tiempo, comprendí que tenía algo más que decir.

—¿No crees que también te preguntarías quién era ese hombrecillo y de dónde vendría?

—Naturalmente —contesté.

Volvió a echar la cabeza hacia atrás, como si estuviera examinando a todas las personas de la plaza. Luego preguntó:

—¿No se te ha ocurrido nunca pensar que tú mismo podrías ser uno de esos marcianos?

Estaba acostumbrado a escuchar todo lo que salía de su boca, pero entonces tuve que agarrarme al borde de la mesa, para no caerme de la silla en la que estaba sentado.

—O un terrestre, si quieres. En realidad, no importa gran cosa cómo llamemos al planeta en que vivimos. Lo importante es que tú eres un hombrecillo de dos patas que anda a gatas por un planeta del universo.

—Exactamente como ese marciano.

Mi viejo asintió y continuó:

—Aunque no te tropieces con un marciano en el jardín, puede ocurrir que lo hagas contigo mismo. El día en que eso te ocurra, a lo mejor también te pones a gritar como un loco. No faltaría más, pues no todos los días descubres que eres un terrestre de carne y hueso sobre una pequeña isla del universo.

Entendía lo que quería decir, pero no resultaba fácil añadir nada. Lo último que dijo sobre el marciano fue:

—¿Recuerdas que vimos una película que se llamaba Encuentro?

Asentí. Era una extraña película, sobre gente que descubre un platillo volante de otro planeta.

—El ver una nave espacial de otro planeta se llama encuentro en la primera fase. Si además se ve a seres de dos patas salir de la nave, se llama encuentro en la segunda fase. Pero al año siguiente de ver Encuentro, vimos otra película…

—Que se llamaba Encuentros en la tercera fase.

—Exactamente. Eso es porque tocaron a esos seres de otro sistema solar. Es ese contacto directo con lo desconocido lo que se llama encuentro en la tercera fase. ¿Vale?

—Vale.

Permaneció sentado, mirando la plaza con todas las terrazas, y siguió diciendo:

—Pero tú, Hans Thomas, tú has vivido el encuentro en cuarta fase.

Me debí de quedar totalmente perplejo.

—Porque eres un misterioso ser del espacio —dijo mi viejo con énfasis. Solté la taza de café en la mesa con tal ímpetu que a los dos nos sorprendió que no se rompiera—. Tú eres ese misterioso ser, y tú lo conoces desde dentro.

Yo estaba ya bastante alucinado, pero comprendí que mi viejo tenía razón.

—Deberías recibir una subvención del Estado por filósofo —me limité a decir, y esas palabras salieron del fondo de mi corazón.

De vuelta en el hotel, ya de noche, descubrimos una enorme cucaracha en el suelo.

Mi viejo se inclinó sobre ella diciendo:

—Lo siento, amiga, pero no podrás dormir aquí esta noche. Hemos reservado una habitación doble, y sólo cabemos nosotros dos. Además soy yo el que paga la factura.

Creí que se había vuelto ya totalmente loco, pero entonces me miró y continuó:

—Esta cucaracha es demasiado gorda para poder matarla, Hans Thomas. Es tan enorme que habrá que considerarla un individuo, y no se mata a los individuos, aunque se reaccione con cierto rechazo ante su presencia.

—Entonces, ¿vamos a dejar que se pasee por la habitación mientras dormimos?

—¡Claro que no! La acompañaremos fuera.

Y eso fue exactamente lo que hizo. Mi viejo empezó a sacarla fuera de la habitación, como haría un pastor con su rebaño. Primero colocó las maletas y bolsas de modo que formaran una especie de larga pista sobre el suelo. Luego, con una cerilla empezó a hacer cosquillas a la cucaracha en el trasero, para meterle un poco de prisa. A la media hora, consiguió sacarla al pasillo, fuera de nuestro cuartucho. Con eso, mi viejo se dio por satisfecho, y no la acompañó hasta abajo.

—Y ahora vamos a dormir —dijo cerrando la puerta tras él. Se metió en la cama y se quedó frito instantáneamente.

Dejé encendida la luz de encima de mi cama, y seguí leyendo el libro del panecillo en cuanto estuve seguro de que mi viejo ya había sellado su pasaporte en la frontera del país de los sueños.