REINA DE PICAS

Mi viejo me despertó temprano a la mañana siguiente, lo que no era nada habitual, por lo que deduje que el licor de las botellitas que compró cuando íbamos a la feria no sería demasiado fuerte.

—Hoy vamos a Venecia —dijo—. Saldremos cuando salga el sol.

En cuanto me levanté de la cama, me acordé de que había soñado con el enano y la adivina de la feria. En mi sueño, el enano era una figura de cera en el túnel del terror, que de repente cobra vida porque la adivina gitana de pelo negro, que monta en el tren con su hermosa hija, le mira fijamente a los ojos. En la profunda oscuridad de la noche, el enano sale furtivamente del túnel y anda errante por Europa temiendo a cada momento que alguien le reconozca y le devuelva al túnel del terror. En ese caso, volvería a convertirse en una figura de cera.

Mi viejo estaba listo para partir, antes de que yo hubiera conseguido quitarme ese extraño sueño de la cabeza y me hubiera puesto los pantalones. Me hacía mucha ilusión ir a Venecia. Allí veríamos el Mediterráneo por primera vez desde que iniciamos el largo viaje. Nunca había visto ese mar, y mi viejo no lo veía desde sus tiempos de marinero. Desde Venecia continuaríamos, a través de Yugoslavia, hacia Atenas.

Bajamos al comedor y nos tragamos ese pobre desayuno que sirven en todas partes al sur de los Alpes. Antes de las siete, estábamos ya en el coche, y en el momento de arrancar, el sol salía por encima del horizonte. Mi viejo se puso sus gafas oscuras y dijo:

—Supongo que tendremos esa resplandeciente estrella delante toda la mañana.

De camino a Venecia, pasamos por la famosa llanura del río Po, que es una de las más fértiles del mundo, debido, claro está, a la frescura del agua de los Alpes.

Pasábamos por campos de naranjos y limoneros, y al momento siguiente, estábamos rodeados de cipreses, olivos y palmeras. En las zonas más húmedas había grandes extensiones de arrozales entre altos álamos. Por todas partes al borde de la carretera crecían amapolas. Eran de un rojo tan intenso que tenía que mirar con los ojos entreabiertos.

Antes del mediodía, llegamos a una colina desde donde pudimos contemplar una meseta tan rica en colores que, para poder hacer un cuadro realista, un pintor habría tenido que utilizar toda su caja de pinturas a la vez.

Mi viejo aparcó el coche, salió a toda prisa y se encendió un cigarrillo, mientras se concentraba para darme una de esas breves conferencias que soltaba constantemente.

—Todo esto brota a chorros cada primavera, Hans Thomas. Tomates y limones, alcachofas y nueces y, como puedes ver, toneladas de verde materia vegetal. ¿No te parece increíble que todo eso pueda surgir de la negra tierra?

Se quedó mirando la obra de la creación y añadió:

—Lo que más me impresiona es que todo esto proceda de una sola célula. En una ocasión, hace miles de millones de años, brotó una pequeña semilla que empezó a dividirse. Y con los años, esa pequeña semilla se convirtió en elefantes y manzanos, frambuesas y orangutanes. ¿Lo entiendes, Hans Thomas?

Le dije que no con la cabeza, y él siguió con su rollo. Fue una exhaustiva conferencia sobre el origen de las distintas especies de plantas y animales. Al final, señaló una mariposa que acababa de abandonar una flor azul y explicó que precisamente esa mariposa podía vivir en paz aquí, en la llanura del Po, porque los puntos de sus alas se parecían a los ojos de los animales salvajes.

Cuando mi viejo se quedaba callado durante un descanso para fumar, en lugar de abrumar a su indefenso hijo con conferencias filosóficas, lo que ocurría muy pocas veces, yo aprovechaba para sacar la lupa del bolsillo del pantalón y hacer alguna que otra interesante observación biológica. La lupa también me era útil para leer el libro del panecillo sentado en el asiento de atrás. Me parecía que, tanto la naturaleza como el libro, contenían una enorme riqueza de secretos.

Durante unos cuantos kilómetros, mi viejo condujo pensativo. Yo sabía que en cualquier momento podría decir algo importante, bien sobre el planeta en que vivimos o bien sobre mamá, que un buen día nos abandonó. Pero ahora lo más importante de todo era leer el libro del panecillo.

Me sentí aliviado por haber aterrizado en un lugar que no era un simple islote en el mar. Pero aún había algo más. Era como si esta isla guardara un secreto inescrutable. Conforme me seguía adentrando en ella, me parecía que continuaba creciendo, que se desdoblaba por todos los lados a cada paso que daba. Se estaba extendiendo en todas las direcciones, como si estuviera expulsando algo desde su interior.

Continué el sendero, adentrándome cada vez más en la isla, pero pronto se dividió en dos caminos y tuve que elegir uno. Empecé a correr por el de la izquierda. Luego también ése se dividía en dos. Volví a coger el de la izquierda.

El sendero me introdujo en una profunda grieta entre dos montañas. Por allí, entre la maleza, había unas enormes tortugas, las más grandes medían más de dos metros de largo. Yo había oído hablar de grandes tortugas, pero era la primera vez que las veía con mis propios ojos. Una de ellas sacó la cabeza de la concha y me miró como si quisiera darme la bienvenida a la isla.

Seguí andando toda la mañana. Vi nuevos bosques, valles y llanuras, pero no volví a ver el mar. Era como si hubiese penetrado en un paisaje mágico, un laberinto al revés, en el que los caminos nunca se topaban con ninguna pared.

Ya muy avanzada la tarde, llegué a un paisaje abierto, con una gran laguna que brillaba al tenue sol del atardecer. Me lancé a la orilla y bebí hasta apagar la sed. Por primera vez en varias semanas, bebía agua fresca.

También había pasado mucho tiempo desde que me había lavado por última vez. Me quité el ceñido traje de marinero y me zambullí en el agua para nadar. Era refrescante, después de haber andado toda la tarde bajo el abrasador sol tropical. Me di cuenta de que me había quemado la frente por haber navegado sin protección en el bote salvavidas.

Un par de veces buceé hasta el fondo. Cuando abrí los ojos, descubrí un banco de pequeños peces de todos los colores del arco iris. Unos eran verdes, como las plantas del borde del agua, otros azules, como piedras preciosas, y otros emitían destellos rojos, amarillos y naranjas, y al mismo tiempo, cada uno de ellos tenía algo de todos los colores.

Salí del agua y me sequé al sol de la tarde. Noté que el hambre invadía todo mi cuerpo. Entonces descubrí unos arbustos con bayas amarillas del tamaño de una fresa. Jamás había visto unas bayas de ese tipo, pero supuse que eran comestibles. Sabían a una mezcla entre nuez y plátano. Cuando me había hartado de comer bayas, volví a ponerme el traje de marinero y, al final, me dormí agotado en la orilla del gran lago.

A la mañana siguiente, me desperté sobresaltado antes de que hubiera salido el sol. Fue como una repentina toma de conciencia, que recorrió todo mi cuerpo.

¡He sobrevivido al naufragio!, pensé. Por fin lo entendí en toda su magnitud. Tuve la sensación de haber nacido de nuevo.

A la izquierda del lago, se extendía un tortuoso paisaje de colinas. Estaba cubierto de hierba amarilla y de algunas flores rojas con forma de campana, que se movían ligeramente con la suave brisa de la mañana.

Antes de que el sol hubiera salido, me encontraba en la cima de una colina. Tampoco desde allí pude ver el mar. Veía delante de mí una gran extensión de tierra, un continente. Había estado en América del Norte y en América del Sur, pero ahora no me encontraba en ninguno de esos continentes, pensé. No había rastro de seres humanos.

Me quedé allí hasta que el sol, de un intenso color rojo, y resplandeciente como un espejismo, apareció por el este, encima de una estepa allá en la lejanía. Como el horizonte estaba tan bajo, era el sol más grande y más rojo que jamás había visto, incluso en el mar.

¿Sería el mismo sol que brillaba sobre la casa de mis padres en Lübeck?

Continué caminando por esos parajes durante toda la mañana. Cuando el sol estaba ya alto en el cielo, bajé hasta un valle donde había rosales amarillos, por entre los que volaban unas mariposas gigantes. Las más grandes eran del tamaño de las cornejas, pero infinitamente más bonitas. Todas eran de un intenso color azul, pero en las alas tenían dos grandes estrellas de color rojo sangre. Me parecían flores vivas. Era como si algunas de las flores de la isla, de repente, se hubiesen despegado del suelo y aprendido el arte de volar. Sin embargo, lo más curioso de esas mariposas era que emitían un sonido que recordaba el canto de los pájaros. Se asemejaba a un débil silbido de flauta con diferentes tonos. Así, una suave música inundaba todo el valle, como cuando todos los instrumentos de viento de una gran orquesta son afinados a la vez antes del concierto. A veces me rozaban suavemente con sus alas, era como un roce de terciopelo. Noté su olor, pesado y dulzón, como el de un caro perfume.

Por el valle fluía un caudaloso río. Decidí seguir su cauce, para no vagar sin rumbo por la gran isla. Pensé que de este modo, seguro que antes o después, llegaría al mar. Pero no resultó tan fácil porque, al poco tiempo, el gran valle se acabó. Primero se estrechó como un embudo, y finalmente me topé con la pared de una montaña.

No entendía cómo podía ser eso, porque un río no puede dar la vuelta y comenzar a fluir, en sentido contrario, por el mismo camino por el que ha llegado. Al bajar por el precipicio, descubrí que el río continuaba por un túnel que atravesaba la montaña. Me acerqué hasta la entrada y miré hacia el interior de la montaña. El agua formaba allí un canal subterráneo.

Delante de la entrada del túnel, unas ranas tan grandes como conejos saltaban en el borde del agua y, cuando croaban todas a la vez, hacían un ruido ensordecedor. Nunca me hubiera imaginado que en la naturaleza existieran unas ranas tan enormes.

Por la húmeda hierba se arrastraban grandes lagartos y otros reptiles también enormes. Aunque jamás los había visto tan grandes, estaba habituado a ver animales de ese tipo en mis visitas a los puertos de todo el mundo. Pero era la primera vez que los veía de tantos colores. En esa isla, los reptiles eran rojos, amarillos y azules.

Descubrí que se podía ir por la orilla del río y entrar en el túnel. Así que entré para ver hasta dónde llegaba.

Dentro de la montaña había una enigmática luz azul verdosa. El agua apenas se movía. También allí dentro, en el agua cristalina, había bancos de peces de colores.

Al cabo de un rato, percibí un débil sonido más adentro del túnel. Conforme avanzaba, el sonido se hacía cada vez más fuerte, parecían atronadores timbales. Comprendí que me estaba acercando a una cascada subterránea.

Así que tendré que dar la vuelta de todos modos, pensé. Pero antes de llegar a la cascada, el espacio se llenó de una intensa luz. Miré hacia arriba y descubrí una pequeña oquedad en la montaña. Empecé a trepar hacia ella, y poco después contemplé debajo de mí una naturaleza tan indescriptiblemente hermosa que se me saltaron las lágrimas.

A duras penas, logré salir por el hueco. Cuando me puse en pie, ante mis ojos se extendía un valle tan frondoso y verde que ya no añoré el mar.

Andando por la ladera, descubrí varias clases de árboles. De unos colgaban manzanas y naranjas, y de otros, otras frutas que me eran conocidas. Pero, en ese valle, también crecían frutos y bayas que jamás había visto. En los árboles más grandes, crecía una fruta parecida a las ciruelas, pero más alargada. Los árboles más pequeños tenían frutos verdes del tamaño de un tomate.

Seguí bajando por el valle. Entonces descubrí los molucos.

Las abejas y las mariposas me habían hecho abrir ojos como platos, pero, aunque eran más grandes y más hermosas que las de su misma especie en Alemania, al fin y al cabo eran abejas y mariposas, y lo mismo pasaba con las ranas y los reptiles. Pero ahora tenía ante mí unos grandes animales blancos, tan distintos de todo lo que había visto y oído nunca que tuve que frotarme los ojos.

Era un rebaño de unos doce o quince ejemplares. Eran grandes como caballos o vacas, pero tenían una piel gruesa y blanquecina, que me recordaba a la del cerdo, y todos tenían seis patas. En comparación con los caballos y las vacas, sus cabezas eran más pequeñas y puntiagudas. A veces las elevaban hacia el cielo diciendo ¡«bratch, bratch»!

No tuve miedo. Aquellos animales de seis patas tenían pinta de ser tan buenos y tan tontos como las vacas de Alemania. Me hicieron darme cuenta de que me encontraba en un país que no figuraba en el mapa. Ese descubrimiento me pareció tan escalofriante como si me hubiera encontrado con un ser humano sin rostro.

Naturalmente, se tardaba mucho más en leer las minúsculas letras del libro del panecillo que las letras normales. Había que sacar del conjunto cada minúscula letra y enlazarla con las demás. Cuando acabé el apartado sobre los animales de seis patas, era ya bastante tarde, y mi viejo salió de la autopista y cogió otra carretera.

—Vamos a cenar a Verona —dijo.

—Anorev —repliqué, porque ya había visto la señal.

Mientras entrábamos en la ciudad, mi viejo me contó la triste historia de Romeo y Julieta, que no podían estar juntos por pertenecer a dos familias rivales. Los jóvenes novios, que sacrificaron su vida por un amor imposible, habían vivido en Verona hacía muchos años.

—Me recuerda un poco a los abuelos —dije. Mi viejo rió porque eso nunca se le había ocurrido.

Comimos «antipasto» y pizza en un gran restaurante al aire libre. Antes de continuar, dimos una vuelta por las calles, y en un quiosco de souvenirs, mi viejo compró una baraja con cincuenta y dos mujeres medio desnudas. Como siempre, se aseguró rápidamente de que hubiera comodín, pero esta vez se quedó con toda la baraja.

Creo que sintió un poco de vergüenza porque las mujeres de la baraja llevaban aún menos ropa de la que se había imaginado. Se apresuró a guardárselas en el bolsillo de la camisa.

—En realidad es increíble que haya tantas mujeres —comentó, más bien para sí mismo. Algo tenía que decir, claro.

Pero era un comentario que, en sí, no servía para nada, ya que, de hecho, la mitad de la población mundial son mujeres. Supongo que lo que quería decir era que había muchas mujeres desnudas, porque a eso, uno no está tan acostumbrado.

Si era eso lo que quería decir, estaba de acuerdo con él, pues me parecía un poco fuerte juntar cincuenta y dos ejemplares en una sola baraja. En cualquier caso, era un invento malo, pues no se puede jugar con una baraja que sólo tiene damas. Es cierto que ponía rey de picas, cuatro de tréboles, etc., etc., en el extremo superior izquierdo, pero estoy seguro de que, jugando con una baraja así, la gente se quedaría mirando a las mujeres, en lugar de concentrarse en el juego.

El único hombre de la baraja era un comodín. En esta ocasión era una escultura griega o romana, con cuernos de macho cabrío. También él estaba desnudo, pero eso es normal en todas las esculturas clásicas.

De vuelta en el Fiat, seguía pensando en la extraña baraja, y dije:

—¿Nunca has pensado en la posibilidad de buscarte una nueva mujer, en lugar de emplear media vida en volver a encontrar a una que aún no se ha encontrado a sí misma?

Primero soltó una carcajada, pero luego contestó:

—Tienes razón, es un poco misterioso; en este planeta viven más de cinco mil millones de seres. Te enamoras de una persona y no la quieres cambiar por nadie en el mundo.

No hubo más comentarios sobre aquella baraja. Aunque contenía cincuenta y dos mujeres, todas esforzándose en estar lo más guapas posible, mi viejo pensaba que a esa baraja le faltaba una carta importante. Ésa era la carta que debíamos encontrar en Atenas.