DIEZ DE PICAS

Cuando volví a casa aquella noche, aún tenía el sabor de la bebida púrpura en el cuerpo. De repente, noté el sabor a cereza en la punta de un oído; en el codo, sentí un rastro de lavanda. También en una de mis rodillas surgió de pronto un ácido sabor a ruibarbo.

La luna se había escondido tras las montañas, y, por encima de ellas, brillaban muchas estrellas; parecía que habían sido derramadas por un salero mágico.

Pensaba que yo era una pequeña persona en la Tierra. Pero en ese momento, cuando todavía llevaba dentro la bebida púrpura, no era sólo un pensamiento. Noté en todo mi cuerpo que este planeta era mi hogar.

Comprendí el peligro de esa bebida. Había despertado en mí una sed que nunca podría apagar del todo. Ya me apetecía más.

Cuando llegué a la calle Waldemar, me encontré a mi padre, que venía tambaleándose del Schöner Waldemar. Le dije que había estado de visita en casa del panadero. Se enfadó muchísimo y me dio un fuerte cachete.

En aquel instante en que todo me parecía tan hermoso, el cachete me dolió tanto que me eché a llorar; al verme, también mi padre se echó a llorar. Me preguntó si le podría perdonar alguna vez. No le contesté; simplemente, me fui con él a casa.

Lo último que dijo mi padre aquella noche antes de acostarse fue que mi madre era un ángel, y que el alcohol era una maldición del diablo. Creo que fue lo último que dijo, antes de que la bebida le ahogara del todo y para siempre.

A la mañana siguiente, me acerqué temprano a la panadería. Ni Hans el Panadero ni yo comentamos nada sobre la bebida púrpura. Era como si no perteneciera al pueblo, sino, más bien, a otro mundo diferente. Pero los dos sabíamos que guardábamos juntos un gran secreto.

Si él me hubiera preguntado de nuevo si yo sería capaz de guardar el secreto, me hubiera puesto muy triste, pero el viejo panadero sabía que no tenía que volvérmelo a preguntar.

Hans se metió en la trastienda para hacer masa de roscón, y yo me senté en una banqueta para observar el pez naranja. Nunca me cansaba de mirarlo. Tenía unos colores preciosos, y nadaba dentro del cristal haciendo de vez en cuando pequeñas zambullidas en el agua, guiado sólo por su propia voluntad interior. Tenía conchitas vivas en todo el cuerpo. Sus ojos eran dos puntitos negros que nunca se cerraban. Sólo su pequeña boca se abría y cerraba constantemente.

Incluso el animal más pequeño es una persona, pensé. Este pececito que nada dentro de la pecera viviría únicamente esa vez. Y cuando su vida se apagara algún día, ya no volvería jamás.

Cuando me disponía a irme, como hacía siempre después de haber hecho una pequeña visita matutina a Hans el Panadero, el viejo se dirigió a mí y me dijo:

—¿Vienes esta noche, Albert?

Asentí con la cabeza. Él añadió:

—Aún no te he hablado de la isla… y no sé cuántos días de vida me quedan.

Yo me volví hacia él y le abracé.

—No te puedes morir —dije—. ¡Tú nunca te morirás!

—Toda la gente mayor tiene que morir —contestó, apretando con fuerza mi delgado hombro—. Precisamente por eso, es bueno saber que detrás viene alguien que puede continuar donde el viejo tuvo que dejarlo.

Cuando subí aquella noche hasta la cabaña, Hans el Panadero vino a mi encuentro hasta la fuente.

—Ya está colocada de nuevo en su sitio —dijo.

Comprendí que se refería a la bebida púrpura.

—¿Nunca podré volver a probarla?

El viejo arrugó la nariz:

—¡No, jamás!

En ese momento, se mostró firme y severo. Pero yo sabía que tenía razón, nunca más volvería a probar la bebida misteriosa.

—La botella permanecerá en el desván. Y no deberá ser sacada de nuevo hasta dentro de medio siglo, más o menos. Entonces llamará a tu puerta un joven, y a él le tocará probar el dorado brebaje. De ese modo, el contenido de la botella fluirá por muchas generaciones, y algún día el maravilloso arroyo desembocará en el País del Mañana. ¿Lo entiendes, hijo? ¿O es demasiado complicado para un muchacho?

Contesté que lo había entendido, y entramos en la cabaña, donde había tantas cosas extrañas de otros tantos rincones del mundo. Nos sentamos delante de la chimenea como la noche anterior. Había dos vasos sobre la mesa, y Hans el Panadero los llenó con el zumo de arándanos que guardaba en una antigua licorera.

«Yo nací en Lübeck, una fría noche de invierno de enero de 1811», comenzó. «Fue durante las largas guerras napoleónicas. Mi padre era panadero, como yo ahora; pero, desde muy pequeño, yo había decidido ser marinero. Seguramente la verdad es que me vi obligado a ello, pues éramos ocho hijos y la pequeña panadería de mi padre no daba para mantenernos a todos. Con apenas dieciséis años, en 1826, me embarqué en un gran velero en Hamburgo. El barco se llamaba María, y procedía de la ciudad noruega de Arendal.

María fue mi hogar y mi vida entera durante más de quince años. Sin embargo, en el otoño de 1842, navegábamos de Rotterdam a Nueva York con carga común. Teníamos una buena tripulación, pero esa vez, tanto la brújula como el octante, nos engañaron. Creo que cogimos un rumbo demasiado al sur ya desde que salimos del Canal de La Mancha. Debimos de navegar hacia el Golfo de México. Cómo pudo ocurrir, sigue siendo un misterio para mí.

Según todos los cálculos, tras siete u ocho semanas en mar abierto, tendríamos que haber llegado a puerto, pero aún no se veía tierra por ninguna parte. Quizá en ese momento nos encontráramos en algún punto muy al sur de las Bermudas. Una mañana, el viento empezó a soplar fuerte y se convirtió en una tempestad. Fue en aumento y pronto se desencadenó un tremendo huracán.

No sé exactamente lo que ocurrió. Puede que el gran velero naufragara en una de las sacudidas del huracán. Del propio naufragio, sólo tengo recuerdos dispersos, todo ocurrió muy deprisa. Pero sí recuerdo que el velero volcó, y que entraba agua. Uno de mis compañeros cayó al mar y desapareció entre las enormes olas. Y eso es todo. Lo siguiente que recuerdo es que me desperté en un bote salvavidas sobre un mar completamente en calma.

No sé cuánto tiempo estuve sin conocimiento. Puede que unas horas, quizá varios días. Mi vida comenzó de nuevo en el momento en que desperté en el bote salvavidas. Después supe que el velero naufragó sin dejar rastro ni del barco ni de la tripulación. Yo fui el único superviviente del naufragio.

El bote salvavidas tenía un pequeño cordaje, y debajo de las planchas de proa encontré una vieja lona. Icé la vela e intenté navegar guiándome por el sol y la luna. Pensé que me encontraba en algún lugar de la costa este de América y procuré llevar rumbo hacia el oeste.

Así permanecí a la deriva durante más de una semana, sin otro alimento que agua y galletas. No vi nunca nada que se pareciera al mástil de un barco.

Recuerdo especialmente la última noche. Por encima de mí, las estrellas brillaban como si fueran islas lejanas que no podía alcanzar con las velas de ese barco. Me pareció muy extraño pensar que me encontraba bajo el mismo cielo que mi madre y mi padre en mi casa de Lübeck. Aunque estábamos viendo las mismas estrellas, nos encontrábamos muy lejos los unos de los otros. Pues las estrellas no revelan nada de nadie, Albert. No les importa cómo vivimos nuestras vidas en la Tierra.

Pronto mis padres recibirían la triste noticia de que yo había naufragado con el María.

A la mañana siguiente, muy temprano, cuando el cielo de la noche se retiraba, y la aurora aparecía en el horizonte, vi de pronto un puntito en la lejanía. Primero creí que el puntito era una mota en mi ojo, pero, aunque me froté los ojos hasta hacerme llorar, el puntito permanecía en el mismo sitio. Finalmente comprendí que tenía que tratarse de una isla.

Intenté dirigir el bote hacia allí, pero notaba que una fuerte corriente que procedía de aquel pequeño trozo de tierra que se divisaba a lo lejos me lo impedía. Arrié la vela, busqué un par de remos, me senté de espaldas a la isla, y coloqué los remos en los soportes. Remaba sin cesar, pero tenía la sensación de no avanzar nada. Ante mí se encontraba el inmenso mar, que sería mi tumba si no conseguía llegar hasta la isla. Habían pasado casi veinticuatro horas desde que me había bebido la última ración de agua. Luché contra el mar durante muchas horas, me sangraban las palmas de las manos de agarrar tan fuerte los remos, pero mi única posibilidad de sobrevivir era llegar a aquella isla.

Cuando me volví después de haber remado como un loco durante horas, y miré de nuevo hacia el puntito, se había convertido en una isla, con su contorno claramente definido. Vi una laguna con palmeras. Pero aún no había llegado a mi destino; aún me quedaba mucho trabajo.

Al final vi recompensados mis esfuerzos. Al cabo de muchas horas, entré en la laguna y noté un suave golpe en el bote, al encallar en la arena de una playa.

Me bajé del bote y lo empujé hasta la orilla; después de esos interminables días en el mar, el sentir tierra firme bajo los pies me parecía un cuento de hadas.

Me comí la última ración de galletas, antes de arrastrar el bote entre las palmeras. Lo primero que me pregunté era si en la isla habría agua.

Aunque me encontraba a salvo en un lugar de los mares del sur, no me sentía muy optimista. Enseguida me di cuenta de que la isla debía de estar deshabitada. Además, parecía muy pequeña. Desde donde me encontraba, podía ver cómo se curvaba. Me pareció que podía ver hasta la otra orilla.

No había muchos árboles pero, de repente, oí el canto de un pájaro que provenía de la copa de una palmera. Era el canto de pájaro más hermoso que había oído jamás. Seguramente me pareció tan maravilloso porque fue la primera señal de vida en aquella isla. Tras muchos años en el mar, sabía con certeza que ese pájaro no era un ave marina.

Abandoné el bote y seguí un pequeño sendero para acercarme al pájaro del árbol. Conforme me adentraba en la isla, me parecía que ésta iba creciendo. De repente, descubrí que había más árboles, y ya en el interior, oí el canto de más pájaros. Al mismo tiempo, aunque creo que lo había notado desde el principio, reparé en que muchas flores y arbustos eran distintos a todo lo que había visto hasta entonces.

Desde la playa, sólo había visto siete u ocho palmeras. Más tarde descubrí que el pequeño sendero por el que caminaba continuaba entre altos rosales y desembocaba, más adelante, en un pequeño grupo de palmeras.

Corrí hacia allí, quería hacerme una idea del tamaño de la isla. Cuando llegué hasta ellas, vi que servían de pórtico a un espeso bosque. Miré hacia atrás y aún pude ver la laguna por la que había entrado. A derecha e izquierda, contemplé el Atlántico, que brillaba con luz dorada bajo la intensa luz del día.

Ya no pensaba en nada, sólo estaba obsesionado por saber dónde terminaba el bosque. Empecé a correr entre los frondosos árboles. Cuando llegué al otro lado, me encontré con que por todas partes se levantaban empinadas cuestas. Ya no podía ver el mar».