Mientras estaba leyendo lo de la bebida púrpura, mi viejo había intentado varias veces iniciar una conversación, pero esa bebida estaba tan buena que era incapaz de dejar el libro del panecillo. A veces me veía obligado, por pura cortesía, a mirar por las ventanillas del coche, y contemplar alguna vista que él me señalaba.
—¡Estupendo! —decía yo, o—: ¡Precioso!
Una de las cosas en que me hizo fijarme mi viejo, mientras yo andaba por el desván de Hans el Panadero, era en que todas las señales y nombres a lo largo de la carretera estaban escritos en italiano. Estábamos atravesando la parte italiana de Suiza, lo que era evidente no sólo por los nombres. Mientras leía, observaba que, en el valle por el que pasábamos, había flores y árboles propios de países mediterráneos.
Mi viejo, que había estado en todos los continentes, hacía toda clase de comentarios sobre la vegetación.
—¡Mimosas! —exclamaba—. ¡Magnolias! ¡Rododendros! ¡Azaleas! ¡Cerezos japoneses!
También vimos palmeras mucho antes de pasar la frontera de Italia.
—Nos estamos acercando a Lugano —dijo mi viejo justo cuando dejé el libro del panecillo.
Sugerí que hiciéramos noche allí, pero mi viejo dijo que no.
—Habíamos acordado llegar a Italia —replicó—. No queda mucho, y todavía es muy temprano.
Lo que sí hicimos fue tomarnos un largo descanso en Lugano. Primero dimos una vuelta por las calles y los distintos parques y jardines característicos de esa ciudad. Yo llevaba la lupa e iba haciendo observaciones botánicas, y mi viejo se compró un periódico inglés y se encendió un cigarrillo.
Estudié dos árboles que eran muy distintos. Uno tenía grandes flores rojas, y el otro, tenía unas flores amarillas más pequeñas. Las flores también tenían una forma completamente diferente, y sin embargo, era evidente que los dos árboles pertenecían a la misma familia, porque, al observar sus hojas con la lupa, vi que los nervios y texturas eran casi idénticos.
De repente oímos un ruiseñor. Gorjeaba, silbaba y trinaba tan maravillosamente que estuve a punto de echarme a llorar de emoción. Mi viejo estaba tan impresionado como yo, pero a él le dio por reírse.
Hacía tanto calor que me compró dos helados sin que tuviera que animarle a filosofar. Intenté engañar a una gran cucaracha para que subiera al palo del helado y poder examinarla con la lupa, pero justamente aquella cucaracha tenía pánico al doctor.
—Las cucarachas aparecen en cuanto la temperatura sube por encima de los treinta grados —dijo mi viejo.
—Y vuelven a desaparecer en cuanto huelen un palo de polo —repliqué yo.
Antes de volvernos a meter en el coche, mi viejo compró una baraja, lo que hacía con la misma frecuencia con que otros se compran una revista. No le gustaba especialmente jugar a las cartas, ni tampoco hacer solitarios, eso me lo dejaba a mí. Así que tengo que explicar esas compras.
Mi viejo trabajaba de mecánico en un gran taller de Arendal. Además de ocuparse de su trabajo, siempre había estado obsesionado por las cuestiones trascendentales. Las estanterías de su habitación estaban rebosantes de libros más o menos desgastados sobre distintos temas filosóficos. Pero tenía un hobby normal y corriente. Aunque… no sé hasta qué punto era normal y corriente.
Mucha gente colecciona piedras, monedas, sellos o mariposas. También mi viejo tenía una de esas manías: coleccionaba comodines. Lo hacía desde mucho antes de que yo naciera, creo que empezó cuando era marinero. Tenía un cajón lleno de comodines diferentes.
Cuando veía a alguien jugar a las cartas, iba a pedirle un comodín. Era capaz de acercarse a desconocidos que estuvieran jugando en un café, o en el borde de un embarcadero, y pedirles un comodín, si no les hacía falta para el juego. La mayoría buscaba el comodín y se lo daba inmediatamente, pero otros se le quedaban mirando como si quisieran decirle que hay mendigos muy extraños en este mundo. Algunos respondían a su petición con un cortés «no», y otros le contestaban groseramente. A veces, me sentía como un niño gitano utilizado contra su voluntad para pedir limosna.
Naturalmente, me preguntaba a qué podía deberse ese hobby tan original. Mi viejo conseguía, de ese modo, coleccionar una carta de todas las barajas con las que se topaba. En ese sentido, su hobby era similar a los que consistían en coleccionar una postal de todas las ciudades del mundo. Era evidente que los únicos naipes que podía conseguir eran los comodines. No podía coleccionar nueves de picas o reyes de tréboles, por ejemplo, porque no se iba a acercar a pedir el rey de tréboles o el nueve de picas a un grupo que estuviera jugando al bridge.
La clave estaba en que casi todas las barajas tienen dos comodines. A veces habíamos encontrado hasta tres y cuatro, pero por regla general solía haber dos. Además, no hay muchos juegos que precisen del comodín, y las pocas veces que se usan, suele bastar con uno. No obstante, el interés de mi viejo por los comodines tenía una causa más profunda que esas cuestiones meramente prácticas.
Mi viejo se consideraba un comodín. Lo decía muy pocas veces, pero yo sabía desde hacía mucho tiempo que se consideraba un comodín de la baraja.
El comodín es un pequeño bufón, distinto a todos los demás. No es ni trébol ni diamante, ni corazón ni pica. Tampoco es un ocho o un nueve, ni rey ni reina. Es el que se queda fuera de todo aquello de lo que los demás forman parte. Está dentro de la misma caja, con todos los demás naipes, pero no es como ellos. Por lo tanto, puede ser retirado sin que nadie lo eche de menos.
Creo que mi viejo se sentía como un comodín cuando se crió como hijo de alemán en Arendal. Pero eso no era todo: mi viejo era un comodín también en su papel de filósofo. Siempre veía cosas extrañas, a las que los demás estaban ciegos.
De modo que cuando mi viejo compró esa baraja en Lugano, no fue por el interés que tuviera la baraja en sí. Sentía una curiosidad especial por ver cómo era precisamente el comodín de esa baraja. Tenía tanto interés que enseguida abrió el paquete y sacó uno de los comodines.
—Es como había pensado —dijo—. Nunca había visto uno como éste.
Se metió el comodín en el bolsillo de la camisa. Ahora me tocaba a mí:
—¿Me dejas ver la baraja?
Mi viejo me la alcanzó inmediatamente. Era una ley no escrita: cuando compraba una baraja, él se quedaba con un comodín, nunca más de uno, y me daba el resto de las cartas, si tenía tiempo de pedírselas antes de que se hubiera desecho de ellas por otra vía. Así, había conseguido cerca de cien barajas. Como era hijo único, y además no había mamá en casa, era muy aficionado a hacer solitarios, y como no era coleccionista, me parecía que ya tenía suficientes barajas. Por eso algunas veces, cuando mi viejo compraba una, sacaba a toda prisa el comodín y tiraba el resto a la basura. Era más o menos como pelar un plátano y luego tirar la cáscara.
—¡Basura! —exclamaba a veces al separar el grano de la cizaña, y tiraba todo a la papelera.
Por regla general, se libraba de la basura de una manera menos brusca. Si yo no quería la baraja, solía dársela a algún chaval, sin más comentarios. De esa manera, devolvía a la humanidad todos esos comodines que había ido pidiendo a jugadores desconocidos. En mi opinión, la humanidad hizo un buen negocio.
Al arrancar el coche, mi viejo dijo que el paisaje en ese lugar era tan maravilloso que quería dar un pequeño rodeo. En vez de seguir por la autopista de Lugano a Como, fuimos por el lago de Lugano. Y cuando tuvimos medio lago a nuestras espaldas, cruzamos la frontera y entramos en Italia.
Rápidamente comprendí por qué mi viejo había elegido ese camino. Nada más dejar atrás el lago de Lugano, llegamos a otro lago mucho más grande y con mucho tráfico fluvial. Era el lago de Como. Primero pasamos una pequeña ciudad llamada Menaggio. Oigganem, dije yo. Y luego recorrimos bastantes kilómetros a lo largo del gran lago, antes de llegar a Como, cuando ya se estaba haciendo de noche.
Por el camino, mi viejo iba reconociendo todos los árboles que veíamos.
—Pino —decía—, ciprés, olivo, higuera.
Yo no sabía dónde había aprendido tantos nombres. Yo había oído algunos antes, pero con todos los demás podría haberme engañado, si hubiese querido, porque me eran totalmente desconocidos.
Entre todas esas maravillas naturales, seguí leyendo el libro del panecillo. Tenía muchas ganas de saber dónde había conseguido Hans el Panadero esa fantástica bebida púrpura y, también, todos los pececitos de colores.
Antes de continuar la lectura, hice medio solitario, para poder justificar mi silencio. Le había prometido al amable panadero de Dorf que el libro del panecillo sería un secreto entre nosotros dos.