Albert Klages levantó el vaso y bebió un sorbo de vino.
Mirando su anciano rostro, me resultaba curioso pensar que ese hombre hubiera sido un día aquel niño desamparado que había perdido a su madre. Intenté imaginarme aquella extraña relación que se había ido entablando entre él y Hans el Panadero.
Yo también me sentía solo y abandonado cuando llegué a Dorf, pero él, que me recibió entonces, había sido tan desgraciado como yo.
Albert volvió a dejar el vaso sobre la mesa, y removió la leña en la chimenea con el atizador, antes de proseguir:
«Toda la gente de Dorf sabía que Hans el Panadero vivía en una cabaña de madera en las afueras de Dorf. Corrían muchos rumores sobre cómo era la cabaña por dentro, pero no creo que nadie hubiera entrado nunca en su casa. Por eso, no era de extrañar que sintiera cierto cosquilleo en el estómago, cuando aquella noche de invierno subía las nevadas cuestas que conducían a casa de Hans. Yo era la primera persona que iba a tener acceso a la casa del enigmático panadero…
Sobre las montañas del este, se dibujaba una blanca luna llena y ya habían aparecido las primeras estrellas en el cielo de la tarde.
Subiendo la última cuesta, me volví a acordar de que Hans había dicho que un día me iba a dar a probar una bebida mil veces mejor que el refresco que me dio después de la gran pelea. ¿Tendría algo que ver esa bebida con el gran secreto?
Pronto divisé la casa en lo alto de la colina, y como seguramente ya habrás adivinado, Ludwig, esa casa es la misma en la que te encuentras ahora».
Asentí con la cabeza y el viejo panadero continuó:
«Dejé atras la fuente, crucé el patio, que estaba cubierto de nieve, y llamé a la puerta. Hans el Panadero contestó:
—¡Entra, hijo!
Recuerda que yo no tenía más que doce o trece años en aquella época. Vivía todavía en la granja con mi padre, y me resultaba muy extraño que otro hombre me llamara «hijo».
Entré y fue como adentrarme en otro mundo. Hans el Panadero estaba sentado en una gran mecedora, y por toda la sala, había peceras con peces de colores. Una franja del arco iris resplandecía en cada rincón.
Pero no sólo había peces de colores. Permanecí de pie durante mucho rato, viendo cosas que no había visto jamás. Hasta muchos años más tarde, no fui capaz de dar nombre a todo lo que vi.
Había botellas con barcos dentro, caracolas, estatuas de Buda y piedras preciosas, boomerangs y muñecas negras, viejos sables y espadas, cuchillos y pistolas, pufs persas y mantas indias de lana de llama. Me fijé especialmente en una extraña figura de cristal de un animal, que tenía la cabeza puntiaguda y seis patas. Era todo como un torbellino de países lejanos. A lo mejor había oído hablar de alguno de aquellos objetos, pero yo aún no había visto ninguna fotografía.
El ambiente que se respiraba en el interior de la pequeña cabaña, era muy distinto del que me había imaginado. Era como si ya no estuviera en casa de Hans el Panadero, sino en la de un viejo marino. Había varias lámparas de aceite encendidas —muy distintas de los quinqués que yo conocía—, que deberían de proceder de algún barco.
El viejo me invitó a sentarme en una silla junto a la chimenea, y era precisamente la silla en la que estás sentado tú ahora, Ludwig. ¿Entiendes?».
Volví a asentir con la cabeza.
«Antes de sentarme en la silla, di una vuelta por la sala, mirando los peces de colores. Algunos eran rojos, amarillos y naranjas, otros eran verdes, azules y malvas. El único pececito de ese tipo que había visto antes, era el que nadaba dentro de una pecera que había encima de una mesa en la trastienda de la panadería. A menudo me había quedado mirando ese pececito, mientras Hans amasaba sus panes.
—¡Cuántos peces tienes! —exclamé mientras cruzaba la habitación para ir hacia él—. ¿Vas a decirme dónde los has capturado?
Dijo riéndose:
—Todo a su debido tiempo, hijo, todo a su debido tiempo. Dime, ¿te gustaría convertirte en el panadero de Dorf, el día que yo desaparezca?
Aunque sólo era un niño, esa idea ya me había pasado por la cabeza. No tenía a nadie más en el mundo que a Hans el Panadero y su panadería. Mi madre había muerto, mi padre ya había dejado de preocuparse por mis idas y venidas, y todos mis hermanos se habían marchado de Dorf.
—Ya había decidido ser panadero —dije solemnemente.
—Eso me parecía, —replicó el viejo pensativo—. Hmm… Entonces, también tendrás que cuidar de mis peces. Y eso no es todo. También guardarás el secreto de la bebida púrpura.
—¿La bebida púrpura?
—Eso, y todo lo demás, hijo mío.
—Cuéntame lo de la bebida púrpura.
Levantó sus blancas cejas y susurró:
—Primero hay que probarla, chico.
—¿Y no puedes decirme a qué sabe?
Negó con su vieja cabeza.
—Los refrescos normales saben a naranja, pera o frambuesa, y ya está. Eso no ocurre con la bebida púrpura, Albert. Esa bebida sabe a todo eso a la vez, y también a frutas y a bayas que jamás has probado.
—Entonces será muy buena —dije.
—¡Más que buena! Los refrescos normales solamente dejan sabor en la boca… primero en la lengua y en el paladar, y luego un poco en la garganta. Pero la bebida púrpura también deja sabor más arriba, en la nariz y la cabeza, y más abajo, hasta las piernas, y también en los brazos.
—Creo que estás bromeando.
—¿Eso crees?
El viejo parecía perplejo, así que decidí preguntarle algo más fácil de contestar.
—¿De qué color es?
Hans el Panadero se echó a reír.
—Cuánto preguntas, chico; eso me gusta, pero no siempre resulta fácil contestarte; será mejor que te la enseñe.
Dicho esto, se levantó y fue hacia la puerta que daba a un pequeño dormitorio. También allí había una gran pecera de cristal, con un pez de colores dentro. El viejo sacó una escalera de debajo de la cama, y la colocó contra la pared. En el techo vi una trampilla que estaba cerrada con un grueso candado.
El panadero subió por la escalera y abrió la trampilla con una llave que sacó del bolsillo de la camisa.
—Ven conmigo, hijo —exclamó—. Aquí no ha pisado nadie más que yo, desde hace más de cincuenta años.
Le seguí al interior del desván.
Por el tejado, a través de una pequeña claraboya, se filtraba la luz de la luna, que se posaba sobre viejos baúles y campanas de barco, cubiertos por una espesa capa de polvo y telarañas. Pero no era sólo la luna lo que iluminaba el oscuro desván. La luz de la luna era azul, pero allí se veía un maravilloso resplandor de todos los colores del arco iris.
Hans el Panadero se paró en el último rincón del desván y señaló una vieja botella debajo del techo abuhardillado. Irradiaba una luz tan indescriptiblemente hermosa y brillante que tuve que taparme los ojos. El vidrio de la botella era transparente, pero lo que había dentro era rojo y amarillo, verde y malva, o de todos los colores a la vez.
Hans levantó la botella y entonces vi que su contenido parecía un diamante líquido.
—¿Qué es eso? —murmuré tímidamente.
La expresión del viejo panadero se endureció.
—Eso, chico, es la bebida púrpura. Son las últimas gotas que quedan en el mundo.
—¿Y eso otro? —dije señalando una cajita de madera, que contenía un montón de naipes tan viejos y sucios que casi no se distinguían las figuras. Encima del montón estaba el ocho de picas. Apenas se podía distinguir el número ocho en el extremo superior izquierdo del naipe.
Se puso el dedo índice sobre la boca y susurró:
—Son los naipes del solitario de Frode, Albert.
—¿¡Frode!? —exclamé.
—Frode, sí. Pero esa historia la dejamos para otro día. Ahora vamos a bajar la botella a la sala.
El anciano cruzó el desván llevando la botella en la mano. Parecía un gnomo con una linterna. La única diferencia era que esa linterna no era capaz de decidirse por una luz roja, verde, amarilla o azul. Salpicaba manchitas de colores por todo el desván, como si hubiera cientos de minúsculos faroles danzando.
De vuelta en la sala, el panadero puso la botella sobre la mesa que había delante de la chimenea. Sus colores se reflejaban en los exóticos objetos de la habitación. La estatua de Buda se volvió verde; un viejo revólver, azul; y un boomerang, completamente rojo.
—¿Es la bebida púrpura?
—Las últimas gotas. Sí. Y menos mal, Albert, porque esta bebida es tan deliciosa que resulta peligrosa, y podría ser terrible si se vendiera en una tienda.
Se levantó y volvió con una copita, en la que vertió algunas gotas. Se quedaron centelleando en el fondo, como cristales de nieve.
—Basta —dijo.
—¿No me das más? —pregunté sorprendido.
El viejo negó con la cabeza.
—Un pequeño sorbo es más que suficiente, porque el sabor de una sola gota de bebida púrpura dura horas.
—Entonces, podría beber un poco ahora y otro poco mañana por la mañana —sugerí.
Hans el Panadero volvió a decir que no.
—No, no. Una gota ahora, y luego nunca más. Esa gota te sabrá tan bien que sentirás tentaciones de robar el resto. Por eso, en cuanto te hayas marchado, volveré a guardar la bebida bajo llave en el desván. Cuando acabe de contarte la historia de los naipes de Frode, te alegrarás de que no te haya dado toda la botella.
—¿Tú la has probado alguna vez?
—Una vez, sí. Pero hace más de cincuenta años.
Hans el Panadero se levantó de su silla, cogió la botella con el diamante líquido, y la metió en el pequeño dormitorio.
Cuando volvió, puso su brazo alrededor de mi hombro, y dijo:
—Bebe ya. Éste es el momento más grande de tu vida, hijo mío. Siempre lo recordarás, pero jamás volverá a repetirse.
Levanté la copa y bebí las brillantes gotas que estaban en el fondo. En cuanto la primera gota me rozó la punta de la lengua, me invadió una oleada de placer. Primero sentí todos los buenos sabores que había saboreado antes en mi corta vida, y luego, otros mil sabores diferentes invadieron mi cuerpo.
Fue como lo había descrito Hans el Panadero: empezó en la boca, es decir, primero, en la punta de la lengua, pero luego me supo a fresa y frambuesa, a manzana y plátano, tanto en los brazos como en los pies. En la punta del dedo meñique de la mano, noté sabor a miel; en uno de los dedos del pie, a peras en conserva; y en la espina dorsal me supo a crema de vainilla. En todo el cuerpo sentí el aroma a mi madre. Era un olor que había olvidado, pero que había añorado durante todos esos años desde que murió.
Cuando el primer huracán de sabores había cesado, fue como si el mundo entero estuviera dentro de mi cuerpo, como si yo fuera el cuerpo del mundo. Sentí de repente que todos los bosques y lagos, montañas y campos, formaban parte de mi propio cuerpo. Aunque mi madre estaba muerta, era como si ella estuviera en algún lugar allí fuera…
Al mirar la pequeña figura verde de Buda, me pareció que empezaba a reírse. Volví a mirar las dos espadas que colgaban cruzadas en la pared; ahora era como si estuvieran practicando esgrima ellas solas. Sobre un gran armario, estaba la botella con el barco que había visto nada más entrar en la cabaña de Hans. Ahora tuve la sensación de encontrarme a bordo del viejo velero, navegando hacia una exuberante isla que se divisaba a lo lejos.
—¿A qué sabe? —oí que decía una voz. Era la de Hans el Panadero. Se inclinó sobre mí y me tiró amistosamente del pelo.
—Hmm… —dije simplemente, pues no sabía qué contestar.
Y hasta hoy, sigo sin saber. Ignoro cómo describir el sabor de la bebida púrpura, habría que decir que sabía a todo. Sólo sé que, aún hoy, se me saltan las lágrimas al recordar lo buena que estaba».