SEIS DE PICAS

Estuve a punto de quedarme dormido encima de la lupa y del libro del panecillo. Sabía que había leído el principio de un gran cuento, pero no me parecía que ese cuento pudiera tener algo que ver conmigo. Arranqué un trocito de la bolsa del panecillo para usarlo como marcador.

Una vez había visto algo parecido en la librería de Danielsen, en la plaza de Arendal. Era un minúsculo libro de cuentos, metido en una cajita. La diferencia era que aquel librito tenía unas letras tan grandes que sólo cabían unas quince o veinte palabras en cada página. Tampoco se trataba de cuentos muy largos, claro está.

Era la una y cuarto. Antes de acostarme, metí la lupa en un bolsillo del pantalón y el librito en el otro.

A la mañana siguiente, mi viejo me despertó temprano. Dijo que teníamos que darnos prisa y continuar nuestro viaje. Si no, no tendríamos tiempo de llegar a Atenas antes de tener que volver a casa. Se puso un poco pesado porque yo había dejado un montón de migas de panecillo en el suelo.

¡Migas de panecillo!, pensé. Entonces lo del librito no había sido un sueño. Me puse los pantalones a toda prisa y noté que en cada bolsillo tenía algo duro. Dije a mi viejo que había tenido tanta hambre por la noche que me había comido el último panecillo. No quise encender la luz, expliqué, por eso cayeron al suelo tantas migas.

Nos dimos prisa en hacer el equipaje y meterlo en el coche, y luego fuimos corriendo hasta el comedor para desayunar. Eché un vistazo al restaurante vacío, donde Ludwig había estado alguna vez bebiendo vino con sus amigos.

Después de desayunar, nos despedimos del Schöner Waldemar y nos metimos en el coche. Al pasar por las tiendas de la calle Waldemar, mi padre señaló la panadería y preguntó si era allí donde me habían dado los panecillos. No tuve que contestar a esa pregunta porque, en ese momento, el panadero de pelo blanco salió a la escalera y nos dijo adiós con la mano. También dijo adiós a mi padre, quien le devolvió el gesto.

Pronto llegamos a la autopista. Con cuidado, saqué la lupa y el libro de los bolsillos del pantalón, y empecé a leer. Mi viejo me preguntó dos veces qué estaba haciendo. La primera vez, dije que estaba comprobando si había piojos o pulgas en el asiento de atrás; la segunda vez que me preguntó, le dije que estaba pensando en mamá.

Albert vino a sentarse en la mecedora. Encontró algo de tabaco en un viejo estuche, llenó la pipa y la encendió.

«Nací aquí en Dorf en 1881», empezó. «Era el más pequeño de cinco hijos. Quizás por eso era el que estaba más apegado a mi madre. Aquí, en Dorf, existía la costumbre de que los chicos se quedaran en casa, con la madre, hasta los siete u ocho años, pero, cuando cumplían ocho, empezaban a acompañar a su padre al bosque y al campo.

Recuerdo todas aquellas luminosas mañanas en que estaba en la cocina, pegado a las faldas de mi madre. Sólo los domingos nos reuníamos toda la familia. Entonces dábamos largos paseos juntos, comíamos tranquila y pausadamente y jugábamos a los dados por la noche.

De repente, un día llegó la desgracia a la familia. Cuando yo sólo tenía cuatro años, mi madre enfermó de tuberculosis. Convivimos con esa enfermedad durante mucho tiempo.

Como era muy pequeño, no entendía muy bien lo que pasaba, pero recuerdo que mi madre se tenía que sentar a menudo para descansar. Poco a poco, se iba quedando postrada en la cama durante largas temporadas. A veces me sentaba al lado de su cama y le contaba cuentos que yo mismo había inventado.

Un día la encontré inclinada sobre el banco de la cocina, con un violento ataque de tos. Al ver que tosía sangre, me enfadé tanto que empecé a destruir todo lo que encontré en la cocina: platos, tazas, vasos, todo lo que tuve a mano. En ese momento, comprendí que ella iba a morir.

También recuerdo que mi padre entró en mi habitación un domingo por la mañana temprano, antes de que los demás se hubieran despertado».

—Albert —dijo—. Tú y yo tenemos que hablar, porque ya no falta mucho tiempo para que tu madre muera.

—¡No va a morir! —grité enfurecido—. ¡Estás mintiendo!

Pero no mentía. Sólo permaneció con nosotros algunos meses más. Aunque era muy pequeño, me acostumbré a vivir con la idea de la muerte mucho antes de que llegara. Notaba que mi madre se iba quedando cada vez más pálida y delgada. Siempre tenía fiebre.

Lo que mejor recuerdo es el entierro. Tanto mis dos hermanos como yo tuvimos que pedir prestada ropa de luto a amigos del pueblo. Fui el único que no lloré; estaba tan enfadado con mamá porque nos había abandonado que no derramé ni una lágrima. Desde entonces, siempre he pensado que la mejor medicina contra el dolor del alma es el enfado»…

El viejo me miró, como si supiera que también yo llevaba dentro un gran dolor.

«Así mi padre tuvo que ocuparse de cinco hijos», prosiguió. Al principio, nos arreglamos bastante bien. Además de trabajar en la pequeña granja, mi padre también se convirtió en el jefe de Correos del pueblo. En aquellos tiempos, Dorf sólo tenía doscientos o trescientos habitantes. Mi hermana mayor, que tenía trece años cuando murió mi madre, empezó a ocuparse de la casa, y yo, que era demasiado pequeño para ayudar, pasaba mucho tiempo solo. Con frecuencia, iba al cementerio y me sentaba delante de la tumba de mi madre a llorar. Todavía no le había perdonado haber muerto.

Pronto, mi padre comenzó a beber, primero sólo los fines de semana, pero al cabo de poco tiempo, también todos los días. Primero perdió el puesto en Correos, más tarde también la granja comenzó a decaer. Mis dos hermanos se fugaron a Zurich antes de hacerse adultos. Yo seguía solo como siempre.

Con el tiempo, la gente empezó a molestarme diciéndome que mi padre siempre estaba «alegre». Si le encontraban completamente borracho en el pueblo, alguien le solía ayudar a meterse en la cama. Pero el que recibía el castigo era yo. Al parecer, siempre era yo el que tenía que pagar por la muerte de mi madre.

Finalmente, encontré un buen amigo: Hans el Panadero. Era un anciano de pelo blanco, que había llevado la pequeña panadería del pueblo durante muchísimos años. Pero no se había criado en Dorf, razón por la cual siempre fue considerado forastero. Además, era un hombre de pocas palabras. La gente del pueblo opinaba que nadie le conocía bien.

Hans el Panadero había sido marinero, pero se había establecido de panadero en el pueblo al volver tierra adentro, tras haber pasado muchos años en el mar. Cuando andaba por la panadería en camiseta —lo que no era muy frecuente—, mostraba cuatro grandes tatuajes en los brazos. Eso le convirtió en un hombre algo misterioso a nuestros ojos. Nadie más en Dorf tenía tatuajes.

Recuerdo especialmente el tatuaje de una mujer sentada sobre un gran ancla. Debajo del tatuaje ponía «MARÍA». Circulaban muchas historias sobre ella. Unos decían que había sido su novia, y que había muerto de tuberculosis antes de cumplir los veinte años. Otros decían que Hans el Panadero había matado a una mujer alemana que se llamaba María, y que por eso se había instalado en Suiza…

Me parecía que Albert me miraba como si supiera que también yo me había fugado por una mujer. ¿¡No creería que yo la había matado!?, pensé.

Añadió:

«También había quien decía que María era el nombre de un barco con el que había navegado, pero que había naufragado en algún lugar del gran Atlántico».

Albert se levantó y cogió un gran queso de cabra y un pan. También puso sobre la mesa dos vasos y una botella de vino.

—¿Te aburro, Ludwig? —me preguntó.

Dije enérgicamente que no con la cabeza, y el viejo panadero prosiguió:

Como yo era una especie de «niño callejero», me quedaba parado de vez en cuando delante de la panadería de la calle Waldemar. Tenía hambre, y me parecía que el hambre se aliviaba mirando los panes y las pastas. Un día, Hans el Panadero me hizo una señal para que entrara en la panadería, y me dio un gran trozo de bizcocho de pasas. Desde ese día tenía un amigo. Ese día empieza mi era, Ludwig.

Desde entonces pasaba muy a menudo a ver a Hans el Panadero. Creo que pronto descubrió lo solo que me encontraba, totalmente abandonado a mi suerte. Si tenía hambre, me daba un trozo de un pan recién hecho, otras veces, me regalaba suculentos pasteles y alguna que otra botella de refresco. Como compensación, empecé a hacer pequeños recados para él, y antes de cumplir los trece años, me había convertido en aprendiz de panadero. Pero eso fue después de muchos y largos años. Antes de eso, todo fue revelado. Entonces yo ya me había convertido en su hijo.

Ese mismo año murió mi padre. Supongo que habría que decir que la bebida lo mató. Hasta el final, hablaba de que se encontraría con mi madre en el cielo. Mis dos hermanas se habían casado y vivían lejos de Dorf, y de mis dos hermanos no sé nada hasta la fecha»…

Por fin, Albert echó vino en los vasos. Se acercó a la chimenea a vaciar la ceniza de su pipa. Luego la llenó de tabaco y la volvió a encender. La habitación se inundó de grandes y densas nubes de humo.

«Hans el Panadero y yo nos convertimos en un apoyo el uno para el otro. En una ocasión, también actuó como mi protector, cuando cuatro o cinco chicos se lanzaron sobre mí fuera de la panadería. Me habían tirado al suelo a puñetazos. Por lo menos, así es como lo recuerdo ahora. Yo ya sabía, desde hacía mucho tiempo, por qué era posible que sucedieran esas cosas. Era el castigo que merecía porque mi madre había muerto y mi padre era un borracho. Pero ese día Hans el Panadero salió hecho una furia. Fue algo que no olvidaré jamás, Ludwig. Me separó de ellos y les pegó a todos, ni uno se libró de algún que otro rasguño. Quizá estuviera más violento de lo estrictamente necesario, pero, desde ese día, nadie volvió a atreverse a hacerme nada.

Bueno, esa pelea fue, en muchos aspectos, un momento crucial en mi vida. Hans el Panadero me hizo entrar en la panadería, sacudió su delantal blanco y abrió una botella de refresco que puso sobre el mostrador de mármol.

—¡Bebe! —me ordenó.

Hice como me dijo, y me pareció que ya me había recompensado con creces por la pelea.

—¿Te ha gustado? —me preguntó, casi sin dejarme acabar el primer sorbo de la dulce bebida.

—Muchas gracias —contesté sin más.

—Si este refresco te ha sabido bien, te prometo que un día te ofreceré una bebida que te sabrá mil veces mejor.

Yo pensaba, claro está, que estaba bromeando, pero nunca olvidé esa promesa. Fue por la manera en que lo dijo; y también por la propia situación. Él estaba todavía acalorado por el esfuerzo que había hecho fuera en la calle. Además, Hans el Panadero no solía bromear»…

Albert Klages balbuceó y tosió. Pensé que se le había metido el humo por la garganta, pero debió de ser simplemente por la excitación. Me miró por encima de la mesa, con sus ojos negros algo entornados:

—¿Tienes sueño, chico? ¿Quieres que sigamos otro día?

Bebí un sorbo de vino y negué con la cabeza.

«Yo no tenía más que doce años entonces», prosiguió ensimismado. «Los días transcurrían como antes, pero ya nadie en el pueblo se atrevía a meterse conmigo. Yo visitaba constantemente al panadero. Algunas veces charlábamos, otra veces se limitaba a darme un trozo de rosquilla antes de volver a enviarme a la calle. Lo veía muchas veces muy callado; pero, otras, me contaba emocionantes historias sobre el mar. Así aprendí muchas cosas de lejanos países.

Siempre era yo quien pasaba a verle a la panadería. No me encontré jamás con él en otro sitio. Pero un frío día de invierno, cuando estaba sentado tirando piedras al hielo de la calle Waldemar, apareció de repente a mi lado.

—Estás creciendo, Albert —se limitó a decir.

—Cumpliré trece años en febrero.

—Bueno, bueno, creo que ha llegado el momento. Dime ¿crees que ya eres lo suficientemente mayor como para guardar un secreto?

—Guardaré todos los secretos que me quieras contar hasta el día en que me muera.

—Eso pensaba yo. Y es importante, hijo mío, porque a lo mejor no me queda mucho tiempo de vida.

—Claro que sí —me apresuré a contestar—. Te queda mucho tiempo.

De repente, me quedé helado; tan helado como el hielo y la nieve que me rodeaban. Era la segunda vez en mi vida que me veía obligado a recibir un mensaje de muerte.

Hizo como si no me hubiera oído, y siguió diciendo:

—Sabes dónde vivo, Albert. Quiero que vayas a mi casa esta noche».