CINCO DE PICAS

Querido hijo (permíteme llamarte así), estoy narrando la historia de mi vida. Sé que un día vas a venir a este pueblo. Quizá pases por la panadería de la calle Waldemar, y te pares delante de la pecera para mirarla. Tú no sabes por qué vienes aquí, pero yo sé que has venido a Dorf para continuar la historia sobre la bebida púrpura y la isla mágica.

Estoy escribiendo en el mes de enero de 1946 y soy aún un hombre joven. Cuando te encuentres conmigo, dentro de treinta o cuarenta años, seré viejo y tendré el pelo blanco. Estoy contando mi historia a alguien que vendrá después de mí.

El papel sobre el que escribo es como un bote salvavidas, hijo desconocido. Un bote salvavidas puede navegar contra viento y marea, hasta llegar, tal vez, a un puerto lejano. Pero algunos de esos botes toman un rumbo totalmente distinto. Navegan hacia el País del Mañana, y, desde allí, no hay camino de retorno.

¿Y cómo sé yo que eres tú el que vas a llevar la historia al futuro? Lo veré cuando vengas hacia mí, hijo. Veré que llevas la señal.

Escribo en noruego para que me entiendas, pero también para que la gente de Dorf no pueda leer la historia de los enanos. Si así fuera, el secreto de la isla mágica se convertiría en una sensación y una sensación funciona siempre como una novedad, y una novedad nunca tiene una larga vida. Atrae la atención durante un día, y luego se olvida. Pero la historia de los enanos no debe apagarse jamás con el brillo de la noticia. Es preferible que sólo un ser humano conozca el secreto de los enanos a que todos los seres humanos se olviden de él.

Yo fui uno de los muchos que buscaron un nuevo paradero después de la Gran Guerra. Media Europa se había convertido de golpe en un campo de refugiados. Un continente entero se estaba despidiendo. No sólo éramos refugiados políticos, también éramos almas desalojadas, en busca de nosotros mismos.

Tuve que abandonar Alemania para iniciar una nueva vida, pero como suboficial del ejército del Tercer Reich, las posibilidades de huida no fueron muchas.

No sólo me encontré en una nación destrozada. De ese país del norte me había traído un amor también destrozado. Todo el mundo estaba fragmentado a mi alrededor.

Sabía que no podía vivir en Alemania, pero tampoco podía volver a Noruega. Al final logré llegar, a través de las montañas, a Suiza.

Por allí estuve vagando algunas semanas, pero en Dorf me encontré con el viejo panadero Albert Klages.

Yo bajaba de la montaña. Agotado por el hambre y la caminata de muchos días, vi de pronto un pequeño pueblo. El hambre me hizo correr, como un animal perseguido, a través del espeso bosque. Al poco tiempo, me desplomé delante de una vieja cabaña de madera. Oía el zumbido de las abejas y me llegaba un olor a leche y miel.

El viejo panadero debió de llevarme en brazos hasta el interior de la cabaña. Al despertarme sobre un camastro, vi a un hombre de pelo blanco sentado en una mecedora fumando en pipa. Cuando me vio mover los párpados, acudió inmediatamente a mi lado.

—Has vuelto a casa, querido hijo —dijo con voz reconfortante—. Sabía que un día llegarías a mi puerta para recoger el tesoro, hijo mío.

Debí de volver a dormirme. Cuando desperté de nuevo, estaba solo en la cabaña. Me levanté y salí afuera. Allí estaba sentado el viejo, inclinado sobre una mesa de piedra en la que había una hermosa pecera. Y, dentro de la pecera, nadaba un hermoso pez de muchos colores.

Se me ocurrió inmediatamente que era muy extraño que un pececito de un mar muy lejano pudiera nadar tan a gusto aquí, entre altas montañas, en el centro de Europa. Una parte viva del mar había sido llevada hasta los Alpes suizos.

Grüss Gott! —saludé al viejo.

Se volvió y me miró con ojos bondadosos.

—Me llamo Ludwig —le dije.

—Y yo soy Albert Klages —replicó.

Se metió en la cabaña, pero volvió a salir al sol con leche, pan, queso y miel.

Señalando hacia abajo, al pequeño pueblo, dijo que se llamaba Dorf y que él tenía allí una pequeña panadería.

Me quedé a vivir unas semanas con el viejo. Pronto empecé a acompañarle a la panadería. Albert me enseñó a hacer pan y bollos, roscones y toda clase de pastas. Yo sabía de antes que los suizos eran grandes expertos en bollería y en pastelería.

Albert se alegró de tener ayuda, sobre todo para vaciar los enormes sacos de harina.

También intentaba relacionarme con la gente del pueblo. De vez en cuando visitaba la vieja taberna Schöner Waldemar.

Creo que la gente del pueblo llegó a apreciarme. Seguramente sabían que había sido soldado alemán, pero nadie me hacía preguntas sobre mi pasado.

Una noche, alguien hizo un comentario sobre Albert, quien tan bien me había recibido.

—Está un poco chiflado —dijo el labrador Fritz André.

—También lo estaba el anterior panadero —continuó el viejo tendero Heinrich Albrechts.

Cuando intervine en la conversación, preguntando qué querían decir con eso, al principio me contestaron con evasivas. Había bebido algunos vasos de vino y noté que la cara me ardía.

—¡Si no queréis contestar a mi pregunta, retirad por lo menos esos chismes maliciosos sobre el que os hace el pan que coméis! —dije.

No se dijo nada más sobre Albert aquella noche. Pero algunas semanas más tarde, Fritz volvió a hablar de ello:

—¿Sabes dónde consigue todos sus pececitos de colores?

Me había dado cuenta de que me prestaban un interés especial, porque compartía la casa con el viejo panadero.

—No sabía que tuviera más de uno —contesté, y era verdad—. Seguramente ése lo habrá comprado en Zurich, en una tienda de animales.

El viejo labrador y el tendero se echaron a reír.

—Tiene muchos más —añadió el labrador—. Una vez que mi padre volvía de cazar, Albert estaba ventilando sus pececitos. Los había colocado todos al sol, y no eran pocos, te lo digo yo, aprendiz de panadero.

—Además, nunca ha salido de Dorf —replicó el tendero—. Tenemos exactamente la misma edad, y, que yo sepa, nunca ha estado fuera de aquí.

—Algunos opinan que es un mago —añadió el labrador—, hay gente que dice que, además de hacer pan y bollos, también fabrica esos pececitos. Al menos una cosa es cierta, y es que no los ha pescado en el lago de Waldemar.

También yo empecé a preguntarme si verdaderamente Albert no estaría guardando un gran secreto. Había algunas frases que siempre se repetían en mis oídos. «Has vuelto a casa, querido hijo. Sabía que un día llegarías a mi puerta para recoger el tesoro, hijo».

No quise herir al viejo panadero contándole los chismes del pueblo. Si de verdad guardaba un secreto, yo estaba seguro de que me lo desvelaría cuando llegara el momento oportuno.

Durante mucho tiempo, pensé que se hablaba tanto del viejo panadero porque vivía solo allá en lo alto, en las afueras del pueblo. Pero, esa vieja casa, también a mí me daba que pensar.

Al entrar en ella, te encontrabas en una gran sala con una chimenea y un rincón que servía de cocina. En la sala había dos puertas, una era la del dormitorio de Albert y la otra, la de un pequeño cuarto que me asignó cuando llegué a Dorf. Los techos no eran especialmente altos, pero al mirar la casa desde fuera resultaba claro que debía de haber un gran desván. Desde la colina detrás de la casa se veía, además, una pequeña claraboya en el tejado de pizarra.

Lo curioso era que Albert nunca hablaba del desván. Tampoco subía nunca, así que cada vez que mis compañeros mencionaban a Albert, me era inevitable pensar en ese desván.

Pero una noche que estuve en Dorf y que volví tarde a casa, oí al viejo andar por el desván. Me sorprendí tanto, y debo reconocer que también me asusté un poco, que salí corriendo a coger agua de la fuente. Tardé mucho, y cuando volví a entrar, Albert estaba sentado en la mecedora fumando su pipa.

—Llegas tarde —dijo, pero tuve la sensación de que estaba pensando en otra cosa muy distinta.

—¿Has estado en el desván? —pregunté. No sabía cómo me había atrevido a mencionar eso, simplemente se me escapó.

Dio un respingo. Pero luego me miró con esos ojos tan bondadosos, con los que me había mirado aquel día, varios meses antes, en que me recogió delante de la vieja casa cuando llegué completamente agotado.

—¿Estás cansado Ludwig?

Negué con la cabeza. Era sábado por la noche. Al día siguiente podíamos dormir hasta que nos despertara el sol.

Se levantó y echó algunas ramas más al fuego.

—Entonces nos quedamos sentados aquí esta noche.