Cuando volvimos a Dorf, era ya bastante tarde.
—¡Qué bien va a sabernos la cena! —dijo mi viejo.
El restaurante estaba abierto, así que no tuvimos que meternos en el pequeño comedor. Había algunos «dorfienses» sentados en torno a una mesa, con una jarra de cerveza.
Comimos salchichas y choucroute suiza. De postre, tomamos una especie de tarta de manzana con nata de los Alpes.
Después de la cena, mi viejo se quedó sentado «saboreando» el licor de los Alpes, como él dijo. Yo estaba tan aburrido que me subí una botella de refresco de cerezas a la habitación y me puse a leer, por última vez, los tebeos noruegos del Pato Donald que me había leído ya diez o veinte veces. Luego me puse a hacer solitarios. Hice «el siete» dos veces, pero las dos veces se me estropeó casi nada más haber colocado las cartas. Entonces volví a bajar al restaurante.
Quería intentar convencer a mi viejo de que subiera a la habitación, antes de que estuviera tan borracho que no me pudiese contar historias de los siete mares. Pero era evidente que aún no había terminado de saborear el licor de los Alpes. Estaba hablando en alemán con algunos dorfienses.
—Puedes dar una vuelta y ver el pueblo —dijo.
Me pareció muy mal que no quisiera venirse conmigo.
Pero ahora me alegro de haber hecho lo que me mandó. Creo que he nacido con mejor estrella que mi viejo.
En «dar una vuelta y ver el pueblo» tardé exactamente cinco minutos, así de pequeño era. Prácticamente, constaba de una sola calle, que se llamaba Waldemar. Los habitantes de Dorf no tenían mucha imaginación para inventar nombres.
Estaba bastante cabreado con mi viejo, porque se había quedado sentado con los dorfienses, bebiendo licor de los Alpes. ¡«Licor de los Alpes»! Sonaba un poco mejor que decir alcohol. En una ocasión, mi viejo había dicho que no tenía salud para dejar de beber. Esa frase se quedó dando vueltas y vueltas en mi cabeza hasta que la entendí. Como todo el mundo sabe, lo normal es que la gente diga lo contrario, pero podía ser que mi viejo fuera una excepción. Por algo era hijo de alemán.
Todas las tiendas del pueblo estaban cerradas, pero vi que una furgoneta roja se detuvo delante de una tienda de ultramarinos para entregar mercancía. Una chica suiza jugaba a la pelota contra una pared, un viejo estaba sentado en un banco debajo de un gran árbol fumando en pipa. ¡Pero eso era todo! A pesar de sus muchas casas de cuento, el pequeño pueblo alpino me resultó horriblemente aburrido y, a decir verdad, no entendía en absoluto para qué podía necesitar una lupa.
Lo único que me animaba un poco era que, a la mañana siguiente, proseguiríamos nuestro viaje. Y que por la tarde llegaríamos a Italia. Desde allí atravesaríamos Yugoslavia para llegar a Grecia. Y en Grecia quizá podríamos encontrar a mamá. El solo hecho de pensarlo me producía una especie de cosquilleo en el estómago.
Crucé la calle en dirección a una pequeña panadería. Era el único escaparate que aún no había visto. Junto a una bandeja con pastas resecas había una pecera que contenía solamente un pez naranja. En la parte superior del recipiente faltaba un trozo de cristal. El hueco era más o menos del mismo tamaño que la lupa que me había regalado el misterioso enano de la gasolinera. Saqué la lupa del bolsillo y la miré, era un poco más pequeña que el trozo de pecera que faltaba.
Un minúsculo pececito de color naranja nadaba sin parar dentro de la pecera. Seguramente se alimentaba con migas de pastas. Pensé que a lo mejor un corzo había querido comerse al pez y se había llevado un trozo de pecera, en lugar del pez.
De repente, por la minúscula ventana, entró el sol de la tarde e iluminó la pecera. Entonces vi que el pez no sólo era de color naranja, también era rojo, amarillo y verde. Tanto el agua como el cristal de la pecera estaban cogiendo el color del pez, era como una caja de pinturas. Cuanto más miraba al pez, al cristal y al agua, más me iba olvidando de dónde estaba. Durante unos segundos, creí que yo era el pez de la pecera, y que el pez era el que estaba fuera mirándome a mí.
Mientras estaba observando al pez, me di cuenta, de repente, de que había un señor viejo, de pelo blanco, detrás del mostrador de la panadería. Me estaba mirando y, con la mano, me hizo una señal para que entrara.
Me pareció un poco raro que una panadería estuviera abierta tan tarde. Primero eché un vistazo en dirección al Schöner Waldemar, para ver si mi viejo había acabado de tomar su licor de los Alpes, pero como no le vi, abrí la puerta de la panadería y entré.
—Grüss Gott! —dije solemnemente. Era lo único que había aprendido a decir en alemán suizo, y significaba «saludado sea Dios» o algo por el estilo.
Inmediatamente me di cuenta de que ese hombre era una buena persona.
—¡Noruego! —dije golpeándome el pecho para que entendiera que yo no comprendía su idioma.
El viejo se inclinó sobre el ancho mostrador de mármol, mirándome fijamente a los ojos.
—¿De verdad? También he yo en Noruega vivido. Hace años muchísimos. Ahora he casi todo el noruego olvidado.
Se volvió y abrió una vieja nevera, de la que sacó una botella de refresco. Quitó el corcho y la puso sobre el mostrador.
—¿Und, gustan a ti los refrescos? —preguntó—. ¿No? Toma, mi joven amigo. Es un muy bueno refresco.
Me llevé la botella a la boca y bebí unos sorbos. Sabía aún mejor que el refresco de cerezas del Schöner Waldemar. Creo que era un refresco con sabor a pera.
El viejo de pelo blanco volvió a inclinarse sobre el mostrador, y dijo en voz baja:
—¿Está bueno?
—Buenísimo —exclamé.
—Sí, claro, verdaderamente es muy bueno. Aquí, en Dorf, otra clase de refresco hay. Es aún mejor. Pero no se vende en las tiendas. ¿Comprendes tú?
Asentí con la cabeza. Hablaba tan bajo y de una manera tan rara que casi me asusté. Pero volví a mirar sus ojos azules, que eran todo bondad.
—Vengo de Arendal. Mi viejo y yo vamos a Grecia a buscar a mi mamá. Desgraciadamente, se ha perdido en el mundo de la moda.
Me lanzó una mirada penetrante.
—¿Dices tú Arendal, amigo mío? ¿Se ha perdido? Hay más gente que se ha perdido. Yo también he en Grimstad vivido. Pero allí me habrán olvidado.
Le miré. ¿Sería verdad que había vivido en Grimstad? Era la ciudad más próxima a la nuestra. Mi viejo y yo solíamos ir hasta allí en barco los veranos.
—No está… muy lejos de Arendal —balbuceé.
—No, no. Y yo sabía que un joven aquí a Dorf un día vendría. Para recoger el tesoro, hijo mío. Ya no es sólo mío.
De repente oí que mi viejo me llamaba. Por su voz deduje que había bebido un montón de licor de los Alpes.
—Muchas gracias por el refresco. Ahora tengo que irme, mi viejo me está llamando.
—Padre sí. Aber natürlich, amigo mío. Espera un momento. Mientras tú has el pez mirado, yo he en el horno panecillos puesto. Que tú la lupa tenías vi. Entonces me di cuenta de que el joven eras. Ya lo entenderás, hijo mío, ya lo entenderás…
El viejo desapareció en la trastienda y volvió al instante con cuatro panecillos recién hechos que metió en una bolsa de papel. Me dio la bolsa y dijo muy serio:
—Sólo una cosa importante me tienes que prometer. Debes el panecillo más grande para el final guardar y cuando tú solo estás comer. Y nunca debes nada a nadie contar, ¿comprendes tú?
—Sí, sí —contesté—. Y muchas gracias.
Salí a la calle. Todo transcurrió tan rápidamente que no recuerdo nada más hasta el encuentro con mi viejo, entre la pequeña panadería y el Schöner Waldemar.
Le conté que un viejo panadero que había emigrado de Grimstad me había regalado una botella de refresco y cuatro panecillos. Seguramente, mi viejo pensaba que me lo estaba inventando, pero se comió uno de los panecillos de camino al hostal. Yo me comí dos. El panecillo más grande lo dejé en la bolsa.
Mi viejo se quedó frito nada más echarse en la cama. Yo me quedé despierto pensando en el viejo panadero y en su pez naranja. Al final, me entró tanta hambre que me levanté de la cama para coger la bolsa con el último panecillo. Me senté en una silla y mordí un trozo en la oscuridad.
De repente noté que mis dientes se toparon con algo duro. Hurgué en el panecillo y encontré un objeto del tamaño de una caja de cerillas. Mi viejo estaba en su cama roncando. Encendí la lámpara e iluminé la silla.
Lo que tenía en las manos era un minúsculo libro. En la portada ponía: «La bebida púrpura y la isla mágica».
Empecé a hojearlo. Era muy pequeño, pero tenía más de cien páginas con letra también diminuta. Lo abrí por la primera página e intenté leer sus pequeñísimas letras, pero era totalmente imposible. Entonces me acordé de la lupa que me había regalado el enano de la gasolinera. Busqué en mis pantalones; en uno de los bolsillos encontré la lupa dentro de su estuche verde y la puse sobre las letras de la primera página. Seguían siendo minúsculas, pero ahora eran lo suficientemente grandes como para poder leerlas inclinando la cabeza sobre la lupa.