A la mañana siguiente, cuando me desperté, me di cuenta de que habíamos llegado a Dorf. Mi viejo estaba durmiendo en una cama al lado de la mía. Eran más de las ocho y pensé que él necesitaría dormir un poco más. Aunque se le hiciera muy tarde, siempre solía tomarse una copita antes de quedarse frito. Él las llamaba «copitas», pero yo sabía que esas copas podían llegar a ser bastante grandes. Y a veces, también podían ser muchas.
Por la ventana vi un gran lago. Me vestí deprisa y fui al piso de abajo. Allí me encontré con una señora simpática y gorda que intentaba hablar conmigo, aunque no sabía ni una palabra de noruego.
—Hans Thomas —dijo varias veces. Eso quería decir que mi viejo me había presentado dormido, mientras me llevaba en brazos a la habitación.
Salí al césped que había delante del lago y monté en un extraño columpio alpino. Era tan largo que podía columpiarme por encima de los tejados del pequeño pueblo. Cuanto más alto subía, más paisaje veía.
Estaba un poco impaciente porque mi viejo se despertara. Se quedaría alucinado cuando viera Dorf a la luz del día. Dorf era un típico pueblo de muñecos. A lo largo de una o dos calles estrechas, entre puntiagudas montañas cubiertas de nieve, había algunas tiendas. Cuando subía muy alto en el columpio y miraba hacia abajo, me parecía estar viendo uno de esos pueblecitos de Legolandia. El hostal era un edificio blanco de tres plantas, con contraventanas rosas, y muchas ventanitas de cristales de colores.
Cuando empezaba a hartarme del columpio alpino, mi viejo salió a decirme que el desayuno estaba preparado.
Entramos en lo que puede que fuera el comedor más pequeño del mundo. Solamente cabían cuatro mesas, y, por si fuera poco, mi viejo y yo éramos los únicos huéspedes. Al lado del comedor había un restaurante grande, pero estaba cerrado.
Me di cuenta de que a mi viejo le remordía la conciencia haber dormido hasta más tarde que yo, así que pedí una naranjada con burbujas, en lugar de beber leche de los Alpes. Cedió enseguida, y él, a su vez, pidió un viertel. Sonaba bastante misterioso, pero lo que echaron en el vaso tenía un sospechoso parecido con el vino tinto, por lo que deduje que no continuaríamos el viaje hasta el día siguiente.
Mi viejo me contó que estábamos alojados en una Gasthaus, que significa «casa de huéspedes», pero aparte de las ventanitas, no se diferenciaba mucho de un hostal cualquiera. La casa de huéspedes se llamaba Schöner Waldemar y el lago se llamaba lago de Waldemar. Si no me equivocaba, ambas cosas se llamaban así por un mismo hombre llamado Waldemar.
—Nos engañó —dijo mi viejo después de haber bebido su viertel.
Comprendí inmediatamente que se refería al enano. Él debía de ser el tal Waldemar.
—¿Hemos dado un rodeo?
—¿Un rodeo, dices? Desde aquí estamos exactamente a la misma distancia de Venecia que desde la gasolinera. Exactamente los mismos kilómetros, sabes. Lo que quiere decir que, todo lo que condujimos después de preguntar por el camino, fue tiempo perdido.
—¡Qué demonios! —exclamé, pues pasaba tanto tiempo con mi viejo que había comenzado a copiarle su lenguaje de marinero.
—Sólo me quedan dos semanas de vacaciones —continuó—. Y además, no es probable que encontremos a mamá nada más llegar a Atenas.
—¿Y por qué no podemos seguir viaje hoy? —tuve que preguntar, pues estaba tan interesado como él en encontrar a mamá.
—¿Y por qué piensas eso?
No me dio la gana contestar a esa pregunta, me limité a señalar el viertel.
Entonces empezó a reírse. Soltó tal carcajada que la señora gorda también tuvo que reírse, aunque no entendía ni una palabra de lo que hablábamos.
—Hemos llegado aquí a la una de la madrugada —dijo—. Por lo tanto podríamos tomarnos un día libre para recuperar fuerzas.
Me encogí de hombros. Yo era el que había puesto pegas a conducir de un tirón, sin hacer noche en ninguna parte, por eso no me pareció bien oponerme esta vez. Lo único que me preguntaba era si realmente quería «recuperar fuerzas», o si estaba pensando en aprovechar el resto del día para beber.
Mi viejo empezó a sacar algo de equipaje del Fiat. Al llegar tan tarde la noche anterior, no se había preocupado ni de sacar los cepillos de dientes.
Cuando el jefe puso orden en el coche, decidimos dar un buen paseo. La señora de la casa de huéspedes nos mostró una montaña con una estupenda vista, pero dijo que estaba un poco lejos, y que ya era muy tarde para llegar hasta arriba y volver a bajar.
Entonces, mi viejo tuvo una de sus brillantes ideas. Porque ¿qué hace uno cuando quiere bajar a pie de una montaña y no tiene ganas de subirla antes? Pues pregunta si alguna carretera llega hasta arriba, claro. La señora dijo que sí, pero que, si pensábamos subir en coche y bajar a pie, luego tendríamos que volver a subir para recoger el coche.
—Podemos coger un taxi hasta arriba y luego bajar andando —dijo mi viejo. Y eso fue exactamente lo que hicimos.
La señora llamó a un taxi, y el taxista pensó que estábamos locos, pero mi viejo le mostró unos francos suizos y entonces el taxista hizo exactamente lo que le mandó.
La señora de la casa de huéspedes tenía más sentido de la distancia que el enano de la gasolinera. Nunca habíamos visto un paisaje semejante, tan montañoso y con tan buenas vistas, y eso que veníamos de Noruega.
Abajo, en la lejanía, vislumbramos un minúsculo charco, delante de un microscópico grupo de casas que eran como puntitos. Eran Dorf y Waldemarsee.
Aunque estábamos en pleno verano, cuando llegamos a la cima, el viento se filtraba a través de nuestra ropa. Mi viejo dijo que estábamos a mucha más altura sobre el nivel del mar que en ninguna montaña noruega. A mí me parecía estupendo, pero mi viejo estaba decepcionado. Me confesó que había querido llegar hasta la cima, con el sólo propósito de ver el Mediterráneo. Quizá pensó que podría ver lo que estaba haciendo mamá allá abajo, en Grecia.
—Cuando trabajaba en el mar, estaba acostumbrado a lo contrario —dijo—. Podía estar sobre la cubierta durante días sin ver tierra.
Intenté imaginarme cómo sería eso.
—Aquello era mucho mejor —dijo mi viejo como si me hubiera leído el pensamiento—. Cuando no he podido ver el mar, siempre me he sentido encerrado.
Iniciamos el descenso siguiendo un sendero que pasaba entre altos y frondosos árboles. También allí olía a miel.
Sólo una vez nos tumbamos en el suelo para descansar. Cuando saqué mi lupa, mi viejo encendió un cigarrillo. Encontré una hormiga que se arrastraba por un palito, pero no quería estarse quieta, de modo que resultaba imposible investigarla. Entonces sacudí el palito para que la hormiga se cayera. Ampliada, parecía muy interesante, pero no me sentía más sabio después de haberla visto.
De pronto, oímos un ruido entre los árboles. Mi viejo se estremeció, como si temiera que en lo alto de la montaña hubiera peligrosos bandidos. Pero sólo era un inocente corzo. El animal se quedó mirándonos a los ojos durante unos segundos, antes de desaparecer por el bosque. Observé a mi viejo y me di cuenta de que se había asustado tanto como el corzo. Desde entonces, siempre he pensado en mi viejo como un corzo, pero nunca me he atrevido a decirlo en voz alta.
Aunque mi viejo se había bebido un viertel para desayunar, se mantuvo en bastante buena forma durante todo el día. Bajamos corriendo la ladera de la montaña, y no nos detuvimos hasta descubrir un montón de piedras blancas colocadas en fila en un pedazo de tierra entre los árboles. Habría en total varios centenares, todas eran lisas y redondas, y ninguna más grande que un terrón de azúcar.
Mi viejo se quedó parado rascándose la cabeza.
—¿Crees que crecen aquí? —pregunté.
Negó con la cabeza y dijo:
—Aquí huele a sangre de cristianos, Hans Thomas.
—¿Pero no te resulta un poco extraño que adornen el fondo del bosque tan lejos de la gente?
No contestó inmediatamente, pero yo sabía que estaba de acuerdo conmigo.
Nada le disgustaba más a mi viejo que no encontrar explicación a algo. En esas situaciones, me recordaba un poco a Sherlock Holmes. Por fin dijo:
—Es como un cementerio. Cada piedrecita tiene su lugar bien definido en unos pocos metros cuadrados…
Creí que me iba a decir que los habitantes de Dorf habían enterrado ahí a unos minúsculos seres de Lego, pero eso habría resultado demasiado disparatado, incluso para mi viejo.
—Seguramente los chiquillos entierran aquí mariquitas —dijo, evidentemente, a falta de una explicación mejor.
—Puede ser —dije; acababa de tumbarme encima de una de las piedras con la lupa—. Pero no creo que fueran las mariquitas las que pusieran los huevos que hay en las piedras blancas.
Mi viejo se rió. Estaba turbado. Puso un brazo alrededor de mi hombro, y continuamos el descenso a una velocidad algo más lenta que antes.
Pronto pasamos por una cabaña de madera.
—¿Crees que vive alguien aquí? —pregunté.
—¡Claro que sí! —respondió mi viejo.
—¿Y cómo puedes estar tan seguro?
Se limitó a señalar la chimenea, de la que salía humo.
Un poco más abajo, bebimos agua de un tubo que salía de un pequeño arroyo. Mi padre dijo que eso era una fuente.