DOS DE PICAS

En la frontera con Suiza, pasamos por una misteriosa gasolinera con un solo surtidor. De una casa verde salió un hombre que era tan pequeño que parecía un enano o algo semejante. Mi viejo sacó un mapa grande para preguntar por la mejor manera de cruzar los Alpes para llegar a Venecia.

El enano contestó con voz chillona mientras señalaba en el mapa. Hablaba sólo alemán, pero mi viejo me iba traduciendo, y dijo que el hombrecillo opinaba que debíamos hacer noche en un pueblo llamado Dorf.

Mientras hablaba, me miraba todo el tiempo, como si nunca hubiera visto un niño. Creo que le gusté, sobre todo porque éramos exactamente igual de altos. Cuando estábamos a punto de arrancar, me dio una pequeña lupa dentro de un estuche verde.

—Cógelo —susurró (Mi viejo tradujo.)—. Hace mucho tiempo la pulí de un vidrio viejo que encontré en la tripa de un corzo malherido. Te resultará útil en Dorf, ya lo creo. Voy a decirte una cosa, chico: nada más verte, me di cuenta de que podrías necesitar una pequeña lupa para el viaje.

Me pregunté si Dorf sería tan pequeño que haría falta una lupa para verlo. Pero me limité a darle la mano y las gracias por el regalo, antes de meterme en el coche. Su mano era mucho más pequeña que la mía y estaba mucho más fría.

Mi viejo bajó la ventanilla y dijo adiós con la mano al enano, que a su vez decía adiós con sus dos cortos brazos.

—Venís de Arendal, ¿verdad? —preguntó justo cuando mi viejo arrancaba.

—Así es —respondió mi viejo, y nos marchamos.

—¿Cómo sabía que venimos de Arendal?

Mi viejo me miró por el retrovisor:

—¿No se lo dijiste tú?

—¡Yo no!

—Que sí —insistió mi viejo—. Desde luego, yo no fui.

Pero yo sabía que yo no se lo había dicho, y aunque así hubiera sido, el enano no lo habría entendido, porque yo no sabía ni una palabra de alemán.

—¿Por qué crees que era tan pequeño? —pregunté cuando ya estábamos en la autopista.

—¿No lo sabes? Ese tipo es tan pequeño porque es un ser artificial. Fue construido por un mago judío hace muchos siglos.

Me di cuenta de que me estaba tomando el pelo, y sin embargo dije:

—Entonces, tiene varios centenares de años, ¿verdad?

—¿Tampoco sabías eso? Los seres artificiales no se hacen viejos como nosotros. Ésa es su única ventaja, que ya es importante, pues significa que jamás van a morir.

Saqué mi lupa para averiguar si mi viejo tenía piojos en el pelo. No vi ninguno, pero sí tenía unos pelos muy feos en la nuca.

Después de haber pasado la frontera de Suiza, vimos una señal que indicaba la salida a Dorf. Nos metimos por una pequeña carretera que subía por los Alpes. El lugar estaba casi desierto, sólo había alguna que otra casa de estilo suizo entre los árboles, sobre las altas colinas.

Empezaba a anochecer y estaba a punto de quedarme dormido en el asiento de atrás, pero cuando mi viejo paró el coche, me desperté de pronto.

—¡Descanso para fumar! —dijo.

Salimos al fresco aire alpino. Ya era totalmente de noche. Por encima de nosotros se extendía el cielo estrellado como una manta eléctrica con miles de lámparas minúsculas, cada una de una milésima parte de un vatio.

Mi viejo se puso a hacer pis en la cuneta. Luego se volvió hacia mí, encendió un cigarrillo, señaló el cielo estrellado y dijo:

—No somos más que unos pequeñísimos seres, hijo mío. Somos minúsculas figuritas de Lego intentando ir a gatas desde Arendal hasta Atenas, en un viejo Fiat. ¡Vivimos en un guisante! Allí fuera, quiero decir, fuera de este guisante sobre el que vivimos, Hans Thomas, hay millones y millones de galaxias. Cada una de ellas consta de millones y millones de estrellas. ¡Y Dios sabe cuántos planetas habrá!

Sacudió la ceniza del cigarrillo y prosiguió:

—No creo que estemos solos, chico, no lo creo. El universo hierve de vida. Lo que pasa es que nunca obtenemos una respuesta cuando preguntamos si estamos solos. Las galaxias son como islas desiertas sin comunicación por barco.

Se podrían decir muchas cosas de mi viejo, pero nunca me ha parecido aburrido hablar con él. No debería haberse contentado con ser mecánico. Si de mí hubiera dependido, le habría dado una subvención del Estado como filósofo. Él mismo dijo algo parecido en una ocasión. Tenemos ministerios de esto y aquello, dijo. Pero no hay ningún ministerio de filosofía. Incluso los países grandes creen que pueden arreglarse sin él.

Como lo llevaba en los genes, yo intentaba de vez en cuando participar en las conversaciones filosóficas a las que aspiraba mi viejo casi cada vez que hablaba de mamá. Entonces dije:

—Aunque el universo sea grande, no significa que este planeta sea un guisante.

Se encogió de hombros, tiró la colilla al suelo y encendió otro cigarrillo. En realidad, nunca le había preocupado gran cosa lo que opinaran los demás cuando él hablaba de la vida y de las estrellas. Sabía demasiado bien lo que él mismo opinaba. En lugar de contestar, dijo:

—¿De dónde demonios venimos los seres como nosotros, Hans Thomas? ¿Has pensado alguna vez en ello?

Yo había pensado en eso muchísimas veces, pero sabía que, en el fondo, a él no le interesaba lo que yo pudiera contestar.

De modo que le dejé seguir. Mi viejo y yo nos conocíamos desde hacía tanto tiempo que había aprendido que ésa era la mejor manera de actuar.

—¿Sabes lo que me dijo un día tu abuela? Dijo que había leído en la Biblia que Dios está sentado en el cielo riéndose porque los seres humanos no creen en él.

—¿Y por qué? —pregunté; siempre resultaba más fácil preguntar que contestar.

—Veamos. Si existe un Dios que nos ha creado, entonces somos de alguna manera artificiales a sus ojos. Charlamos, regañamos y peleamos. Nos abandonamos los unos a los otros, y nos morimos dejando solos a los demás. ¿Entiendes? Somos muy cojonudos, hacemos bombas atómicas y cohetes que llegan a la luna. Pero ninguno de nosotros se pregunta de dónde venimos. Simplemente estamos aquí, y no nos cuestionamos nada más.

—Y entonces Dios se ríe de nosotros, ¿quieres decir?

—¡Exactamente! Si nosotros, Hans Thomas, hubiéramos sabido crear un ser humano artificial que fuera capaz de hablar y no se hiciera la pregunta más sencilla y más importante de todas, es decir, cómo ha sido creado, también nos habríamos reído de buena gana.

Justamente así se rió mi viejo antes de proseguir:

—Deberíamos leer un poco más la Biblia, chico. Después de haber creado a Adán y Eva, Dios se quedó paseándose por el jardín espiándolos, en el sentido literal de la palabra. Se puso al acecho tras árboles y arbustos, vigilando muy de cerca todo lo que hacían. ¿Entiendes? No era capaz de quitarles ojo, tan absorto estaba en lo que había creado. Y no se lo reprocho. Todo lo contrario, le comprendo perfectamente.

Apagó el cigarrillo, con lo que dio por concluido el descanso para fumar. Me dije que, al fin y al cabo, podía considerarme un chico muy afortunado por tener la ocasión de participar en unos treinta o cuarenta descansos como éste para fumar, antes de llegar a Grecia.

Dentro del coche, saqué la lupa que me había regalado el misterioso enano. Decidí usarla para investigar más de cerca la naturaleza. Si me tumbaba en el suelo mirando durante mucho tiempo una hormiga o una flor, a lo mejor llegaba a sonsacar a la naturaleza alguno de sus secretos. Entonces le regalaría a mi viejo un poco de paz interior para Navidad.

Seguíamos subiendo por los Alpes, estábamos tardando mucho en llegar a Dorf.

—¿Estás dormido, Hans Thomas? —preguntó mi viejo después de un largo rato. Si no llega a decir algo, me habría quedado dormido en ese mismo instante.

Para no mentir dije que no, y con esto me despabilé más.

—¿Sabes? —dijo—, estoy empezando a pensar que ese enano nos engañó.

—¿No era verdad que la lupa estuviera en la tripa de un corzo? —murmuré.

—Estás cansado, Hans Thomas. Me refiero al camino. ¿Por qué nos ha enviado por este descampado? También la autopista pasa por los Alpes. Llevamos cuarenta kilómetros sin ver una sola casa, y es más, sin ver siquiera un lugar donde pasar la noche.

Tenía tanto sueño que no tuve fuerzas para contestar. Solamente pensé que a lo mejor tenía el récord mundial en querer a mi viejo. No debería ser mecánico, no. Debería tener ocasión de hablar de los secretos de la vida con los ángeles del cielo. Mi viejo me había enseñado que los ángeles son mucho más sabios que los seres humanos. No son tan sabios como Dios, pero entienden todo lo que el ser humano es capaz de comprender, sin tener que esforzarse nada.

—¿Por qué diablos querría que fuéramos a Dorf? —continuó mi viejo—. A lo mejor nos ha enviado al pueblo de los enanos.

Eso fue lo último que oí antes de quedarme dormido. Soñé con un pueblo lleno de enanos. Todos eran muy buenos. Hablaban por los codos, pero ninguno sabía contestar de dónde venían o en qué parte del mundo se encontraban.

Creo recordar que mi viejo me sacó en brazos del coche y me metió en una cama. Había un aroma a miel en el aire, y una voz de mujer que decía:

Ja, ja. Aber natürlich, mein Herr.