AS DE PICAS

El gran viaje al país de los filósofos comenzó en Arendal, una vieja ciudad marítima al sur de Noruega. Navegamos de Kristiansand a Hirtshals en el Bolero. No hay mucho que decir del viaje por Dinamarca y Alemania. Aparte de Legolandia y las enormes instalaciones portuarias de Hamburgo, no vimos otra cosa que autopistas y granjas. Pero, cuando llegamos a los Alpes, comenzaron a ocurrir cosas.

Mi viejo y yo habíamos llegado a un acuerdo: yo no protestaría si teníamos que conducir hasta tarde antes de parar a dormir, y él no fumaría en el coche; a cambio, decidimos hacer largos descansos para fumar. Esos descansos son lo que mejor recuerdo del viaje antes de llegar a Suiza.

Los descansos siempre comenzaban con un pequeño discurso de mi padre sobre algo que había estado pensando mientras él conducía y yo leía al Pato Donald o hacía solitarios en el asiento de atrás. Casi siempre hablaba de algo que tenía que ver con mamá. Si no, hablaba de cosas que le preocupaban desde que yo le conocía.

Desde que mi viejo dejó de ser marinero y volvió tierra adentro después de pasar muchos años en el mar, se había interesado por los robots. Quizá eso no fuera en sí tan extraño, pero lo de mi viejo no acababa ahí. Estaba convencido, además, de que la ciencia lograría crear algún día seres humanos artificiales. No se refería a esos estúpidos robots metálicos que parpadean con luces verdes y rojas y hablan con voz hueca. No, no, mi viejo creía que un día la ciencia lograría crear verdaderos seres pensantes como nosotros. Y aún había algo más: también pensaba que todos los seres humanos en realidad eran precisamente eso, artilugios artificiales.

—Estamos plenamente vivos, ¿sabes? —solía decir.

Los comentarios de este tipo eran habituales después de haberse tomado una o dos copitas.

Cuando estuvimos en Legolandia, se quedó mirando fijamente a esos seres de Lego. Le pregunté si estaba pensando en mamá, pero dijo que no.

—Imagínate si todo esto cobrara vida de repente, Hans Thomas, imagínate que todas esas figuritas empezaran de pronto a moverse entre sus casitas de plástico. ¿Qué haríamos entonces?

—Estás chiflado —me limité a decir, pues estaba seguro de que esa clase de comentarios no era muy normal entre los padres que llevaban a sus hijos a Legolandia.

Estuve a punto de pedirle un helado, aunque había aprendido que, para pedir algo, era aconsejable esperar hasta que mi viejo comenzara a airear sus chifladas ideas. Creo que de vez en cuando le remordía la conciencia por hablar de esas cosas con su hijo, y cuando a uno le remuerde la conciencia, suele mostrarse más generoso que de costumbre. Antes de que me hubiera dado tiempo a pedir el helado dijo:

—En el fondo, nosotros mismos somos figuras vivas de Lego.

Supe que tenía el helado asegurado, porque papá estaba a punto de comenzar uno de sus discursos filosóficos.

Íbamos de camino a Atenas, pero no se trataba de unas vacaciones normales de verano. En Atenas, o al menos en algún lugar de Grecia, intentaríamos encontrar a mamá. No era seguro que lo consiguiéramos, y aunque así fuera, puede que no quisiera volver con nosotros a Noruega. Tenemos que intentarlo, decía mi viejo, porque ni él ni yo soportábamos la idea de vivir el resto de nuestras vidas sin mamá.

Mamá nos abandonó a mi viejo y a mí cuando yo tenía cuatro años. Por eso yo aún continuaba llamándola «mamá». A mi viejo le había ido conociendo más a fondo y un día ya no me pareció oportuno seguir llamándole «papá».

Mamá se lanzó al mundo para encontrarse a sí misma. Tanto a mi viejo como a mí nos parecía que, con un niño de cuatro años, ya era hora de que lo hiciera; de modo que apoyamos el proyecto. Pero nunca llegué a comprender por qué tuvo que irse tan lejos. ¿Por qué no podía arreglárselas en nuestra ciudad, Arendal, o contentarse simplemente con un viaje a Kristiansand? Mi consejo a todos aquellos que quieran encontrarse a sí mismos es que sigan justamente donde están. Si no, existe un gran peligro de que se pierdan para siempre.

Habían pasado ya tantos años desde que mamá nos dejó que no era capaz de recordar cómo era su aspecto. Sólo recuerdo que era mucho más bonita que todas las demás mujeres. Al menos eso decía mi viejo. Además opinaba que cuanto más bonita, más difícil le resultaba a una mujer encontrarse a sí misma.

Yo había estado buscando a mamá desde que desapareció. Cada vez que cruzaba la plaza de Arendal pensaba que la vería de repente, y cada vez que iba de visita a casa de mi abuela en Oslo, la buscaba por la calle Karl Johan. Pero nunca la vi. No la vi hasta que mi viejo me enseñó una revista griega de modas. Allí estaba mamá, en la portada y dentro de la revista. Se veía claramente en la foto que aún no se había encontrado a sí misma. Porque las fotos de la revista no eran de mi mamá; era evidente que intentaba parecer otra persona. Tanto mi viejo como yo sentíamos muchísima lástima por ella.

La revista de modas entró en nuestra casa por una tía de mi viejo que había estado en Creta. Allí estaban las fotos de mamá en todos los quioscos de periódicos. Pagando un par de dracmas, la revista era tuya. Me resultó un poco cómico; nosotros llevábamos años buscando a mamá y ella, en Creta, sonreía a todos los que pasaban.

—¿En qué demonios se habrá metido? —se preguntaba mi viejo mientras se rascaba la cabeza. Y, sin embargo, recortó las fotos donde ella aparecía y las puso en la pared del dormitorio. Pensaba que era mejor tener fotos de alguien que se pareciera a mamá que no tener ninguna.

Fue entonces cuando mi viejo decidió que iríamos a Grecia a buscarla.

—Tendremos que intentar arrastrarla hasta casa, Hans Thomas —dijo—. Si no, me temo que se va a perder en ese cuento de la moda.

No entendí muy bien lo que quería decir con esa última frase. En varias ocasiones había oído que uno podía perderse en un enorme vestido, pero no sabía que uno pudiera perderse en un cuento. Hoy ya sé que es algo de lo que todo el mundo tiene que cuidarse.

Cuando nos paramos en la autopista en las afueras de Hamburgo, mi viejo empezó a hablar de su padre. Yo ya conocía la historia, pero ahora parecía diferente, con los coches pasando a toda velocidad.

Lo que pasa es que mi viejo era lo que en Noruega llamamos «hijo de alemán». Ahora ya no me da vergüenza decirlo, porque ya sé que los hijos de alemanes pueden ser tan buenos como los demás, aunque claro, eso es fácil de decir. Yo no he sentido en mi propia carne cómo resulta criarse sin padre en una pequeña ciudad al sur de Noruega.

Supongo que mi viejo volvió a hablar de lo que sucedió entre mis abuelos paternos, precisamente porque nos encontrábamos en Alemania.

Todo el mundo sabe lo difícil que resultaba conseguir comida durante la guerra. También lo sabía mi abuela paterna el día en que cogió su bicicleta para ir a Froland a coger arándanos.

Sólo tenía 17 años. El problema surgió cuando se le pinchó una rueda.

Aquella excursión a por arándanos es lo más importante que ha sucedido en mi vida. Puede parecer algo extraño que lo más importante de mi vida sucediera más de treinta años antes de que yo naciera, pero si la abuela no hubiese pinchado aquel domingo, mi viejo no habría nacido. Y si él no hubiera nacido, yo tampoco hubiera tenido muchas posibilidades de existir.

Como ya he dicho, a la abuela se le pinchó la rueda en Froland, con la cesta llena de arándanos. Naturalmente, no llevaba nada para arreglarla, y aunque lo hubiera llevado, seguramente no habría sabido reparar la bici ella sola.

Entonces pasó por allí un soldado alemán en bicicleta. Aunque era alemán, no se mostró muy agresivo; al contrario, fue muy cortés con la joven, que no sabía cómo poder llegar a casa con sus arándanos. Además, llevaba todo lo necesario para reparar la llanta.

Si el abuelo hubiera sido de ese tipo de bruto malvado que solemos pensar que fueron todos los soldados alemanes en Noruega, habría pasado de largo sin más. Pero, claro, lo que pasa es que la abuela debería haberse negado a recibir cualquier tipo de ayuda de las fuerzas alemanas de la guerra.

Lo malo fue que el soldado alemán comenzó a enamorarse de esa joven que tendría un desliz tan grande y del que, en parte, también él sería culpable. Pero todo esto no sucedió hasta varios años más tarde…

Al llegar a este punto del cuento, mi viejo solía encenderse un cigarrillo. Resultaba que también a la abuela le gustaba el alemán, ésa fue precisamente la metedura de pata. No sólo le agradeció al abuelo que le reparara la bicicleta, sino que también accedió a que la acompañara hasta la ciudad. La abuela no solamente era desobediente, también era tonta. De eso no cabía ninguna duda. Lo peor de todo fue que estaba dispuesta a volver a ver al unterfeldwebel Ludwig Messner.

Así fue como mi abuela se hizo novia de un soldado alemán. Desafortunadamente, no se elige siempre a la persona de la que uno se enamora. Pero ella debería haber elegido no volver a verlo, antes de enamorarse en serio de él. No lo hizo así, y tuvo que pagarlo caro.

El abuelo y la abuela siguieron viéndose en secreto. Si la gente de Arendal se hubiera enterado de que ella se citaba con un alemán, habría sido lo mismo que renunciar a formar parte de la «gente bien» de la sociedad. Porque de la única manera que la gente normal y corriente podía luchar contra los alemanes era no teniendo nada que ver con ellos.

En el verano de 1944, Ludwig Messner fue enviado de vuelta a Alemania para defender el Tercer Reich en el frente este. Ni siquiera tuvo tiempo de despedirse como es debido de mi abuela. En el momento en que se subió al tren en la estación de Arendal, desapareció para siempre de su vida. Mi abuela no volvió a saber nada más de él —aunque durante muchos años después del final de la guerra lo estuvo buscando—. Con el tiempo, se iba convenciendo, cada vez más, de que había muerto en la batalla contra los rusos.

Tanto la excursión en bicicleta como lo que pasó después, a lo mejor habría quedado en el olvido, si no hubiera sido porque la abuela se había quedado embarazada. Eso pasó justo antes de que el abuelo se marchara al frente del este, pero ella no lo supo hasta muchas semanas después de su partida.

Lo que sucedió luego, es lo que mi viejo llama la maldad humana, y al llegar a este punto, suele encenderse otro cigarrillo. Mi viejo nació justo antes de la liberación, en el mes de mayo de 1945. Nada más rendirse los alemanes, mi abuela fue capturada por noruegos que odiaban a todas aquellas chicas noruegas que habían estado con soldados alemanes. Desgraciadamente, había muchas chicas de ésas, pero las que peor lo pasaron fueron las que habían tenido un hijo con un alemán. La verdad es que mi abuela estuvo con mi abuelo porque le quería, y no porque ella fuera nazi. De hecho, mi abuelo tampoco era nazi. Antes de que lo cogieran para devolverlo a Alemania, él y la abuela estaban haciendo planes para huir juntos a Suecia. Lo único que los frenaba eran los rumores de que, los vigilantes suecos de la frontera, habían comenzado a pegar tiros contra los desertores alemanes que intentaban cruzarla.

La gente de Arendal se abalanzó sobre la abuela y le cortaron el pelo al cero. También le pegaron y golpearon, aunque acababa de dar a luz. Se puede decir con toda seguridad que Ludwig Messner se había comportado mejor que esa gente.

Sin un solo pelo en la cabeza, mi abuela tuvo que ir a vivir con sus tíos Trygve e Ingrid a Oslo, porque ya no estaba segura en Arendal. Aunque era primavera, y hacía calor, tenía que usar gorra porque estaba calva como un viejo. Su madre seguía viviendo en Arendal, y cinco años después del final de la guerra, mi abuela volvió a Arendal con mi viejo en brazos.

Ni la abuela ni mi viejo pretenden disculpar lo que sucedió en Froland. Lo único que podría cuestionarse, es el alcance de la condena. Por ejemplo, resulta interesante preguntarse durante cuántas generaciones debe ser castigado un delito. Es evidente que mi abuela tuvo parte de culpa por haberse quedado embarazada, eso tampoco lo ha negado nunca. Pero me resulta más difícil determinar si fue correcto castigar también al niño.

He pensado bastante en esto. Mi viejo nació como resultado de un pecado original. Pero todos los seres humanos tienen sus raíces en Adán y Eva, ¿no? Soy consciente de que esta comparación falla en algo. En un caso se trataba de manzanas y, en el otro, de arándanos. Si bien en ambos casos fue una serpiente[1] la que desencadenó la tentación.

Cualquier madre sabe, sin embargo, que no puede pasarse la vida reprochándose un hijo que ya nació. Yo pienso que no se debe culpar al niño; también un hijo de alemán tiene derecho a gozar de la vida. Pero, en ese punto, mi viejo y yo no nos poníamos de acuerdo.

Mi viejo se crió, pues, como hijo de alemán. Aunque los adultos de Arendal habían dejado de azotar a las «fulanas de alemanes», los niños —que aprenden fácilmente las maldades de los adultos— seguían acosando a los hijos de alemanes. Esto significa que mi viejo tuvo una infancia dura. Cuando cumplió diecisiete años, ya no aguantó más. Aunque quería mucho a su ciudad, se vio obligado a enrolarse como marinero. Siete años más tarde volvió a Arendal; para entonces, ya había conocido a mamá en Kristiansand. Se fueron a vivir a un viejo chalet en Hisoy, donde yo nací el 29 de febrero de 1972. Por supuesto, yo también debo cargar con parte de lo que sucedió en Froland. Eso es lo que se llama pecado original.

Con una infancia como hijo de alemán y luego muchos años de marinero, mi viejo siempre tuvo cierta afición por las bebidas fuertes. En mi opinión, le gustaban demasiado. Solía decir que bebía para olvidar, pero se equivocaba, porque cuando bebía siempre empezaba a hablar de la abuela y del abuelo, y de su vida como hijo de alemán. A veces también lloraba. Yo creo que esas bebidas fuertes contribuían a que recordara aún más.

Cuando mi viejo me hubo contado la historia de su vida en la autopista alemana, en las afueras de Hamburgo, dijo:

—Y entonces desapareció tu mamá. Cuando tú empezaste a ir a la guardería, ella trabajó primero como profesora de baile. Luego empezó a trabajar de modelo. Viajaba bastante a Oslo, de vez en cuando también a Estocolmo, y un día no volvió a casa. El único mensaje que nos llegó fue una carta en la que nos decía que había conseguido un trabajo en el extranjero y que no sabía cuándo volvería. Eso es lo que dice la gente que se va a quedar fuera una semana o dos. Pero mamá ya lleva ocho años fuera…

También había oído muchísimas veces lo que mi viejo añadió:

—En mi familia siempre ha faltado algo, Hans Thomas. Siempre ha habido alguien que se ha perdido por el camino. Creo que es una maldición en nuestra familia.

Cuando dijo eso de la maldición, al principio me asusté un poco. Me quedé pensando en ello, y llegué a la conclusión de que tenía razón.

En definitiva, a mi viejo y a mí nos faltaban padre y abuelo paterno, mujer y madre. Y aún había una cosa más, que mi viejo seguramente también tendría en cuenta: cuando mi abuela era pequeña, a su padre le cayó un árbol encima y lo mató; de modo que también ella se crió sin padre. Quizá por eso tuviera un hijo con un soldado alemán que hubo de ir a la guerra a morir. Y quizá por eso, ese niño se casó con una mujer que se fue a Atenas para encontrarse a sí misma.