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13/4/06

—No creo que quiera echarte una bronca —dice Olivia—. Creo que está realmente preocupado por ti. Deberías llamarle. Tendrás que hablar con él en algún momento.

La luz del sol se filtraba a través de las cortinas. Charlie deseó haber comprado unas que fueran más gruesas; se preguntaba cuánto costaría colocar otras de color negro. Negó con la cabeza. Su plan —mucho mejor que el de Olivia— era mantenerse alejada del teléfono. Simón le había dejado un montón de mensajes que no había querido escuchar. Además, Olivia se equivocaba: no tenía por qué hablar necesariamente con Proust ni con Simón. Podía presentar su dimisión y así nunca tendría que enfrentarse a ellos.

Olivia se sentó en el sofá, a su lado.

—No puedo quedarme aquí eternamente, Char. Tengo que hacer cosas y vivir mi vida. Y tú también. No es bueno andar por aquí en pijama, fumando todo el día. ¿Por qué no te tomas un baño caliente y te vistes? Cepíllate los dientes.

Sonó el timbre. Charlie se acurrucó en el sofá, ajustándose la bata.

—Será Simón —dijo—. No lo dejes entrar. Dile que estoy durmiendo.

Olivia se quedó mirándola, muy seria, y fue a abrir. No lograba entender por qué Charlie no se alegraba de que Simón fuera detrás de ella, por qué de pronto él se había convertido en la última persona a la que su hermana quería ver. Charlie no estaba dispuesta a dar explicaciones. Sabía que en cuanto él abriera la boca para hablar perdería los estribos. Sabía que a ella le parecería mal cualquier cosa que Simón dijera. Y si los intentos de él por consolarla hubiesen sido sutiles e indirectos, Charlie se habría sentido incómoda y aún más avergonzada. Y si en lugar de eso era explícito, ella se vería obligada a hablar con él —el hombre que la había rechazado desde que se conocieron— sobre Graham Angilley, el violador en serie, el hombre del que se había encaprichado por despecho… No, la humillación tenía un límite.

Charlie oyó la puerta de la entrada al cerrarse. Olivia regresó al salón.

—No es Simón. ¡Ah! —exclamó, apuntando acusadoramente a Charlie con el dedo—. Estás decepcionada, no lo niegues. Es Naomi Jenkins.

—No. Dile que se vaya.

—Te ha traído algo.

—No lo quiero.

—Le he dicho que necesitabas cinco minutos para vestirte. Así que, ¿por qué no te pones algo de ropa y te adecentas un poco? Si no lo haces la dejaré pasar para que vea tu bata manchada de té y tu absurdo pijama.

—Si lo haces…

—¿Qué? ¿Qué me vas a hacer? —Olivia ensanchó las fosas nasales—. A Simón le habría dicho que se fuera, pero a ella no —dijo, moviendo la cabeza en dirección al vestíbulo—. Deja de compadecerte de ti misma y piensa en lo que ha pasado esa mujer. Piensa en todo lo que ocurrió hace tan solo unos días, en esta misma casa, por no hablar de todo lo demás. La ataron, otra vez. Y casi vuelven a violarla.

—No hace falta que me lo recuerdes —repuso Charlie de inmediato.

No quería pensar en lo que Simón y Proust se encontraron en su cocina: el ojo izquierdo de Graham, casi partido en dos, mirándolos desde un charco de sangre.

—Creo que sí —dijo Olivia, llevándole la contraria—. Porque al parecer piensas que eres la única a quien le ha ocurrido algo malo.

—¡Yo no pienso eso! —dijo Charlie, furiosa.

—¿Crees que me resulta fácil saber que nunca podré tener hijos?

Charlie apartó la mirada, chasqueando la lengua.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—A cualquier hombre que conozco, a cualquiera con el que empiezo una relación medianamente seria, tengo que darle esa mala noticia… ¡Imagínate lo que significa dejar caer esa bomba en una primera cita! No tienes ni idea de la cantidad de hombres que no he vuelto a ver después de habérselo contado. Y eso duele, pero me guardo el dolor para mí porque soy una estoica, porque creo en la flema británica…

—¿Tú una estoica? —Charlie se echó a reír.

—Sí, exacto —insistió Olivia—. Cuando se trata de cosas serias, lo soy. El hecho de que me queje cuando la tienda de la esquina se queda sin carne de venado o pasta de chili no significa nada. —Olivia lanzó un suspiro—. Tienes suerte, Char. Simón sabe lo tuyo con Graham…

—¡Cállate!

—… y sabe que no fue culpa tuya. Nadie te culpa.

—De acuerdo, hablaré con Naomi.

Cualquier cosa con tal de evitar que Olivia hablara de Simón y Graham. Charlie se levantó, apagó el cigarrillo en el cenicero que había en la mesa, lleno de colillas. Se acomodaban allí sin ayuda de nadie —un montón de pequeños gusanos de color naranja— cuando otro se sumaba al montoncito. «Qué desagradable», pensó Charlie, aunque ver tantas colillas la complacía de una forma perversa.

Una vez arriba, se lavó, se cepilló el pelo y los dientes y se puso lo primero que encontró al abrir el armario: unos vaqueros deshilachados y una camiseta de rugby de color lila y turquesa con el cuello blanco. Cuando bajó, la puerta principal estaba abierta; Naomi Jenkins y Olivia estaban fuera. Naomi parecía más relajada que nunca, aunque también más vieja. En su rostro se veían unas arrugas que no tenía unas semanas atrás.

Charlie se esforzó por sonreír y Naomi hizo todo lo posible por devolverle la sonrisa. Eso era lo que Charlie había querido evitar: un saludo incómodo y forzado, con el que se reconocía una experiencia y un dolor comunes que nunca podrían olvidar.

—Mira —dijo Olivia. Parecía señalar la fachada de la casa, debajo de la ventana del salón.

Charlie se calzó un par de zapatillas de deporte que había dejado hacía unos días al pie de la escalera y salió. Apoyado contra la fachada había un reloj de sol, un rectángulo plano de piedra gris, de unos ochenta centímetros por setenta. El gnomon era un sólido triángulo de hierro en el que, justo en medio de la base y la punta, había un nodo en forma de cojinete. La leyenda estaba escrita en latín, grabada en letras doradas: Docet umbra. En la parte superior del reloj, en el centro, se veía la mitad de un sol. Sus rayos, inclinados, eran las líneas que representaban las horas y las medias horas. Otra línea —una curva horizontal, que parecía una sonrisa torcida— cortaba esas líneas, atravesando todo el reloj de un extremo a otro.

—Le dije que haría un reloj para su jefe —dijo Naomi—. Y aquí está. Puede quedárselo, es un regalo.

Charlie negó con la cabeza.

—No voy a volver al trabajo durante un tiempo. —«Si es que vuelvo alguna vez» pensó—. Llévelo a la comisaría y pregunte por el inspector jefe Proust…

—No. Lo he traído aquí porque quería dárselo a usted. Para mí es importante —dijo Naomi, tratando de encontrar la mirada de Charlie.

—Gracias —intervino Olivia, con intención—. Es muy amable de su parte.

Charlie estaba convencida de que Olivia estaba siendo educada solo para que, en comparación, ella pareciera más desagradable.

—Gracias —murmuró Charlie.

Tras un pesado silencio, Naomi dijo:

—Simón Waterhouse me contó que usted no sabía nada sobre Graham mientras estuvo saliendo con él.

—No quiero hablar de eso.

—No debería castigarse por algo que no es culpa suya. Yo lo he hecho durante años y no me ha llevado a ninguna parte.

—Adiós, Naomi. —Charlie se volvió para volver a entrar. Si lo deseaba, Olivia podía meter en casa el maldito reloj. A ella le daba igual. A estas alturas, lo más probable era que Proust se hubiera olvidado de él.

—Espere. ¿Cómo está Robert?

—Sigue igual —contestó Olivia, al ver que Charlie no decía nada—. Intentan hacerle salir del coma, pero hasta ahora no lo han conseguido. Aún tiene ataques epilépticos, aunque son menos frecuentes.

—Si recupera la conciencia tendrá que enfrentarse a un montón de cargos —dijo Charlie—. Por lo que encontramos en los chalets Silver Brae está claro que estaba metido hasta el cuello en el negocio de las despedidas de soltero. Él solía ser el que casi siempre acompañaba a las víctimas y se llevaba la mitad de los beneficios. —Olivia le habría contado todo aquello a Naomi si Charlie no le hubiera dado antes su versión. Había sido ella quien había hablado con Simón; Charlie se había enterado de oídas, pero no quería que Naomi supiera hasta qué punto le había afectado todo el asunto—. A Robert le gustan los sitios anónimos y vulgares, ¿verdad? Las áreas de servicio, el Traveltel, un hospital. Una prisión consigue que un área de servicio te parezca el Ritz.

—Tendrá lo que se merece —dijo Naomi, volviéndose hacia Olivia cuando Charlie se negó a mirarla—. Y Graham y su mujer también.

—A ambos les han denegado la libertad bajo fianza… —dijo Olivia.

—¡Vale, déjalo ya, por el amor de Dios! —la interrumpió Charlie.

—Simón Waterhouse también me contó que Juliet no habla desde hace varios días —dijo Naomi.

Esta vez Charlie levantó la mirada y asintió con la cabeza. No le gustaba la idea de que Juliet Haworth estuviera sentada en una celda, en silencio. Charlie se habría sentido mejor si hubiera seguido con sus exigencias, provocando a cualquiera que hablara con ella. Juliet también iría a la cárcel por mucho tiempo, quizás tanto como Graham Angilley. Y no le parecía justo.

—¿Qué es lo que aún no me ha contado? —le preguntó Charlie a Naomi—. Juliet intentó matar a Robert porque descubrió que era cómplice del hombre que la había violado; eso lo sé. Pero lo que sigo sin saber es por qué Robert iniciaba voluntariamente una relación con las mujeres a las que Graham había agredido.

Charlie tenía la sensación de que aún estaba metida en aquella historia, y no le gustaba. Naomi Jenkins había estado jugando con ella desde el principio y no estaba dispuesta a seguir permitiéndoselo.

Naomi frunció el ceño.

—Se lo diré cuando todo haya terminado —dijo—. Porque aún no ha terminado.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Olivia.

Charlie hubiera deseado que su hermana mantuviera la boca cerrada o que, mejor aún, volviera a su casa. Quizás así se acordara de que era una periodista especializada en arte y no una agente de policía.

—En el reloj de sol hay una línea que indica una fecha —dijo Naomi, señalándola con el dedo.

Charlie volvió a mirar la piedra rectangular apoyada contra la fachada.

—El 9 de agosto, el día del cumpleaños de Robert, la sombra del nodo recorrerá esa línea, siguiendo la curva de principio a fin. Eso es el nodo —dijo Naomi, frotando con el pulgar la pequeña esfera metálica.

Charlie empezó a sospechar algo.

—¿Por qué querría señalar la fecha del cumpleaños de Robert en un reloj de sol y que yo se lo llevara a mi jefe?

—Porque fue entonces cuando empezó todo —repuso Naomi—. El día que nació Robert, el 9 de agosto. Acuérdese de echar un vistazo si es un día soleado.

Naomi se dio la vuelta para irse. Charlie y Olivia la observaron mientras se metía en el coche y se alejaba.