30

Domingo, 9 de abril

Graham Angilley está de pie frente mí, sosteniendo las tijeras que me he traído de casa y cortando el aire, delante de mi cara. Las hojas producen un sonido metálico. En la otra mano tiene el mazo.

—Has venido muy bien equipada. Muy considerado de tu parte —dice.

Un solo pensamiento cruza por mi cabeza: no puede ganar. Así no es como debe acabar esta historia, conmigo siendo tan estúpida como para venir aquí, consciente de que tenía muchas posibilidades de encontrármelo y cargada con todo lo que él necesita para vencerme. Intento no pensar en mi temeridad. Debía de estar loca al creer que podría con él. Pero no puedo obsesionarme con eso. Hace tres años me dejé llevar y me sentí impotente en su presencia, y así es como estaba: totalmente indefensa. Pero esta vez tiene que ser completamente distinto.

Lo primero que debo hacer es no demostrar que estoy asustada. No me encogeré de miedo ni suplicaré. Hasta ahora no lo he hecho; no lo he hecho cuando me ha puesto el filo de las tijeras en la garganta y tampoco cuando me ha atado a una de las sillas de madera que hay en la cocina de Charlie. He permanecido en silencio, tratando de mantener el rostro impasible, carente de cualquier expresión.

—Es como en los viejos tiempos, ¿eh? —dice—. Solo que ahora llevas puesta la ropa. De momento.

Tengo las manos atadas detrás de la silla y los pies sujetos en las patas traseras. La tensión de los muslos empieza a molestarme. Angilley cierra las tijeras y las deja sobre la mesa de la cocina. Luego, con las dos manos, hace rotar el mazo.

—Bueno, bueno —dice—. ¿Qué tenemos aquí? Un objeto largo y cilíndrico con una punta roma y redondeada. Me rindo. ¿Se trata de algún juguete erótico? ¿Un enorme vibrador de bronce?

—¿Por qué no te sientas encima y lo averiguas? —digo, esperando que piense que no tengo miedo.

Él sonríe.

—Esta vez estás guerrera, ¿eh? Haces bien, como solemos decir a veces los de Yorkshire. Me gusta que haya un poco de variedad.

—¿Es por eso por lo que siempre haces lo mismo, una y otra vez? ¿Atar mujeres y luego violarlas? Incluso dices lo mismo: «¿Quieres entrar en calor antes de que empiece el espectáculo?». ¡Qué frase más ridícula! —Me obligo a soltar una carcajada. Diga lo que diga, tanto si me muestro tímida como desafiante, no cambiará nada de lo que vaya a hacerme. Él sabe cómo quiere que acabe todo esto. Nada de lo que yo pueda decir le afectará, porque le da igual. Al darme cuenta de ello, me siento libre para hablar—. Puede que te creas muy intrépido, pero sin tu absurda rutina estás perdido. Siempre es la misma, sea quien sea la mujer; da igual que sea Juliet, Sandy Freeguard o yo…

Unas pequeñas arrugas aparecen en torno a sus ojos cuando a su rostro asoma una torva sonrisa.

—¿Cómo te has enterado de lo de Sandy Freeguard? Apuesto a que te lo ha contado Charlie.

—O Robert —sugiero.

—Buen intento, pero fue Charlie quien te lo contó. —Angilley olisquea el aire—. Sí, me ha parecido detectar un inconfundible olor a solidaridad femenina y a alianza entre mujeres. ¿No me digas que os reunís para tejer edredones de patchwork en vuestro tiempo libre? Debes de ser una íntima amiga suya si tienes las llaves de su casa. Me parece muy poco profesional por su parte Este ha sido el paso en falso más serio que ha dado la inspectora hasta la fecha.

Trato de cambiar de posición para estar más cómoda, pero no funciona. Empiezo a notar un hormigueo en los pies; dentro de poco dejaré de sentirlos.

—Estás muy sexy cuando te mueves y te retuerces así. Hazlo otra vez.

—Que te den.

Apoya el mazo en la mesa.

—Luego tendremos mucho tiempo para usar esto —dice.

Se me revuelve el estómago. Tengo que conseguir que siga hablando.

—Háblame de Prue Kelvey.

Coge las tijeras y se acerca lentamente a mí. Siento que voy a gritar y hago todo lo posible por evitarlo. Si demuestro que estoy asustada, luego no seré capaz de fingir. Debo seguir actuando, impertérrita. Levanta el cuello de mi blusa y me dice que incline la cabeza hacia delante. Entonces empieza a cortar la tela en torno al cuello. Noto el frío metal de las tijeras contra mi piel. Cuando ya lo ha cortado, lanza el cuello de la blusa sobre mi regazo.

—¿Qué tal si respondes primero a mis preguntas? ¿Por qué mi hermano está en el hospital, medio muerto? La buena de la inspectora no me contó demasiado. ¿Fuiste tú quien lo mandaste allí o fue Juliet?

Ahora parece hablar más en serio. Como si le importara.

Lo miro a los ojos, preguntándome si se trata de algún truco. Hacerme saber que eso le importa equivale a darme un arma. Pero tal vez piense que no puedo hacerle nada. Me ha atado a una silla para asegurarse de ello.

—Es una larga historia —digo—. Me duelen las piernas y no me siento los pies. ¿Por qué no me desatas?

—Siempre acabo haciéndolo, ¿no? —dice Angilley, flirteando—. ¿Por qué tanta prisa? Debo decirte que si mi hermanito muere y descubro que fuiste tú quien intentó asesinarlo, te mataré —añade, cortándome el primer botón de la blusa.

—¿Por qué no pasamos al sexo y terminamos con esto? —propongo, con el corazón en la garganta—. Podemos ahorrarnos los preliminares.

Por un momento, parece irritado. Luego vuelve a asomar a su rostro una leve sonrisa.

—Robert no va a morir —le digo.

Deja las tijeras sobre la mesa.

—¿Cómo lo sabes?

—Estuve en el hospital.

Después de hacer una pausa, dice:

—¿Y? No es necesario que seas misteriosa y enigmática conmigo, Naomi. No olvides que te conozco por dentro y por fuera. —Me guiña el ojo—. Estuviste en el hospital y…

—Tú no quieres que Robert muera, y yo tampoco. Estamos en el mismo lado, independientemente de lo que sucediera entre ambos en el pasado. ¿Por qué no me desatas?

—Ni hablar, muñeca. Entonces, ¿quién quiere ver muerto a Robert? —me pregunta—. Al parecer, alguien lo desea.

—Juliet —le digo.

—¿Por qué? ¿Porque follaba contigo a sus espaldas?

Niego con la cabeza.

—Lo sabe desde hace meses.

Vuelve a coger las tijeras.

—Cuando empezamos esta conversación, mi paciencia era más bien escasa. Y ahora ya se está agotando. De modo que, ¿por qué no eres una buena chica y me cuentas lo que quiero saber? —dice, cortando otro botón.

—Deja en paz mi ropa —le suelto, mientras empiezo a sentirme presa del pánico—. Desátame, y te llevaré a ver a Robert al hospital.

—¿Que tú me llevarás? Vaya, muchas gracias, hada madrina.

—Solo podrás verlo si vienes conmigo —digo, improvisando sobre la marcha—. No dejan que nadie lo visite, pero yo puedo conseguir que entres a verlo. Los empleados me conocen. Fui a visitarlo con Charlie.

—Deja de fanfarronear antes de que te sientas ridícula. Resulta que hoy he visto a Robert. Hace tan solo un par de horas. —Al ver mi sorpresa, que evidentemente no he sido capaz de disimular, se echa a reír—. Sí, así es. He entrado en la Unidad de Cuidados Intensivos sin problemas, como todo un hombre. Ha sido muy fácil. En la puerta del pabellón hay un teclado con letras y números. Lo único que he tenido que hacer ha sido vigilar a un par de médicos que han entrado y memorizar el código que han tenido la amabilidad de teclear delante de mí. En realidad ha sido de risa. —Suelta las tijeras, saca la otra silla de la mesa y se sienta frente a mí—. Las medidas de vigilancia y seguridad…, códigos, números, alarmas y todo eso, solo consiguen que la gente esté código, todo el mundo puede andar por allí con la cabeza en otro sitio, como si fueran ovejas atiborradas de Válium, convencidos de que un absurdo mecanismo se ocupará por ellos de la vigilancia. Lo único que hice fue teclear rápidamente y ya estaba dentro, andando entre un nube de invisibles microbios.

—¿Cómo está Robert?

Tu hermano se echa a reír.

—¿Lo amas? ¿Se trata de amor? Es así, ¿verdad?

—¿Cómo está? Dímelo.

—Bueno…, podría ser diplomático y decir que se le da bien escuchar.

—Pero ¿sigue vivo?

—Oh, sí. En realidad está un poco mejor. Me lo dijo la enfermera con la que estuve flirteando. Ya no está…, ¿cómo lo dijo?…, intubado. Puedo explicártelo, por si estudiaste en una mala escuela: ya respira por sí mismo, nada de tubos. Y su corazón traquetea como un tren: lo he visto en el monitor. La línea verde subía y bajaba, subía y bajaba… ¿Sabes una cosa? Los hospitales de verdad no son como los de las series de televisión. Sufrí una gran decepción. Estuve en la habitación de Robert unos diez minutos y no apareció una enfermera o un médico que quisiera meterse en nuestros asuntos. Y tampoco había ninguna monja que me dijera cómo enfrentarme a los temas pendientes. Me sentí un poco abandonado.

Hasta ahora parece haberse olvidado de las tijeras. Decido coger el toro por los cuernos.

—Graham, quiero ir a ver a Robert. Necesito verlo. Es tu hermano y sé que te preocupas por él, por mucho que te extrañe. Por favor, ¿puedes desatarme para que pueda ir al hospital?

—Estoy más preocupado por mí que por Robert o por ti —dice, sonriendo, como si quisiera disculparse—. ¿Qué va a ser de mí? Seguramente me detendrán y tú le dirás a la policía que te hice un montón de cosas horribles. ¿No es así?

—No —miento—. Escucha, sé con seguridad que la policía no tiene ninguna prueba forense contra ti. Nada de ADN. Me lo dijo Charlie.

—Estupendo.

Angilley se frota las manos. Hay algo que me hace pensar que espera que yo comparta su satisfacción.

—Si me dejas ir, te juro por mi vida que le diré a la policía que tú no eres el hombre que me atacó. No tendrán forma de condenarte.

—Hum… —Se frota la barbilla, pensativo—. ¿Y qué me dices de la inspectora Charlie? ¿Qué es lo que le has dicho? Conozco a las mujeres y lo bocazas que sois. En la intimidad, ¿recuerdas?

Me zumba la cabeza al tratar de pensar más deprisa de lo que soy capaz. No puede haber hablado con Steph o sabría que Charlie sabe mucho más sobre su implicación en las violaciones de lo que yo podría haberle contado a ella.

—Charlie confía en ti —digo—. Ella te considera su novio.

—Qué tierno. Pero, como todas las grandes historias de amor la nuestra tampoco puede durar. Solo es cuestión de tiempo que Charlie descubra el verdadero apellido de Robert y se dé cuenta de que soy su hermano. Y entonces se preguntará por qué no se lo he dicho. En realidad pensé que el juego había terminado en cuanto entraste aquí. Pensé que eras Charlie y me escondí detrás de la puerta del salón. Solo cuando empezaste a arrastrarte por el suelo y me asomé un poco me di cuenta de que eras tú. Si la pechugona llega a encontrarme en su casa cuando se suponía que yo no debía estar aquí, creo que habríamos tenido una buena bronca.

—¿Qué estabas haciendo aquí? ¿Por qué estabas aquí si Charlie no había llegado?

—Quería ver si se había llevado trabajo a casa, algo relacionado con el intento de asesinato de mi hermanito. Quiero saber a quién debo culpar.

Ya no me siento los pies y no puedo seguir ignorando el dolor en las piernas y la espalda.

—Mira, si digo que tú no fuiste el hombre que me violó, la policía no podrá tocarte.

Angilley frunce el ceño.

—¿Que te violó? ¿No estás exagerando un poco?

—¿Me desatas, por favor?

—¿Y qué me dices de Sandy Freeguard?

—Ella no sabe quién eres y yo no voy a decírselo. Desátame.

—Podría hacerlo si me dices por qué Juliet intentó matar a Robert.

Dudo un momento y, al final, digo:

—Él le dijo que iba a dejarla por mí. —No tengo que entrar en detalles sobre qué le dijiste a Juliet ni pronunciar las palabras exactas. Debiste tomarte mucho tiempo para explicárselo todo. A tu hermano le conviene más la versión resumida—. Y ahora háblame de Prue Kelvey.

—¿Qué pasa con ella? Era una de mis chicas, como tú. —Vuelve a coger las tijeras y corta los dos últimos botones de mi blusa, que se abre del todo—. No puedes ir así al hospital, con las tetas colgando. Sería demasiado indecente. —Su voz se endurece—. ¿Cómo te has enterado de lo de Prue Kelvey?

Lentamente, cierra las tijeras en torno a uno de los tirantes de mi sujetador y lo corta.

—Tú no tuviste relaciones sexuales con ella, pero Robert sí. ¿Por qué? ¿Le obligaste a hacerlo?

—«Obligar» es una palabra demasiado fuerte. Digamos que lo animé. O, mejor dicho, le pedí a mi mujer que le transmitiera mi mensaje de ánimo. No me hablaba con Robert y yo quería arreglar las cosas. Prue Kelvey fue mi oferta de paz. Robert aceptó y yo me puse muy contento. Pensé que se divertiría. Lamentablemente, no fue así y al final me arrepentí de mi generosidad. Y, en vez de mejorar, las cosas empeoraron. —Angilley lanza un suspiro—. Robert es mi hermano pequeño. Quería que participara en todo eso, implicarlo a fondo. Estaba allí cuando empezó todo, en mi despedida de soltero, cuando se me ocurrió la idea para el negocio. Fuimos a Gales, a Cardiff, a pasar un fin de semana, solos. Acabamos borrachos en un restaurante hindú muy cutre, lo cual no resultó demasiado excitante. Hasta que tuve la brillante idea de regalarle a la tímida camarera una noche que no iba a olvidar. Solo estábamos nosotros dos y ella; yo estaba ebrio…, y hacer eso parecía lo más obvio. Me aseguré de que Robert también disfrutara con ella. Aquello fue como una bellota de la que surgió la idea para un negocio muy lucrativo. Sin ayuda de nadie, he revolucionado las despedidas de soltero de este país.

—Despedidas de soltero… —repito distraídamente, sintiendo frío y los miembros entumecidos.

La palabra «bellota» despierta un recuerdo en mí. Cierro los ojos y veo los postes de una cama en cuya punta hay una bellota tallada. Me siento mareada, como si fuera a desmayarme.

—Sabía que lo entenderías —dice—. Tienes cabeza para los negocios, igual que yo, igual que la tenía mi querida madre. Hizo una fortuna siendo simplemente ella… Era una mujer muy brillante. Admiro a las mujeres de éxito. —Empieza a cortarme los pantalones, haciéndome hacer un agujero en la rodilla—. ¡Tachan! —dice, sonriéndome—. ¡Hola, rodilla!

—Tienes que desatarme —le digo—. Siento como si se me fuera a partir la espalda.

—Fue mi madre quien me contó vuestro gran secreto.

—¿Qué secreto?

—Vuestro, en plural. El de las mujeres. Todas tenéis fantasías sexuales en las que sois forzadas. Y lo que yo hago es convertir esas fantasías en realidad. Os ofrezco lo que no nunca admitiríais que deseáis. A ver, no es que sea un altruista; no pretendo serlo. Pero soy afortunado. No hay mucha gente que disfrute con su trabajo. Aunque he tenido que sudar tinta, sobre todo gracias a Robert. Después de la camarera galesa me costó convencerlo de que llevara a cabo su parte, de modo que siempre tuve que interpretar el papel del protagonista masculino. Es todo un logro conseguir que mi hermano haga algo si no está convencido de ello. Siempre se mantiene en sus trece en cualquier cosa. Lo único en lo que estuvo de acuerdo fue en acompañar a nuestras protagonistas a su casa una vez terminado el espectáculo. Fue él quien te llevó a casa. —Me mira fijamente y sonríe—. Eso no lo sabías, ¿verdad? Sí, fue Robert quien te llevó sana y salva hasta tu coche. Evidentemente, no lo viste porque llevabas el antifaz.

—Querías que tuviera un papel más activo y por eso le obligaste a violar a Prue Kelvey. Le hiciste chantaje, ¿verdad?

Angilley sonríe, negando con la cabeza.

—Al parecer, me consideras una especie de tirano —dice—. Pero yo soy un alma caritativa. Robert no disfrutó de su velada con la señorita Kelvey y yo me arrepentí de habérsela ofrecido. Desde aquella noche, él y yo no nos hemos dirigido la palabra. —Niega con la cabeza—. Robert insistió en que Prue no se quitara el antifaz durante el espectáculo, cosa que no gustó a los clientes. Algunos se quejaron, incluido el novio, y tuve que devolverles parte del dinero. A todos les gusta ver los ojos…, las ventanas del alma y todo ese rollo.

—¿Por qué la obligó a dejarse puesto el antifaz? —le pregunto, poniéndole a prueba.

—¿Y quién coño lo sabe? —Me practica un enorme agujero en la otra pernera de los pantalones, también en la rodilla—. Esa suele ser la respuesta habitual cuando se trata de Robert. Puede que tuviera miedo de que lo reconociera. Robert es un pesimista. Puede que le entrara el pánico al pensar que un día podía tropezarse con ella.

Asiento con la cabeza, satisfecha al comprobar que tu hermano no sabe nada.

—¿Por qué elegías mujeres que tenían página web? ¿Por qué no elegirlas al azar entre las que pasaban por la calle?

—Porque, mi querida y entrometida Naomi, las mujeres están mucho más asustadas si creen que han sido elegidas. ¿Acaso no te preguntaste: «¿Por qué yo?» y cómo sabía todas esas cosas de ti? Es muy siniestro, mucho peor que ser elegida al azar, anónimamente. No, es esa dimensión personal la que provoca el terror en la mirada, y el terror en la mirada, como me dicen constantemente mis clientes, es crucial.

Le dedico una fría sonrisa.

—La dimensión personal. Suena bien. Y tienes razón: hace que todo sea mucho peor. Apuesto a que te habría gustado descubrirlo personalmente, ¿verdad?

Angilley se pone en tensión.

—Basta de cháchara.

Se agacha junto a mi silla y empieza a cortar la pernera de los pantalones, empezando por abajo.

—Un poco triste, ¿no? Plagiar las ideas de los demás y fingir que son propias.

—Si tú lo dices… Pero no nos olvidemos de ese largo objeto de forma cilíndrica que tan amablemente has traído y de sus posibles usos… ¡Aquí está!

Una de las perneras de mis pantalones está en el suelo, hecha trizas. Un miedo agudo me obliga a permanecer en silencio. No consigo respirar.

—Sea lo que sea lo que te haya dicho Robert, debes saber que no te quiere ni le importas. —Angilley parece complacido consigo mismo—. Soy yo el que se preocupa. ¿Por qué crees que se pone en peligro y decide conocer a mis protagonistas después del espectáculo, y hace que se enamoren de él?

—¿Por qué crees tú que lo hace? —me arriesgo a preguntar.

—Muy sencillo: porque cree que está por encima de los demás. Yo tengo éxito, mientras que Robert es un fracasado. Siempre ha sido así, como puede verse en esas sensibleras adaptaciones de la BBC. Mamá le hizo la vida imposible después de que papá se largó. Papá nunca se preocupó por Robert y, una vez que se hubo largado, mamá se comportó con él como un ogro. En cambio, yo era perfecto, el niño mimado. Aunque nunca lo haya dicho, Robert siempre había querido derrotarme, para demostrar que es mejor que yo. Y por eso lo hace: busca a las mujeres que se mostraron…, digamos…, reticentes a hacerlo conmigo, y las hechiza o las manipula hasta que se mueren por hacerlo con él.

Lo miro fijamente, asombrada y horrorizada por su arrogancia.

—No puedes decirlo en serio —digo.

Sonríe y empieza a cortarme los pantalones por la cintura.

—Si no me estás mintiendo, si realmente Juliet intentó matar a Robert, creo que no tienes ninguna posibilidad. Si antes no la prefería a ella, creo que ahora lo hará. Mi hermanito es masoquista. Siempre ha sentido debilidad por las mujeres que lo tratan como a una mierda. Me temo que es un legado de mamá. Cuanto más lo maltrataba, más devoción sentía por ella. Al final cortó con ella…, básicamente por orgullo. Pero desde entonces ha estado buscando una sustituta, aunque no creo que sea consciente de ello. Eso lo sé por las revistas para descerebrados que lee mi mujer.

Noto las tijeras dentro de mis bragas, tersas y frías contra mi piel. Pongo la mente en blanco y dejo que mi instinto se ocupe de todo. Con todas mis fuerzas, me inclino hacia la izquierda, haciendo balancear la silla. Es cuestión de cuatro o cinco segundos, no más. ¿Cómo pueden pasar tantas cosas en tan poco tiempo? Tu hermano levanta los ojos mientras la silla y yo nos precipitamos sobre él. Entonces, echando una mano hacia atrás, levanta el brazo que le queda libre y lo lanza contra mí, casi como un reflejo. Mientras la silla cae sobre él, veo que mira fijamente las tijeras abiertas que sostiene con la mano. Oigo un ruido sordo cuando la silla alcanza su brazo y dispara la mano hacia su rostro.

Suelta un grito. La sangre mana a borbotones, salpicando mi cara, pero no logro ver de dónde sale. La silla está encima de Graham Angilley. En lugar de estar de pie, ahora estoy inclinada sobre su cuerpo, víctima de una convulsión. Oigo sus aullidos y sus gemidos, pero no puedo ver su rostro, a pesar de volver el mío todo lo que me es posible. Trato de gritar pidiendo ayuda, pero mi respiración es demasiado pesada para hacerme oír.

Antes no veía la sangre, pero ahora sí. Se extiende por los cuadrados de linóleo azul. Respiro profundamente y suelto un grito de socorro, un grito que intento que sea lo más largo posible. Al principio era una palabra, pero luego se convierte en un aullido, un agudo lamento de dolor.

Oigo un estrépito y luego ruido de pasos en el vestíbulo. Sigo gritando. Veo a Simón Waterhouse y, detrás de él, a un hombre calvo, y sigo gritando. Porque nadie me ayudará nunca como Dios manda. Ni siquiera esos hombres que acaban de irrumpir, ni Yvon, ni Charlie, nadie. Nunca lograré escapar. Esa es la razón por la que no puedo parar de gritar.