9/4/06
Por primera vez en su carrera en la policía, Simón se alegró de ver a Proust. Había sido él quien había llamado al inspector jefe y le había pedido que viniera. Casi se lo había suplicado. Cualquier cosa era mejor que estar a solas con sus pensamientos. «Algo debe ir mal en mi vida si, in extremis, recurro a Muñeco de Nieve», pensó Simón. Sin embargo, ¿a quién más podía recurrir? En ausencia de Charlie, era incapaz de pensar en alguien cuya compañía pudiera hacerle sentirse mejor. De llamar a sus padres ni hablar. En cuanto se olían cualquier clase de problema empezaban a chillar, alarmados, y Simón tenía que dejar de lado sus problemas para tranquilizarles.
Seguía pensando en la repentina desaparición de Charlie, a pesar de que Sellers le había llamado para ponerle al día. Sabía dónde estaba, que Gibbs estaba con ella y que estaba a salvo. También sabía que se había acostado con Graham Angilley. Un violador en serie. Ignorando quién era y qué hacía. A Simón aquella idea le dio pánico. ¿Cómo volvería Charlie a ser la de siempre después de una experiencia así? ¿Qué se suponía que debería decirle la próxima vez que la viera?
Suponiendo que volviera a verla. Se había ido corriendo sin decirle ni una palabra. Ni siquiera ahora, aun siendo consciente de que él sabía dónde estaba, le había llamado. Tenía el móvil en el bolso que se había llevado Naomi Jenkins, pero podría haber usado el de Gibbs.
«Ha hablado con Sellers y Gibbs. Solo es contigo con quien no quiere hablar».
¿Y por qué demonios iba a hacerlo? ¿Acaso le había servido de algo a Charlie alguna vez? Unos meses atrás, mientras se dirigían a una reunión en la comisaría de Silsford, ella le había obligado a prestar atención a una canción que estaba sonando en la radio del coche. Simón aún se acordaba de la letra: hablaba de una persona que solo le causaba dolor a otra. Ella le dijo: «No sabía que eras fan de los Kaiser Chiefs. ¿O es que has puesto esta canción por otro motivo?». Al principio ella se mostró desdeñosa, pero en seguida se sintió decepcionada cuando Simón le dijo que lo que estaba sonando era la radio y no un CD. No había sido él quien había elegido la canción; de hecho, ni siquiera la conocía.
Estaba pensando en qué canción escogería ahora, cuando llegó Proust. El inspector jefe tenía los ojos rojos y no se había afeitado.
—Son las dos de la madrugada, Waterhouse —dijo—. Ha interrumpido un sueño que tenía. Nunca sabré cómo terminaba.
—¿Era un sueño o una pesadilla?
Simón estaba ganando tiempo para retrasar todo lo posible la reprimenda.
—No lo sé. Lizzie y yo acabábamos de comprarnos una casa nueva y nos mudábamos a ella; era mucho más grande que la que tenemos. Llegamos muy cansados y nos fuimos directamente a dormir. Pero no sé más, gracias a ti.
—Era una pesadilla —dijo Simón—. Sé cómo acaba. Usted se daba cuenta de que había cometido un gran error al comprar esa casa. Sin embargo, la vieja ya ha sido vendida a una gente a quien le encanta y que está decidida a quedarse en ella; no hay forma de recuperarla. Una pesadilla sobre el arrepentimiento eterno.
—Fascinante. —Proust parecía contrariado—. Muchas gracias. Y, ya que tienes ganas de hablar, quizás podrías explicarme porque me has despertado para darme una información que me habrías podido comunicar perfectamente esta tarde.
—Entonces no sabía que Charlie se había llevado a Naomi Jenkins con ella a Escocia.
Proust frunció el ceño.
—¿Por qué no?
—Yo… no debí escucharla cuando me lo dijo.
—Hum…, ¿oyes eso, Waterhouse? ¿El sonido de un escepticismo apenas disimulado? La inspectora Zailer y tú sois como dos hermanos siameses. Siempre sabes dónde está ella, con quién y qué ha tomado para desayunar. ¿Por qué no ha sido así en esta ocasión?
Simón no dijo nada. Paradójicamente, mientras Muñeco de Nieve le estaba echando la bronca se sentía mejor; era como si se hubiese quitado un peso de encima, algo de lo que quería deshacerse.
—Entonces, a ver si nos entendemos: te has enterado de que la inspectora Zailer se había llevado a Jenkins a Escocia solo después de que Sellers te ha llamado, ¿es eso lo que me estás diciendo?
—Sí, señor.
—¿Y cuándo recibiste esa llamada?
—Por la noche.
—¿Y por qué no me lo dijiste entonces? Me habrías ahorrado la molestia de ponerme el pijama.
Simón se quedó mirando al suelo. En aquel momento pensó que aún podía capear el temporal. Sin embargo, a medida que iba avanzando la noche y Charlie seguía sin ponerse en contacto con él, empezó a ponerse más nervioso. Había esperado que ella le llamara después de que lo hubiera hecho Sellers para decirle lo que debía hacer. Pero no lo hizo, y de pronto pensó que quizás nunca lo haría. Y, en ese caso, Simón tendría que contarle a Proust parte de la verdad para cubrirse las espaldas.
El inspector jefe entornó los ojos, dispuesto a analizar cada nueva mentira.
—Si la inspectora fue a ese chalet para arrestar al propietario y a su mujer, ¿por qué no fue allí contigo y con unos cuantos agentes? ¿Por qué llevarse a Naomi Jenkins, que en el mejor de los casos es una testigo y en el peor una sospechosa?
—Tal vez necesitaba a Jenkins para que identificara a Angilley como el hombre que la violó.
—Muy bien, ¡pero esa no es la manera de hacerlo! —exclamó Proust, enfadado—. Esa es la manera de conseguir que te roben el coche y el bolso, como al parecer ha sucedido. ¿Cómo puede haber sido tan estúpida la inspectora Zailer? Se ha puesto en peligro y también ha puesto en peligro a Jenkins y todo el trabajo que hemos hecho…
—Acabo de recibir una llamada de la policía de Escocia —le interrumpió Simón.
—Me resulta más difícil de creer eso que todo lo demás. Esa gente no mueve un dedo.
—Han encontrado el coche de Charlie.
—¿Dónde?
—No muy lejos de los chalets Silver Brae; en la carretera, a cuatro millas. Pero el bolso no estaba.
Proust lanzó un pesado suspiro y se frotó la barbilla.
—En este asunto hay tantos aspectos contradictorios que no sé ni por dónde empezar, Waterhouse. ¿Por qué Naomi Jenkins, después de haber viajado a Escocia para identificar a su violador, tiene la repentina idea de robar un coche y salir huyendo, comportándose como una criminal a todos los efectos?
—No lo sé, señor —mintió Simón.
No podía contarle a Proust lo que Sellers le había dicho: que Naomi ya no confiaba en Charlie y que por algo que había dicho Steph había descubierto su relación con Graham Angilley.
—Habla con la inspectora Zailer —dijo Proust, impaciente—. Algo debe de haber ocurrido en esos chalets, ¿no te parece? La inspectora Zailer debe saber de qué se trata y a estas alturas tú también deberías saberlo. ¿Cuándo hablaste con ella por última vez?
—No he hablado con ella desde que se fue —reconoció Simón.
—¿Qué me estás ocultando, Waterhouse?
—Nada, señor.
—Si la inspectora fue a los chalets Silver Brae para detener a los Angilley, ¿por qué Sellers y Gibbs también fueron allí por su cuenta? ¿Hacía falta que fueran los tres? Habría bastado con un inspector y un agente de uniforme.
—No lo sé, señor.
Proust empezó a andar en círculos alrededor de Simón.
—Waterhouse, a estas alturas ya me conoces muy bien. Por eso deberías saber que si hay algo que detesto más que las mentiras son las mentiras en medio de la noche.
Lo mejor que Simón podía hacer era guardar silencio. Se preguntaba si, en cierto sentido, no estaría deseando que Proust acabara con él y le obligara a contar toda la historia. Charlie y Graham Angilley. ¿Acaso Muñeco de Nieve podría decirle algo que le hiciera sentirse mejor con respecto a eso?
—Quizás debería preguntárselo a Naomi Jenkins. Es difícil que sea de menos ayuda que tú. ¿Qué están haciendo para encontrarla?
Por fin una pregunta que Simón podía contestar con toda sinceridad.
—Hay varios agentes en el hospital. Sellers dijo que Charlie estaba segura de que Jenkins iría allí para ver a Robert Haworth.
—De modo que te comunicas con la inspectora a través de Sellers. Interesante. —El inspector jefe siguió andando en círculos alrededor de Simón—. ¿Por qué Jenkins quiere ver a Robert Haworth? Ella sabe que fue él quien violó a Prudence Kelvey, ¿verdad? La inspectora Zailer se lo dijo, ¿no?
—Sí. No sé por qué quiere verle, pero al parecer así es. A toda costa.
—Waterhouse, ¡son las dos de la madrugada, maldita sea! —gritó Proust, golpeando su reloj—. Si era allí adónde se dirigía, a estas horas ya debería haber llegado. Es evidente que la inspectora Zailer estaba equivocada. ¿Hay alguien vigilando la casa de Jenkins?
«Mierda».
—No, señor.
—Por supuesto que no; he sido un tonto al preguntarlo. —Su voz era más sutil; las palabras, como perdigones, iban dirigidas a Simón—. Manda a alguien allí lo antes posible. Si no está allí, intentadlo en casa del exmarido de Yvon Cotchin. Y luego en la de los padres de Jenkins. Me asombra tener que oírme decir todas estas cosas, Waterhouse. —Como si pensara que había sido demasiado sutil en su desaprobación, gritó—: ¿Qué te ocurre? ¡No debería ser un viejo muerto de sueño quien tenga que explicarte los procedimientos más elementales!
—He estado ocupado, señor. —«Todos los demás están en la maldita Escocia, señor»—. Charlie dijo que Jenkins iría directamente al hospital. Teniendo en cuenta que fue la última persona que habló con ella, supongo que sabe lo que se dice.
—¡Localiza a Jenkins y hazlo cuanto antes! Quiero saber por qué ha huido. Nunca me convenció su coartada sobre el momento en que Robert Haworth fue atacado. Todo lo que tenemos es la palabra de su mejor amiga, ¡la misma que diseñó la página web de Graham Angilley!
—Nunca dijo que tuviera un problema con la coartada, señor —murmuró Simón.
—Lo estoy diciendo ahora, ¿no? ¡Tengo un problema con todo este maldito asunto, Waterhouse! Dar vueltas en círculo, eso es lo que estamos haciendo. ¡Nos estamos pisando nuestros propios talones! ¡Echa un vistazo a esa enorme mancha negra! —dijo, señalando el panel que había en la pared de la sala del departamento de investigación criminal; con un rotulador negro, Charlie había apuntado en él los nombres de todos los implicados en el caso, con flechas que los unían siempre que hubiera alguna conexión. Proust tenía razón: había más conexiones de las que cabria esperar. Ahora, el esquema de Charlie parecía una araña obesa y monstruosa… Era un enorme amasijo de líneas, flechas, círculos y curvas. La silueta del caos—. ¿Habías visto alguna vez algo tan poco alentador? —preguntó Proust—. ¡Porque yo no!
«Hablando de cosas poco alentadoras…», pensó Simón, y luego dijo:
—Juliet Haworth ha dejado de hablar, señor.
—¿Acaso había empezado a hacerlo?
—No, me refiero a que ha dejado de hablar del todo. Lo he intentado un par de veces, y en ambas ha permanecido en silencio. Sabía que iba a ocurrir. Cuanto más nos acercamos a la verdad, menos dispuesta está a hablar. Ya tenemos pruebas suficientes para condenarla, pero…
—Pero no son concluyentes —dijo Proust, terminando la frase de Simón—. Por mucho que quiera conseguir una condena para complacer a las altas instancias, antes quiero saber qué ha ocurrido. Quiero tener una idea clara de las cosas, Waterhouse.
—Yo también, señor. Todo se está aclarando. Sabemos que Angilley elegía a sus víctimas a través de páginas web, de las cuales dos fueron diseñadas por Yvon Cotchin.
—¿Y qué me dices de Tanya, la camarera de Cardiff que se suicidó, la que escribía tan mal? ¿También tenía página web?
—Ella es la excepción —admitió Simón—. También podemos explicar la presencia de público en las violaciones… Angilley vendía entradas para despedidas de soltero hardcore. He encontrado pruebas de eso en los chats de Internet. Eso es lo que he estado haciendo…
—En vez de hablar con tu inspectora o intentar localizar a Naomi Jenkins —dijo Proust, sarcástico—. O decirme la verdad acerca de lo que cruzaba por tu peculiar cabeza o tu aún más peculiar estilo de vida, Waterhouse, si me permites decirlo de una forma brusca.
Simón se quedó helado. Aquel era el comentario más hiriente que Proust le había hecho en todos esos años. «Según Muñeco de Nieve, peculiar es cualquier hombre que no tenga en casa a una esposa que prepare el pan y zurza calcetines», habría dicho Charlie. Simón podía oír claramente su voz dentro de su cabeza, pero no era lo mismo que tenerla allí.
Su vida era peculiar. No tenía novia y tampoco verdaderos amigos, salvo Charlie.
—Sellers ha conseguido un montón de pruebas en los chalets Silver Brae —prosiguió Simón—. Angilley había archivado cuidadosamente todo el material, como si se trata de algo legal: números de teléfono de decenas de hombres y una lista con los nombres de veintitrés mujeres…, antiguas y futuras víctimas, por lo que parece. Algunos de esos nombres estaban subrayados y tenían una fecha, mientras que otros no. Sellers ha buscado en Google a esas mujeres… Todas tienen página web propia o un perfil en la de su empresa. Todas son mujeres trabajadoras…
El teléfono que Simón tenía ante él empezó a sonar y lo descolgó.
—Subinspector Waterhouse, DIC —dijo mecánicamente. No debía ser Charlie; ella lo habría llamado al móvil.
—¿Simón? ¡Gracias a Dios!
El corazón de Simón empezó a latir apresuradamente.
—¿Olivia?
—He perdido tu número de móvil; llevo una ahora peleándome con un imbécil electrónico y luego con uno humano. Bueno, da igual. Oye, estoy preocupada por Charlie. ¿Puedes mandar un coche de la policía a su casa?
Muy nervioso, Simón le dijo a Proust:
—Mande a algunos agentes a casa de Charlie.
Hasta entonces, nunca le había dado una orden a Proust. El inspector jefe descolgó otro teléfono.
—¿Qué ha ocurrido? —le preguntó Simón a Olivia.
—Charlie me dejó un mensaje hoy…, bueno, ayer; es que aún no he dormido. Me dijo que me pasara por su casa. Dijo que la llave estaría en el sitio de siempre y que entrara si aún no había llegado.
—¿Y?
Simón sabía que Charlie dejaba la llave debajo del cubo de basura. La había dejado allí para él en alguna ocasión. Él le había echado la bronca: ¿de qué servía ser policía si dejaba la llave en el primer lugar donde miraría un ladrón? «Me falta energía para pensar en un sitio mejor donde esconderla», le había dicho ella, con voz cansada.
—Llegué sobre las ocho —dijo Olivia—, pero Charlie no estaba, y la llave tampoco. Le pasé una nota por el buzón, le decía que me llamara. Me fui a un pub, comí algo, me tomé un par de copas, me puse a leer, pero nada. Al final me preocupé de verdad y volví a su casa, pero aún no había vuelto. Me senté en el coche a esperarla, pero nada. En circunstancias normales la habría mandado al diablo y me habría ido a casa, pero el mensaje que me dejó… Parecía muy alterada. Era como si quisiera decir que había ocurrido algo malo.
—¿Y?
Simón intentó que su voz sonara serena. «Ve al puto grano».
—Me quedé dormida en el coche. Cuando me desperté, había luz en el salón de Charlie y las cortinas estaban corridas, mientras que antes no lo estaban. Pensé que había vuelto; llamé al timbre, dispuesta a echarle una bronca por no haberme llamado inmediatamente después de haber leído mi nota. Pero nadie abrió la puerta. Sé que dentro había alguien, porque vi que algo se movía en el vestíbulo. De hecho, estoy segura de que había dos personas. Una de ellas debía de ser Charlie, pero, entonces, ¿por qué no me dejó entrar? Puede que pienses que estoy de los nervios, pero sé que algo va mal.
—Charlie está en Escocia —le dijo Simón. «Pero Graham Angilley no»—. No puede estar en su casa.
—¿Estás seguro?
—Del todo. Se fue de repente.
—¿No habrá vuelto a los chalets Silver Brae? —preguntó Olivia, esta vez en tono periodístico—. Tú me llamaste para hacerme todas esas preguntas sobre Graham Angilley… ¿Por qué coño no me dijo Charlie que pensaba volver a verlo en vez de decirme que me pasara por su casa como una idiota? —Olivia hizo una pausa—. Tú sabes por qué estaba tan alterada, ¿verdad?
—Tengo que dejarte, Olivia.
Simón quería colgar el teléfono y presentarse personalmente en casa de Charlie. Proust ya se había puesto el abrigo.
—¿Simón? ¡No te atrevas a colgarme! Si no se trata de Charlie ¿quién está en su casa?
—Olivia…
—¡Podría volver, romper el cristal de una ventana y descubrirlo yo misma! Solo estoy a cinco minutos de allí.
—No lo hagas, Olivia. ¿Me has oído? Ahora no puedo explicártelo, pero creo que en casa de Charlie hay un hombre peligroso y violento. Mantente alejada de allí. ¡Prométemelo! —Ya que no había sido capaz de proteger a Charlie, Simón había decidido que no le pasaría lo mismo con su hermana—. Prométemelo, Olivia.
Ella lanzó un suspiro.
—Vale, de acuerdo. Pero llámame en cuanto puedas. Quiero saber qué está pasando.
Proust también quería saberlo. En cuanto Simón colgó el teléfono, él levantó una ceja
—¿Un hombre peligroso y violento?
Simón asintió con la cabeza y notó un calor que recorría todo su cuerpo.
—Graham Angilley.
Había empezado a caminar hacia la puerta, palpando la chaqueta en busca de las llaves del coche. Proust lo siguió. A Simón le sorprendió que el inspector jefe —que solía ser un hombre lento y pausado— fuera capaz de correr más que él.
Ambos pensaban lo mismo: Naomi Jenkins tenía el bolso de Charlie y las llaves de su casa. Si Olivia estaba en lo cierto y efectivamente había visto a dos personas, puede que Naomi estuviera en la casa con Angilley. Debían llegar allí cuanto antes. Muñeco de Nieve esperó a que estuvieran en el coche, doblando la velocidad permitida, para preguntar:
—Solo una cosilla, un detalle sin importancia, pero ¿por qué está Graham Angilley en casa de la inspectora Zailer? ¿Cómo sabe dónde vive?
Simón mantenía los ojos fijos en la calle y no le respondió. Cuando Proust habló de nuevo, lo hizo con voz tranquila y amistosa:
—Me pregunto cuántas cabezas van a rodar una vez que todo esto haya terminado —dijo, reflexionando en voz alta.
Simón se agarró con fuerza al volante como si fuera lo único que le quedase en el mundo.