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Domingo, 9 de abril

Cuando llego a casa es más de medianoche. Me ha traído un camionero joven y parlanchín, Terry, y aquí estoy, sana y salva. No estaba nerviosa por viajar en el vehículo de un desconocido. Lo peor que podría haberme ocurrido ya ha sucedido. Me siento inmune al peligro.

El coche de Yvon no está. Debe de haber regresado a Cambridge, a casa de Ben. Cuando ayer me fui sin decirle adónde iba, sabía que lo haría. Yvon es de esa clase de personas que no pueden quedarse solas. Necesita una presencia fuerte en su vida, alguien en quien confiar, y a lo largo de estos últimos días mi comportamiento ha sido demasiado imprevisible. Cree que, junto a Ben, su vida será más segura.

Ese tópico de que «el amor es ciego» debería sustituirse por otro más concreto: «El amor es inconsciente». Como tú, Robert, si me permites la broma de mal gusto. Yvon ve todo cuanto hace Ben, pero es incapaz de sacar las debidas conclusiones. Lo que no funciona bien no son sus ojos, sino su cabeza.

Me dirijo directamente a mi taller, abro la puerta y cojo el mazo más grande que tengo, y lo sopeso con la mano. Acaricio con los dedos la cabeza de metal dorado. Siempre me ha gustado empuñar uno de esos mazos; me gusta la ausencia de líneas rectas. Tienen la misma forma que las manos de mortero que se usan para triturar las especias hasta reducirlas a una pasta, salvo que están hechos de madera y bronce. Con el mazo que sostengo con la mano podría hacerle mucho daño a alguien, y eso es lo que pretendo.

Cojo un trozo de cuerda que hay en el suelo, bajo mi mesa de trabajo, y luego otro más. No tengo ni idea de cuánta voy a necesitar. Suelo utilizarla para atar los relojes de sol, no hombres. Al final, decido llevarme toda la cuerda que tengo y un par de tijeras grandes. Tras cerrar con llave la puerta del taller, me meto en el coche y conduzco hasta la casa de Charlie.

Nadie puede culparme por lo que voy a hacer. Estoy a punto de realizar un servicio útil. No tengo otra alternativa. Graham Angilley nos atacó a todas hace tiempo: a Juliet, a mí, a Sandy Freeguard… El miércoles, Simón Waterhouse me dijo que la condena por violaciones cometidas hace años no es muy dura, y Charlie dijo que en el caso de Sandy Freeguard no había coincidencia en las pruebas de ADN. Solo en el de Prue Kelvey, y Angilley no la tocó. Sería su palabra contra la mía.

La casa de Charlie está a oscuras, exactamente igual que cuando Terry, tu colega camionero, me dejó aquí hace cuarenta y cinco minutos para recoger mi coche. Entonces no estaba preparada para entrar; iba desarmada.

La vivienda parece vacía; irradia una gélida inmovilidad. Si tu hermano Graham está dentro, debe de estar dormido. Saco las llaves de Charlie y, tratando de hacer el menor ruido posible, las voy probando una por una en la cerradura. La tercera funciona. La giro lentamente y luego, centímetro a centímetro, abro la puerta.

Con el mazo en la mano, espero a que mis ojos se acostumbren a la oscuridad. Luego empiezo a subir las escaleras. Uno de los peldaños cruje ligeramente, pero no lo suficiente como para despertar a alguien que esté durmiendo, ajeno a todo. Una vez en el rellano veo que hay tres puertas. Supongo que serán las de los dos dormitorios y el baño. Entro de puntillas en las habitaciones. No hay nadie. Y luego compruebo el baño: también está vacío.

No estoy tan asustada como probablemente debería estar. He vuelto a actuar de esa forma en que me creo capaz de todo. La última vez que me sentí así fui a la comisaría y le dije a un inspector que me habías violado. Gracias a Dios lo hice. Y, gracias a mí Juliet fracasó en su intento de asesinarte.

Vuelvo a la planta baja. Sostengo el mazo a la altura de mi cabeza, por si tengo que utilizarlo de repente. Me he enrollado la cuerda alrededor del brazo y llevo el bolso colgado del cuello Abro la única puerta que hay en el vestíbulo y descubro un salón largo y estrecho con unas puertas de cristal abiertas en el medio que dan a una diminuta y desordenada cocina; hay un montón de platos sin lavar amontonados junto al fregadero.

Después de comprobar que en la casa no hay nadie, corro las cortinas del salón y palpo la pared hasta dar con el interruptor. Si Graham Angilley vuelve y ve que las luces están encendidas, creerá que Charlie está en casa. Entonces llamará al timbre y yo le abriré, aunque no lo bastante para que me vea. Me esconderé detrás de la puerta; cuando él la abra para entrar, le golpearé en la cabeza con el mazo.

Parpadeo varias veces, deslumbrada por el resplandor que inunda el salón. Veo una lámpara; la enciendo y luego apago de nuevo la luz principal. Sobre la mesilla, junto a la lámpara, hay una nota: «¿Dónde demonios estás? No me has dejado la llave. He ido a comer algo y a tomarme una copa. Volveré más tarde. Llámame al móvil cuando leas este mensaje… Me preocupas. Espero que, sea lo que sea lo que estés haciendo, no estés en peligro».

En cuanto acabo de leer, dejo caer el papel. No quiero tener en las manos algo que haya escrito tu hermano; no quiero que esté en contacto con mi piel. El mensaje me deja perpleja. ¿Por que necesitaba Graham Angilley una llave? Seguro que ya estaba en la casa, puesto que dejó la nota en la mesa. Entonces se me ocurre que si quería salir, tendría que poder volver a entrar. Probablemente esté por la zona y llamará de vez en cuando para saber si Charlie ya ha regresado. Sin embargo, no ha llamado nadie desde que llegué aquí. ¿Por qué no intenta llamarla al fijo?

Además, cuando he llegado, la puerta principal estaba cerrada con llave. Si Angilley no tenía las llaves, ¿quién la cerró?

Saco del bolso el móvil de Charlie. Está apagado. Lo conecto, pero no sé cuál es su código pin, así que no puedo acceder a los mensajes que pueda haberle mandado Angilley.

«Me preocupas. Espero que, sea lo que sea lo que estés haciendo, no estés en peligro».

Se preocupa por ella. Siento que me invaden el dolor y la amargura, como una marea. No hay nada peor que enfrentarse al hecho de que alguien que casi te destruyó sea capaz de ser considerado con otra persona.

Me estremezco, y me digo que no es posible. Charlie Zailer no puede ser la amante de Graham Angilley. El lunes podría haber hablado con cualquier otro inspector acerca de tu desaparición y solo le di a ella por error la tarjeta de los chalets de lujo Silver Brae. ¿Y ahora resulta que ella se acuesta con tu hermano?

No creo en las coincidencias.

Fuera, oigo el ruido del motor de un coche al apagarse y el de una puerta al abrirse y volverse a cerrar. Debe de ser él. Salgo corriendo hacia el vestíbulo y tomo posiciones junto a la puerta de entrada. Dejo caer la cuerda al suelo, junto a mis pies, y agarro el pomo, dispuesta a girarlo en cuanto suene el timbre. Debería bastar con un solo y ligero movimiento.

Luego oigo el ruido que imagino que hará la puerta al abrirse. Solo que no me lo estoy imaginando; lo estoy oyendo de verdad, dentro de la casa. Lo oigo acercándose, a mis espaldas, donde solo debería haber silencio. Presa del pánico, el mazo se me escapa de las manos y cae al suelo. Reprimo un grito y me agacho para recogerlo, pero no lo veo. Las manos se me enredan en la cuerda enrollada.

El vestíbulo está más oscuro que hace unos segundos. ¿Cómo es posible? ¿Acaso el ruido que he oído era el de una bombilla al fundirse? No, la puerta del salón está cerrada casi por completo. «Cálmate», me digo, pero siento que el corazón no me obedece y empieza a latir atropelladamente. Tengo que recuperar el control.

Oigo pasos que se acercan por el camino que conduce hasta la puerta. Me agacho, y empiezo a palpar el suelo en busca del mazo.

—¿Dónde está? —susurro, desesperada.

Suena el timbre. Una voz de mujer dice:

—¿Char? ¿Charlie?

Contengo el aliento. No es tu hermano. No tengo ni idea de qué debo hacer. ¿Quién más puede ser? ¿Quién se presenta a la una de la madrugada?

Oigo de nuevo la voz que murmura: «¿Qué mierda de bienvenida es esta?», pero no me atrevo a abrir la puerta. Aprieto el mazo fuertemente con los dedos. ¿Debería decir algo?

—¡Charlie, abre la puerta, por el amor de Dios!

La voz de la mujer suena frenética. Debe de haber sido ella y no Graham Angilley quien escribió la nota que he encontrado. Pero la nota estaba en el salón, sobre la mesa, y no en la alfombra de la entrada, bajo el buzón, que es donde debería haber estado…

La mujer golpea el cristal de la puerta con los puños. Dejo el mazo en el suelo, me arrastro hasta el salón y abro la puerta con la cabeza. Y es entonces cuando lo veo. Está de pie, con las piernas separadas, en medio del salón. Sonriéndome.

—Naomi Jenkins, vivita y coleando —dice.

El pánico se apodera de mí. Trato de levantarme, pero él tira de mí y me tapa la boca con la mano. Huele a jabón.

—¡Chit! —dice—. Escucha. ¿Oyes? Pasos. Cada vez más lejos… ¡Ya está! La hermanita de Charlie se dirige de nuevo hacia su coche.

Oigo de nuevo el ruido del motor. Su contacto corroe mi piel. Intento huir de mí misma.

—Ahí va. Adiós, zorra gordita. —Sin dejar de presionarme la boca con la mano, acerca sus labios a mi oreja—. Hola, guapa —susurra.