8/4/2006
—¿Alguien ha visto a Charlie?
Simón estaba tan nervioso que, cuando aún estaban a cierta distancia de él, gritó a Sellers y a Gibbs con un tono de voz que normalmente no emplearía.
—Estábamos buscándote.
Sellers se detuvo junto a la máquina de refrescos que había frente a la cantina y se puso a rebuscar en su bolsillo para sacar unas monedas.
—Algo le ocurre —dijo Gibbs—. Pero no sé de qué se trata. Antes he hablado con ella y…
—¿Le dijiste el verdadero nombre de Robert Haworth?
—Sí, empecé a hablar con ella y…
—¡Mierda!
Simón se frotó la nariz, pensativo. Aquel asunto era grave. ¿Hasta dónde podía contárselo a Sellers y a Gibbs? Laurel y el maldito Hardy, pensó. Pero tenía que decírselo.
—… cuando le dije que Haworth se llamaba Robert Angilley se fue —continuó Gibbs—. Salió a la calle, se metió en su coche y se largó. No tenía buen aspecto. ¿Qué está ocurriendo?
—No pude localizarla, y a vosotros tampoco —dijo Simon—. Tiene el móvil apagado. Ella nunca hace eso… Ya conocéis a Charlie, nunca está ilocalizable y nunca se larga sin decirme adónde va. Por eso he llamado a su hermana.
—¿Y? —dijo Sellers.
—Malas noticias. Interrumpieron sus vacaciones; se suponía que estaban en España.
—¿Se suponía? —preguntó Gibbs.
Por lo que sabía, ahí es donde había estado la inspectora, adónde se largó cuando el caso de Robert Haworth empezó a complicarse.
—El hotel era horrible, de modo que ella y Olivia se fueron e hicieron otra reserva: en los chalets Silver Brae, en Escocia.
Sellers levantó la vista, salpicándose los dedos con chocolate caliente.
—¡Mierda! —exclamó—. ¿Los chalets Silver Brae? ¿Los que dirige el hermano de Robert Haworth? Acabo de apuntar su nombre hace diez minutos.
—Exacto —dijo Simón, muy serio—. Olivia cree que Charlie y Graham Angilley tienen… una especie de relación.
—¡No pudo estar allí más de un día!
—Lo sé.
Simón no creyó necesario contarles a Sellers y a Gibbs el resto de lo que le había dicho Olivia: que Charlie se había inventado un novio llamado Graham para ponerle celoso y que cuando conoció a un auténtico Graham aprovechó la ocasión para convertir su mentira en una verdad. En ese momento todo aquello le superaba como para ponerse a pensar. Se ciñó a los hechos importantes.
—Naomi Jenkins nos dio por error una tarjeta de los chalets Silver Brae cuando vino al lunes para denunciar la desaparición de Haworth; la confundió con su tarjeta profesional. Y cuando se fue, Charlie aún la tenía… Me la enseñó y me comentó que tenían una oferta especial. Evidentemente, cuando el hotel de España resultó ser un asco, se acordó de esos chalets.
—Espera —dijo Gibbs, tendiendo la mano para que Sellers le Pasara su vaso. Este soltó un suspiro, pero se lo dio—. Entonces, ¿Naomi Jenkins tenía una tarjeta del hermano de Haworth? ¿Sabía entonces cuál era el verdadero nombre de Haworth? ¿Concia a su familia?
—Ella tampoco contesta al móvil —repuso Simón—. Pero no lo creo. Estaba desesperada porque buscáramos a Haworth y lo encontráramos lo antes posible. Si hubiera sabido que él tenía un hermano o que había cambiado de nombre nos lo habría dicho el lunes, cuando vino. Nos dijo todo lo que pudo para ayudarnos a encontrarlo.
—Debía de saberlo —dijo Sellers—. No puede ser una coincidencia. A ver, ¿lleva encima una tarjeta del hermano de su amante y no tiene ni idea de quién es? ¡Y una mierda!
Simón asentía con la cabeza.
—No es una coincidencia. Todo lo contrario. Acabo de echar un vistazo a la página web de los chalets Silver Brae. Adivina quién la diseñó.
—Ni idea —dijo Sellers.
Gibbs fue más rápido en reaccionar.
—La mejor amiga de Naomi Jenkins, su inquilina, es diseñadora de páginas web.
—Has dado en el clavo —dijo Simón—. Yvon Cotchin. Ella diseñó la página web de los chalets Silver Brae. Y también diseñó la de la empresa de relojes de sol de Naomi Jenkins.
Simón hizo una pausa, esperando ver expectación en sus caras, aunque todo lo que vio fue desconcierto. Aún no lo habían pillado. Su mente no era tan tortuosa como la de Simón, esa era la razón.
—A ver —dijo Simón—. Robert Haworth violó a Prue Kelvey. Eso lo sabemos porque lo han probado. También sabemos que no fue el autor de todas las violaciones. No fue él quien violó a Sandy Freeguard y a Naomi Jenkins, pero alguien lo hizo; alguien con quien es muy probable que trabajara Haworth, dado que el modus operandi es idéntico.
—¿Estás diciendo que se trata de su hermano, Graham Angilley? —preguntó Sellers. Aún estaba esperando que Gibbs le devolviera el vaso.
—Ojalá estuviera equivocado, pero no creo que lo esté. Si Angilley es el otro violador, eso explicaría por qué sabía tantas cosas sobre Naomi Jenkins. En la página web hay información personal sobre ella y también figura su dirección, que es la misma de su empresa. Estoy convencido de que esa fue la forma en que la eligió como víctima: a partir de una lista de antiguos clientes de Yvon Cotchin. Si Cotchin diseñó la página web de Jenkins antes que la de Angilley, puede que le dijera que echara un vistazo a otras páginas que había diseñado para que se hiciera una idea de su trabajo.
—Joder —dijo Sellers en voz baja.
—Prue Kelvey y Sandy Freeguard… —empezó Gibbs.
—Sandy Freeguard es escritora y tiene su propia página web, con información personal y fotos, igual que Jenkins. Y la empresa para la que trabajaba Prue Kelvey tenía una página web independiente para cada uno de sus empleados con información personal y profesional y una fotografía. Por eso Angilley y Haworth sabían tantas cosas acerca de ellas.
—Naomi Jenkins fue violada antes que Kelvey y Freeguard —dijo Gibbs.
—Exacto. —Unos minutos antes, Simón había seguido la misma pista—. Puede que fuera un momento crucial para Angilley y Haworth. Ambos habían estado vendiendo entradas para las violaciones en vivo al menos desde 2001. Eso lo sabemos por la fecha de la historia de la superviviente número treinta y uno. Fuera cual fuera el criterio que seguían al principio para elegir a sus víctimas, creo que todo cambió cuando Angilley encargó la página web de sus chalets. Si Yvon Cotchin le dijo que echara un vistazo a sus otros trabajos, incluida la página de Naomi Jenkins…
—Eso sería una bomba —dijo Sellers—. ¿Y si la página de los chalets fuera más antigua que la de Jenkins?
—Lo comprobaré —dijo Simón—. Pero no creo que lo sea. Así fue como Graham Angilley conoció a Naomi Jenkins. Se daría cuenta de que en Internet había cientos de víctimas potenciales, todas con su página web. En cualquier caso, no podía violar solo a mujeres para quienes Yvon Cotchin hubiera diseñado una página web, ¿verdad? Eso habría sido demasiado evidente, demasiado arriesgado. De modo que él y Haworth diversificaron y empezaron mirar páginas web de cualquier mujer que trabajara…
—Con fotos, para así poder decidir si les gustaban —dijo Gibbs—. ¡Qué hijos de puta!
Simón asintió con la cabeza.
—La página web de Sandy Freeguard la diseñó Pegasus. Y otra firma diseñó la de la empresa de Kelvey… Acabo de hablar por teléfono con el gerente.
—¿Y cómo encaja la inspectora en todo esto? —preguntó Sellers.
Siguió rebuscando en el bolsillo para sacar más monedas, pero no encontró ninguna. Gibbs se había terminado el chocolate; el bigote de espuma marrón que lucía daba fe de ello.
—Te lo cuento dentro de un minuto —dijo Simón, deseoso por dejar de pensar en esa parte del asunto tanto como pudiera—. Naomi Jenkins consiguió la tarjeta de los chalets Silver Brae a través de Yvon Cotchin; no tenía ni idea de que tuviera ninguna relación con Robert Haworth.
Sellers y Gibbs lo miraron con escepticismo.
—Pensad en ello. Efectivamente, Cotchin había trabajado para Graham Angilley; le había ayudado a lanzar su empresa. Seguro que le mandó un montón de tarjetas para que ella las repartiera. Naomi cogió una y pensó, como cualquiera, que los chalets Silver Brae solo eran un lugar para pasar las vacaciones cuya página web había diseñado su amiga. No tenía ni idea de que el hermano de su novio era el propietario y el gerente. —Simón dejó de hablar.
—O que el hermano era el cabrón que la había secuestrado y violado —dijo Gibbs.
—Eso es. En este caso no ha habido coincidencias, ni siquiera una. Cada parte de la respuesta a todo este lío está relacionada con las demás: Jenkins, Haworth, Angilley, Cotchin, la tarjeta…
—Y ahora con la inspectora.
Sellers parecía preocupado.
—Así es —repuso Simón, hablando casi sin aliento. Le daba la sensación de tener un bloque de cemento en el pecho—. Charlie consiguió la tarjeta de los chalets a través de Naomi Jenkins. No sabía que Graham Angilley tuviera algo que ver con Robert Haworth hasta que tú le dijiste su verdadero nombre —dijo, mirando a Gibbs.
—¡Maldita sea! En cuanto se lo dije debió de pensar lo mismo que tú: que era muy probable que Angilley fuera el otro violador. Si ha estado follando con él…
—Por eso salió corriendo —dijo Simón—. Debe de sentirse de maravilla.
—Me siento como una mierda —dijo Gibbs—. Le he estado dando la paliza.
—No solo a ella —dijo Sellers, levantando las cejas hacia Simón.
—¡A tomar por culo! Vosotros os lo merecíais, pero ella no.
Simón tenía una conciencia muy activa; según algunos, hiperactiva. Sabía cuándo había hecho algo malo. No creía que ese fuera el caso de Chris Gibbs; sin embargo, Charlie Zailer no estaba libre de culpa.
—Voy a casarme en junio. Y los dos estáis invitados. Él es mi padrino —dijo, señalando a Sellers con la cabeza—. Y ha ido contando por ahí el polvo secreto que echará una semana antes. Pero no he oído nada sobre mi despedida de soltero. Probablemente, la noche antes de renunciar a mi libertad me sentaré frente a la televisión a ver solo a Ant y al maldito Dec[3], mientras él saca de la maleta las cajas de condones vacías…
—Dame una oportunidad. —Sellers parecía avergonzado—. No me he olvidado de tu despedida de soltero. He estado ocupado, eso es todo.
Simón se dio cuenta de que sus mejillas estaban ligeramente sonrosadas.
—Sí…, ocupado pensando en tu polla, como siempre —contraatacó Gibbs.
—Esto puede esperar —dijo Simón—. Tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos que contratar strippers y atarte desnudo a una farola. Estamos metidos en un buen lío.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó Sellers—. ¿Adónde ha ido la inspectora?
—Olivia dice que Charlie le dejó un mensaje en su buzón de voz pidiéndole que fuera a verla más tarde, de modo que es evidente que esta noche piensa estar en casa, aunque ahora no esté allí. Iré más tarde y hablaré con ella. Mientras tanto… —Simón se rodeó con los brazos. Puede que ambos le mandaran a la mierda. No les culparía si lo hacían—. Sé que no debería pedíroslo, pero… ¿podríais mantener alejado a Muñeco de Nieve de todo esto?
Sellers abrió unos ojos como platos.
—¡Oh, mierda! A Proust le va a dar algo cuando… ¡Oh, mierda! La inspectora y la principal sospechosa…
—Tendrá que retirarse del caso —dijo Simón—. Voy a intentar convencerla de que sea ella misma quien se lo cuente a Proust. No tiene que ser tan difícil. No es ninguna estúpida. —Lo dijo básicamente para tranquilizarse a sí mismo—. Es posible que haya sufrido un shock y necesite estar a solas para poder reflexionar.
Simón no quería pensar qué pasaría si Proust se enteraba antes de que Charlie se lo contara.
—¿Cómo podremos mantenerlo en secreto? —preguntó Gibbs—. Proust pregunta por ella cada cinco minutos. ¿Qué vamos a decirle?
—No tenéis que decir nada, porque ya habréis salido para Escocia. —Para asombro de Simón, ni Sellers ni Gibbs cuestionaron su autoridad—. Os traéis a Graham Angilley y a Stephanie, su mujer. Yo me ocuparé de Proust. Le diré que Charlie ha ido a Yorkshire para hablar con Sandy Freeguard, ya que es posible que hayamos identificado al hombre que la violó. Proust no lo pondrá en duda. Ya sabéis cómo es… Suele ser a primera hora de la mañana cuando se emplea a fondo en buscar responsables. —Al ver las caras que ponían, añadió—: ¿Se os ocurre alguna idea mejor? Si le contamos que Charlie se ha largado vamos a complicarle más la vida, y eso es lo último que necesita.
—¿Y tú que vas a hacer mientras nosotros nos vamos a la campiña escocesa para detener a un pervertido? —preguntó Gibbs, desconfiado.
—Hablaré con Yvon Cotchin y luego con Naomi Jenkins si puedo dar con ella.
Sellers negó con la cabeza.
—Si Muñeco de Nieve se entera de todo esto, antes de que termine la semana los tres estaremos en un colegio dando charlas sobre cómo actuar en caso de incendio.
—No nos caguemos encima antes de tiempo —dijo Simón—. Charlie sabe que nos ha puesto en una situación muy comprometida. Apuesto a que estará de vuelta antes de una hora. Pasaos por The Brown Cow antes de salir, solo por si acaso. Si está allí, llamadme.
—Vale, jefe —dijo Gibbs sarcásticamente.
—Esto no es ningún juego.
Simón bajó la vista hacia el suelo. La idea de que Charlie estuviera sentimentalmente unida a Graham Angilley —un hombre que seguramente era un monstruo, un sádico violador— le preocupaba más de lo que era capaz de comprender o explicar. Se sentía casi como si eso le hubiera ocurrido a él, como si Angilley le hubiese atacado. Y si así era como él se sentía, no quería pensar en lo que debía suponer para Charlie.
Un policía vestido de uniforme se acercó por el pasillo, dirigiéndose hacia ellos. La conversación se cortó bruscamente. Simón, Sellers y Gibbs percibieron la conspiración de silencio flotando en el aire mientras el agente Meakin se acercaba.
—Lamento interrumpir —dijo Meakin, aunque lo único que había interrumpido era una ambiente de muda incomodidad—. Hay una tal Yvon Cotchin que quiere ver a la inspectora Zailer. La he hecho pasar a la sala de interrogatorios número dos.
—Otra coincidencia —dijo Gibbs—. Te ha ahorrado el viaje.
—¿Ha dicho qué quiere? —le preguntó Simón a Meakin. Detrás de él, oyó que Sellers decía: «Iba a organizarte una maldita despedida de soltero, ¿vale? Voy a hacerlo».
—Dice que su amiga ha desaparecido. Está preocupada por ella porque la última vez que la vio estaba muy alterada. Es todo cuanto sé.
—Estupendo, Meakin —dijo Simón—. Voy dentro de un minuto.
Una vez que se hubo ido el joven policía, Simón se volvió hacia Sellers y Gibbs.
—Alterada, desaparecida…, ¿a qué os suena?
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé. —Al oír lo que había dicho Meakin, la primera idea que tuvo Simón fue demasiado paranoica y absurda; no merecía la pena comentarla. Sellers y Gibbs pensarían que estaba perdiendo el control. Decidió apostar sobre seguro—. No tengo ni idea —dijo—. Pero, si fuera un corredor de apuestas, apostaría a que esto tampoco es otra coincidencia.
—¿Por qué no iba a decirme adónde iba? —preguntó Yvon Cotchin—. Hicimos las paces; ya no estaba enfadada conmigo, si no lo estaba…
—No es probable que se trate de algo que haya hecho usted —le dijo Simón.
Llevaban menos de tres minutos hablando, pero Simón ya empezaba a ponerse nervioso: Cotchin no dejaba de retorcerse las manos y de morderse el labio. Parecía más preocupada por cómo se reflejaría en ella la inexplicable ausencia de su amiga que por el peligro que pudiera correr Naomi.
Simón había escuchado, aunque no personalmente, la teoría de Naomi Jenkins de que Robert Haworth había preparado la comida para el público que presenciaba las violaciones. Pensó que era posible, además de ser una buena razón para ocultarle a Jenkins que antes había sido chef.
Lo que Simón no alcanzaba a comprender, por mucho que lo intentara, era por qué Haworth querría iniciar una relación con Sandy Freeguard y Naomi Jenkins sabiendo que su hermano las había violado. Volvió a pensar en las dos conversaciones que habían mantenido Naomi y Juliet Haworth. Charlie y él habían vuelto a escuchar las cintas hacía tan solo unas horas. «No ve a nadie de su familia. Oficialmente, Robert es la oveja negra». Pero su familia comprendía a un violador en serie, una fulana que practicaba sexo telefónico con desconocidos y un padre bruto y racista que apoyaba al Frente Nacional…
Simón se sintió agitado por dentro. Si Robert Haworth era la oveja negra de una familia corrupta, ¿no lo convertía eso, desde un punto de vista éticamente objetivo, en todo lo contrario? ¿En lo único bueno de una familia horrible?
Simón se moría por hablar con Charlie. Su escepticismo era la prueba del nueve para todas sus teorías. Sin ella, era como si le faltara la mitad del cerebro. Así pues, probablemente estuviera equivocado, pero aun así… ¿y si Robert Haworth supiera lo que su hermano Graham les hacía a esas mujeres y decidiera buscar a algunas de ellas para tratar de ayudarlas?
Pero ¿por qué no acudió simplemente a la policía?, habría dicho Charlie.
Porque hay gente que nunca haría eso, y ya está. ¿Entregar a un miembro de tu propia familia a la justicia? No; sería una traición demasiado grande, demasiado teatral.
Cuanto más trataba Simón de desbaratar su teoría, más dispuesta parecía esta a agenciarse unas alas y echar a volar. Si Robert estaba al tanto de las violaciones pero era incapaz de denunciarlas a la policía, debía sentirse doblemente culpable. ¿Cabía la posibilidad de que se hubiera impuesto la misión de tratar de compensar de otra manera a las víctimas de Graham?
«No, eso es una gilipollez». Robert Haworth violó a Prue Kelvey. Eso estaba fuera de toda duda.
—Ahora mismo, Naomi no piensa con claridad —dijo Yvon Cotchin, con lágrimas en los ojos—. Podría hacer cualquier locura.
Su voz sacó a Simón de sus pensamientos.
—Le ha dejado una nota diciendo que volvería más tarde —dijo. Era más de lo que había hecho Charlie—. Eso es una buena señal. Volveremos a pensar en ello si no aparece pronto.
—Puede que esto suene absurdo, pero… creo que puede haber ido a ese pueblo, al lugar donde se crio Robert.
—¿A Oxenhope?
Yvon asintió con la cabeza.
—Quería conocerlo. No con un objetivo concreto, solo porque tenía que ver con Robert. Hasta ahí llega su obsesión.
—¿Sabía Naomi que Robert Haworth no era su verdadero nombre? —preguntó Simón.
—¿Cómo? No, seguro que no. ¿Cómo…? ¿Cómo se llamaba antes?
Había llegado el momento de cambiar de tema.
—Yvon, tengo algunas preguntas sobre su trabajo que me gustaría que contestara. ¿Le parece bien?
Aunque no estuviera de acuerdo, Simón pensaba hacérselas de todos modos.
—¿Mi trabajo? ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver con Naomi o con Robert?
—Ahora no puedo comentar eso con usted; es confidencial. Pero, créame, sus respuestas nos serán muy útiles.
—De acuerdo —repuso ella después de una breve pausa.
—Usted diseñó la página web para la empresa de relojes de sol de Naomi Jenkins.
—Sí.
—¿Cuándo?
—A ver… No estoy segura —dijo, moviéndose nerviosamente en su silla—. ¡Ah, sí! Fue en septiembre de 2001. Estaba trabajando en ella cuando me enteré de que habían chocado dos aviones contra el World Trade Center. Un día horrible —dijo, estremeciéndose.
—¿Cuándo empezó a funcionar la página web? —preguntó Simón.
—En octubre de 2001. No me llevó demasiado tiempo.
—Usted también diseñó la página web para los chalets Silver Brae, en Escocia.
Yvon parecía sorprendida. Hizo una mueca. Simón supuso que estaba reprimiendo las ganas de volver a preguntarle a qué se debía todo aquello.
—Sí —dijo.
—¿Conoce a Graham Angilley, el propietario? ¿Fue así como consiguió ese trabajo?
—No he llegado a conocerlo personalmente. Es amigo de mi padre. ¿Le… ha ocurrido algo a Graham?
—Estoy seguro de que se encuentra bien —repuso Simón, sin importarle que Yvon captara su malicioso tono de voz—. ¿Cuándo diseñó su página web? ¿Lo recuerda? —¿Habría algún otro atroz acto terrorista que activara su memoria?—. ¿Antes o después de la de Naomi?
—Antes —contestó, sin asomo de duda—. Mucho antes… En 1999 o 2000. Más o menos.
La decepción hizo que Simón se desanimara. La teoría de que Graham Angilley había visto la página web de Naomi Jenkins para hacerse una idea de cómo trabajaba Yvon Cotchin se había hecho trizas. Si se había equivocado con eso, ¿en qué más podía equivocarse?
—¿Está segura? ¿No pudo ser al revés, que diseñara primero la de Naomi y luego la de los chalets?
—No. Diseñé la de Naomi mucho después que la de Graham. Guardo todas mis viejas agendas de trabajo en casa…, en casa de Naomi. Si quiere puedo enseñarle las fechas exactas en las que trabajé en esas páginas.
—Eso sería de gran ayuda —repuso Simón—. También voy a necesitar una lista de todas las páginas web que ha diseñado desde que empezó a trabajar. ¿Es posible?
Yvon parecía preocupada.
—Todo esto no tiene nada que ver conmigo —protestó.
—No creemos que haya hecho nada malo —dijo Simón—. Pero necesitamos esa lista.
—De acuerdo. No tengo nada que ocultar, solo que…
—Lo sé. ¿Le suena el nombre de Prue Kelvey?
—No. ¿Quién es?
—¿Sandy Freeguard?
—No.
A Simón le pareció que estaba diciendo la verdad.
—De acuerdo —dijo Simón—. Tengo especial interés por saber para qué mujeres empresarias, como Naomi Jenkins, ha diseñado páginas web. ¿Algún nombre que pueda recordar ahora mismo?
—Sí, a ver… —dijo Yvon—. Mary Stackiewski, Donna Bailey…
—¿La artista?
—Sí. Creo que esas dos son las únicas que pueden resultarle familiares. Luego había una mujer que dirigía una agencia matrimonial y otra que hacía miniaturas…, era la hija de mi…
—¿Juliet Haworth?
Simón la interrumpió, notando cómo se le erizaba el vello de los brazos. ¿Miniaturas? Tenía que ser ella.
—Esa es la mujer de Robert. —Yvon le miró como si se hubiera vuelto loco—. No sea ridículo. Nunca podría trabajar para ella. Naomi me ataría a la primera farola que encontrara y me dispararía como a un traidor…
—¿Y qué me dice de Heslehurst, Juliet Heslehurst? —la interrumpió Simón—. ¿Casas en miniatura?
Yvon abrió unos ojos como platos, asombrada.
—Sí —dijo, con voz débil—. Esa era la mujer que hacía miniaturas. La suya fue la primera página que diseñé. ¿Hay…? También se llamaba Juliet. ¿Se trata de…?
—Soy yo quien hace las preguntas. ¿Cómo conoció a Juliet Heslehurst?
—En realidad no la conocí. Joan, su madre, solía cuidar de mí cuando era pequeña, antes de tener hijos. Las familias siguieron en contacto y Joan le comentó a mi madre que su hija buscaba a alguien para que diseñara su página web…
—O sea, ¿que la página web de Juliet Heslehurst fue la primera que diseñó?
—Sí.
—¿Por casualidad no le sugeriría al señor Angilley que le echara un vistazo a la página web de Juliet Heslehurst para que se hiciera una idea de su trabajo?
Yvon se ruborizó. Unas gotas de sudor aparecieron en su labio superior.
—Sí —murmuró.
«Naomi me ataría a la primera farola que encontrara». Era la segunda vez en poco tiempo que Simón escuchaba la palabra «farola». La primera vez la había pronunciado él mismo, hablando de la despedida de soltero de Gibbs, la que Sellers se había olvidado de organizar. Simón se preguntó por qué a Gibbs le importaba tanto eso… Un hombre en su sano juicio querría evitar que lo desnudaran y lo ataran, que era lo que al parecer solía suceder en las despedidas de solteros…
El corazón de Simón se puso a latir más lentamente y al cabo de un momento empezó a golpear su pecho con fuerza. «Maldita sea —pensó—. Maldita, maldita sea».
Se disculpó y abandonó la sala, con el móvil en la mano. Había algunas cosas que empezaban a quedar terriblemente claras; la menos importante de ellas era que, a partir de ahora, todo el equipo tendría que recordar las largas semanas de malhumor de Chris Gibbs como algo a lo que había que estar agradecido, por muy desagradables que hubieran podido ser.