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8/4/2006

—Las hermanas Brontè eran de Haworth —dijo Simón—. Robert se apellida Haworth.

—Lo sé.

Charlie había pensado lo mismo.

—¿Sabes cómo se llamaba el marido de Charlotte Brontè?

Ella negó con la cabeza. Era una de esas cosas que la mayoría de la gente no sabía, pero él sí.

—Arthur Bell Nicholls. ¿Recuerdas a la hermana de Robert Haworth, esa de la que él le habló a Naomi Jenkins?

—¡Dios! ¡Las tres hermanas! Juliet insinuó que estaban muertas.

—Por lo que parece, Haworth llevó muy lejos lo de identificarse con Branwell Brontè —dijo Simón, muy serio—. ¿Qué me dices de su apellido? ¿Piensas que es una coincidencia?

Charlie le dijo lo mismo que le había dicho ayer a Naomi Jenkins:

—No creo en las coincidencias. Gibbs está investigando lo de la escuela Giggleswick y lo de Oxenhope, o sea, que muy pronto deberíamos concretar algunas cosas. No me extraña que no consiguiéramos averiguar nada de esa maldita Lottie Nicholls.

—No me gustan esas conversaciones. —Simón apuró el té tibio que le quedaba en el vaso de porexpán—. Las dos mujeres locas de Robert Haworth. Me dan escalofríos.

Simón y Charlie estaban en la cantina de la comisaría, una sala de paredes desnudas y sin ventanas con una máquina de refrescos en una esquina. A nadie le gustaba ese sitio ni el té tibio y aguado que servían. Normalmente habrían tenido esa conversación en The Brown Cow tomándose algo decente, pero Proust le había comentado a Charlie que de ahora en adelante quería que sus agentes hicieran su trabajo en el trabajo y no, tirados en un sórdido club de striptease.

—Señor, la única prenda de ropa íntima que podrá encontrar en su regazo en The Brown Cow es una de las servilletas rojas de Muriel antes de que le sirvan el almuerzo —objetó Charlie.

—Al trabajo se viene a trabajar —gruñó Proust—. No a satisfacer nuestras papilas gustativas. Un rápido bocado en la cantina…, ese ha sido mi almuerzo durante veinte años y no me habéis visto quejarme.

Era divertido, porque eso fue exactamente lo que vio Charlie. Como de costumbre, Muñeco de Nieve se puso de un humor de perros al momento. Charlie le había pasado los precios del fabricante de relojes de sol más barato que había podido encontrar, un expicapedrero de Wiltshire, pero incluso ese le había dicho que el precio final, para la clase de reloj que quería Proust, sería de al menos dos mil libras. El superintendente Barrow había vetado la idea. Los fondos eran limitados y había otras prioridades. Como arreglar la máquina de refrescos.

—¿Sabes lo que me dijo ese cretino? —despotricó Proust—. Pues que en el vivero que hay cerca de donde vive venden relojes de sol por mucho menos de dos mil libras. Me ha dado su permiso para que compre uno. ¡Le da igual que esos sean de pie y aquí no tengamos un maldito jardín! ¡Le da igual que ni siquiera puedan marcar la hora! Ah, me olvidaba de mencionar lo más importante, inspectora: sí, en efecto, ¡Barrow no encuentra ninguna diferencia entre un reloj decorativo y uno de verdad que marque la hora solar! Ese hombre es un incordio.

—Proust —le oyó decir Charlie a Simón.

Ella levantó los ojos.

—¿Qué?

—Creo que lo que estamos haciendo no es ético. Lanzar a Naomi Jenkins dentro de una jaula con Juliet Haworth y utilizarla como cebo. Voy a hablar de ello con Muñeco de Nieve.

—Él lo autorizó.

—Él no sabe lo que han hablado. Esas dos mujeres nos están mintiendo. Así no vamos a ninguna parte.

—¡Ni te atrevas, Simón! —Con él las amenazas no funcionaban. Era un lunático propenso a creer que era el único guardián de la moral y la decencia. Otra cosa de la que había que culpar a su educación religiosa. Charlie suavizó el tono—. Mira, la mejor opción que tenemos para averiguar qué coño está pasando es dejar que esas dos sigan peleándose y esperar sacar algo en claro. De hecho, ya ha ocurrido: sabemos más cosas sobre Robert Haworth de las que sabíamos ayer. —Al ver la expresión de escepticismo de Simón, Charlie añadió—: Vale, puede que Juliet esté mintiendo. Todo lo que dice podría ser una mentira, pero yo no lo creo. Creo que hay algo que ella quiere que sepamos y que quiere que Naomi Jenkins sepa. Tenemos que darle tiempo para que eso ocurra, Simón. Y, a menos que tengas un plan mejor, te agradecería que no fueras a lloriquearle a Proust y trataras de convencerlo para que desbarate el mío.

—Crees que Naomi Jenkins es más fuerte de lo que parece —dijo Simón sin alterar su tono de voz. Charlie se dio cuenta de que ya había dejado de morder el anzuelo—. Podría venirse abajo en cualquier momento, y cuando eso suceda, te sentirás como una mierda. No sé qué es lo que hay entre esa mujer y tú…

—No seas ridículo…

—Vale, es inteligente, no es esa clase de gentuza con la que solemos enfrentarnos, pero tú la tratas como si fuera una de nosotros, y no lo es. Esperas demasiado de ella y le cuentas demasiadas cosas…

—¡Oh, vamos!

—Se lo cuentas todo para ponerla en contra de Juliet, porque estas convencida de que Juliet fue quien intentó matar a Haworth, pero ¿y si no fue ella? No ha confesado. Naomi Jenkins nos ha mentido desde el principio, y yo digo que sigue mintiendo.

—Está ocultando algo —reconoció Charlie.

Tenía que ocuparse personalmente de Naomi. Estaba segura de que si hablaban a solas podría sacarle la verdad.

—Ella sabe algo sobre lo que Juliet no quiere decirnos —dijo Simón—. Juliet es consciente de ello y no le hace ninguna gracia Quiere ser la que tiene toda la información y soltarla poco a poco. En mi opinión, va a dejar de hablar; no dirá nada más. Es la única forma en que puede ejercer su poder.

Charlie decidió cambiar de tema.

—¿Cómo está Alice? —dijo, como quien no quiere la cosa. Era la pregunta que había decidido no hacer nunca. «Maldita sea». Ahora ya era demasiado tarde.

—¿Alice Fancourt?

Simón parecía sorprendido, como si llevara un tiempo sin pensar en ella.

—¿Acaso conocemos a otra?

—No sé cómo está. ¿Por qué iba a saberlo?

—Dijiste que ibas a verte con ella.

—Ah, vale. Bien, pues no lo hice.

—¿Lo cancelaste?

Simón parecía perplejo.

—No. No llegué a quedar para verla.

—Pero…

—Lo único que dije fue que quizás me pusiera en contacto con ella para ver si le apetecía quedar. Pero al final decidí no hacerlo.

Charlie no sabía si echarse a reír o lanzarle té frío a la cara. La ira y el alivio libraban una batalla, pero la sensación de alivio era más leve y no tuvo ninguna opción.

—Maldito cabrón —dijo Charlie.

—¿Qué?

Simón adoptó su expresión más inocente: el desconcierto de hombre que de repente se ve asaltado por un problema que no ha sido capaz de prever. Lo que lo hacía todo incluso más irritante es que era sincero. En asuntos profesionales, Simón podía ser arrogante y autoritario, pero en cualquier cuestión de índole personal era un corderillo. Peligrosamente humilde, había pensado Charlie a menudo. Su modestia le hacía pensar que nada de lo que decía o hacía era capaz de impactar a nadie.

—Me dijiste que ibas a quedar con ella —dijo Charlie—. Pensé que estaba decidido. Debías saber qué era eso lo que pensaría.

Simón negó con la cabeza.

—Lo siento. Si te di esa impresión, no era lo que pretendía.

Charlie no quería seguir hablando del tema. Le había demostrado que le importaba. Otra vez.

Cuatro años atrás, en la fiesta del cuarenta cumpleaños de Sellers, Simón había rechazado a Charlie de una forma difícil de olvidar. Pero no antes de que le diera esperanzas. Encontraron una habitación tranquila y oscura y cerraron la puerta. Charlie se sentó a horcajadas sobre Simón y se besaron. Que acabarían acostándose parecía algo previsible. La ropa de Charlie estaba apilada en el suelo, aunque Simón aún no se había quitado nada. Ella debería haber sospechado algo en aquel momento, pero no lo hizo.

Sin dar ninguna explicación ni disculparse, Simón cambió de opinión y salió de la habitación sin decir ni una palabra. Con las prisas, no se molestó en cerrar la puerta. Charlie se vistió a toda velocidad, pero no antes de que al menos nueve o diez personas la hubieran visto.

Charlie aún seguía esperando que le ocurriera algo que neutralizara en su memoria ese momento y que dejara de importarle. Graham, tal vez. Era mucho mejor para su ego que Simón y también más accesible. Puede que ese fuera el problema. ¿Por qué esa invisible barrera que rodeaba a Simón le resultaba tan atractiva?

—Ve a ver cómo le va a Gibbs —dijo Charlie.

Le resultaba extraño pensar que si no hubiese cogido el toro por los cuernos con respecto a lo de Alice no se habría inventado un novio llamado Graham. Y, si no hubiera hecho eso, puede que no se hubiese empeñado en que ocurriera algo con Graham Angilley cuando lo conoció. O puede que sí. ¿Acaso no era el Tyrannosaurus Sex, una devoradora de hombres?

Simón parecía preocupado, como si en aquel momento no fuera sensato levantarse e irse, aunque estaba claro qué era lo que deseaba hacer. Charlie no le devolvió su tímida sonrisa. «¿Por qué no me has preguntado ni una vez por Graham, cabrón? No lo has hecho ni una sola vez desde que le mencioné».

Una vez que Simón se marchó, Charlie sacó el móvil de su bolso y marcó el número de los chalets Silver Brae, deseando haber anotado el móvil de Graham. No tenía ganas de mantener una conversación forzada con la burra de carga.

—Chalets de Lujo Silver Brae, ¿dígame? Steph al habla, ¿en qué puedo ayudarle?

Charlie sonrió. La única vez que había llamado, desde España, fue Graham quien contestó al teléfono y no le había soltado todo ese rollo. Era típico de él obligar a la burra de carga a interpretar el papel de recepcionista, algo que él no haría ni en sueños.

—¿Podría hablar con Graham Angilley, por favor? —Charlie lo dijo con un marcado acento escocés.

Un purista habría dicho que no parecía escocesa, pero tampoco parecía ella, que era lo que importaba. El cambio de voz era meramente estratégico. A Charlie no le daba miedo enfrentarse a Steph —en realidad, tenía ganas de decirle a esa estúpida fulana lo que pensaba de ella en cuanto la viera; después de la diatriba que le había soltado en el despacho, se quedó demasiado atónita para responder—, pero ahora no era el momento para una escaramuza verbal. Charlie no dudaba que la burra de carga haría todo lo posible por impedir que hablara con Graham, de modo que el subterfugio era su mejor opción.

—Lo siento, pero Graham no está aquí en este momento.

Steph intentó que su voz sonara más refinada que la que le había oído a principios de semana. Foca engreída.

—¿No tendrá su número de móvil, por casualidad? —¿Puedo preguntar de qué se trata?

La voz de Steph sonó un poco nerviosa. Charlie se preguntó si su acento escocés no sería demasiado exagerado. ¿Acaso la burra de carga se imaginaba quién era?

—Oh, solo es una reserva. No es nada importante —dijo Charlie, echándose atrás—. Llamaré más tarde.

—No es necesario —repuso Steph, sonando de nuevo confiada. La hostilidad había desaparecido de su voz—. Puedo ayudarla con eso, aunque antes haya hablado con Graham. Soy Steph, la gerente.

«Tú eres la maldita burra de carga, embustera», pensó Charlie.

—Ah, vale —dijo. No quería complicarse la vida haciendo una falsa reserva que luego habría que cancelar, pero no se le ocurría ninguna salida. Steph estaba ansiosa por demostrar su eficiencia—. A ver… —empezó Charlie, indecisa, esperando pasar por una escocesa muy ocupada que estaba consultando su agenda.

—En realidad… —dijo Steph, en plan conspirador, y llenando el silencio de la conversación—, y no le diga a Graham que le he dicho esto, es mejor que hable conmigo. Mi marido no es muy minucioso con las tareas administrativas. Siempre suele tener la cabeza en otro sitio. He perdido la cuenta de las veces que se ha presentado gente y yo no tenía ni idea de que iban a venir.

Charlie tragó una bocanada de aire mientras la conmoción se adueñaba de ella. Se quedó sin aliento, como si alguien la hubiera pinchado en el estómago.

—Oh, no pasa nada —continuó Steph, segura de sí misma—. Yo siempre lo soluciono y todos contentos. Nosotros solo tenemos clientes satisfechos —dijo, con una risa tonta.

—Su marido —dijo Charlie, en voz baja. Sin acento escocés.

Steph no pareció darse cuenta del cambio de pronunciación ni de humor.

—Lo sé —dijo—. Debo de estar loca por vivir y trabajar con él. Aun así, como les digo siempre a mis amigas, al menos no sufriré el shock que padecen muchas mujeres cuando sus maridos se retiran y están siempre en casa. Estoy acostumbrada a cruzarme a todas horas con él.

Mientras Steph hablaba, Charlie sentía que se desinflaba.

Cuando Charlie volvió a la sala del DIC y se encontró con Gibbs esperándola prácticamente junto a la puerta, con el rostro crispado por la impaciencia, lo primero que pensó es que no podía hacerlo, que no podía hablar con él. No en ese momento. Las conversaciones con Chris Gibbs exigían mucha energía y cierto coraje. Necesitaba una hora para estar sola. Media hora, como mínimo. Pero había que aguantarse. Aquel no era el tipo de trabajo que permitiera esas cosas.

Ir directamente hacia allí había sido un error. Al volver de la cantina, Charlie pasó por delante de los servicios de señoras y pensó en entrar para esconderse hasta que estuviera nuevamente lista para enfrentarse al mundo. Pero ¿quién cono sabía cuándo ocurriría eso? Y si se encerraba en el excusado se echaría a llorar y luego tendría que esperar un cuarto de hora para recuperar su aspecto normal. Y entrar en la sala del Departamento de Investigación con ganas de llorar no era una opción. «Estupendo», pensó. Por el amor Dios, ¡hacía menos de una semana que había conocido a Graham Angilley! En total, lo había visto tres veces. No debería costarle olvidarse de él.

—¿Dónde te has metido? —preguntó Gibbs—. Tengo información sobre Robert Haworth.

—Fantástico —repuso Charlie, con voz débil.

No quería preguntarle qué había averiguado hasta estar segura de que podía quedarse y escucharle. Era evidente que tarde o temprano tendría que ir al baño.

—Diría que la espera ha merecido la pena. —En los ojos de Gibbs había una expresión de triunfo—. La escuela Giggleswick y Oxenhope…, ambas cosas son ciertas. ¿Inspectora?

—Lo siento. Continúa.

—Me dijiste que era urgente. ¿Quieres oírlo o no?

Gibbs volvió la cabeza hacia ella mientras hablaba, como un pavo enfadado. Su lenguaje corporal intimidaba. En aquel momento, a Charlie no podría importarle menos el lugar donde se había criado Robert Haworth.

—Dame cinco minutos, Chris —dijo Charlie. Aquello asustó a Gibbs. Hasta entonces, ella nunca se había dirigido a él por su nombre de pila.

Charlie abandonó la sala y se quedó en el pasillo, apoyada contra la pared. Los servicios de señoras eran una gran tentación, pero se resistió a ella. Echarse a llorar no era ninguna solución —se negaba con todas sus fuerzas a hacerlo—, pero necesitaba tiempo para digerir la noticia. No podía estar rodeada por ningún miembro de su equipo mientras siguiera sintiendo ese peso en su interior, mientras aquella avalancha de ideas siguiera inundándola. «Cinco minutos es todo cuanto necesito», pensó.

Si Steph no sabía que era Charlie quien estaba al teléfono, entonces, ¿por qué había mentido? No lo haría.

Steph sabía que Graham había pasado parte de la noche del miércoles en el chalet de Charlie, que había estado en la cama con ella. En el despacho, después de la discusión sobre el ordenador, Graham le ordenó a Steph que, por la mañana, les sirviera el desayuno en la cama. Lo había especificado claramente: en la cama de Charlie, dijo. «Ahí es donde estaremos». Había alardeado de su infidelidad delante de su mujer.

Y Charlie no era la única, o al menos la única de la que Steph tenía noticia. También estaba Sue, la estatua. Y un montón de mujeres que se habían alojado en los chalets, si es que había que dar crédito a Steph.

¿Le había mentido Graham? Técnicamente no. Reconoció que se había acostado con Steph en más de una ocasión.

Sí, el cabrón había mentido.

No solo llamaba «burra de carga» a Steph, sino que además la trataba como tal. La trataba muy mal. No era extraño que Steph se hubiese enfrentado a Charlie. Y aun así seguía con Graham y había bromeado sobre él por teléfono. «Mi marido no es muy minucioso con las tareas administrativas». ¿Por qué seguía con él?

Graham le había contado a Charlie lo de la raya blanca de Steph, esa parte de la piel que no alcanzaba la cama solar.

¿Qué le habría contado a Steph sobre su anatomía?

A pesar de las protestas de Charlie, había insistido en llamar «Gordita» a Olivia.

Todos los hechos, todas las desagradables verdades surgieron en medio de la bruma de rabia y confusión que bullía en la cabeza de Charlie. Sabía lo que era eso; ya había vivido algo parecido cuando Simón la apartó de su regazo en la fiesta de Sellers y desapareció en medio de la noche: primero experimentó un terremoto y luego un montón de réplicas, menos intensas, que eran como unos eslabones subsidiarios asociados a la pena y el horror. A la luz de lo que sabía ahora, había un montón de pequeños incidentes que había que reconsiderar. A veces se planteaban todos de golpe y era como ser acribillado por unas balas pequeñas pero mortales.

Solo podía tenerse una visión de conjunto de lo ocurrido después de haber sido acribillado y de que los temblores hubieran cesado. Al final, las sucesivas sacudidas, las más grandes y las más pequeñas, llegaban a su fin y se recuperaba algo de estabilidad; entonces, como si fuera un jersey viejo, uno se adaptaba a su miseria.

Charlie no quería a Graham. Por el amor de Dios, tuvo que esforzarse en borrar de su mente a Simón incluso mientras lo estaban haciendo. De modo que difícilmente se trataba del romance del siglo. Si Graham la hubiese telefoneado y le hubiera dicho que le llamara algún día, habría estado bien. No era como perderle de golpe; pero así sentía que había hecho el ridículo. Se sentía totalmente humillada, y más al pensar ahora que Steph debía haber adivinado quién era la misteriosa escocesa que había llamado. Seguramente Graham y ella debían estar riéndose de ella a mandíbula batiente.

Aquello se parecía demasiado a lo que Simón le había hecho, y Charlie no podía soportarlo. Se preguntaba si aquella clase de humillaciones solo eran cosa suya o era algo que también le ocurría al resto de la gente.

Quería que Graham pagara de algún modo por lo que había hecho, pero si ella decía o hacía algo, él sabría que le importaba. Responder a su humillación sería como admitirla, y Charlie sería una estúpida si les diera esa satisfacción a él o a Steph.

Apoyada aún contra la pared del pasillo, marcó el número de Olivia. «Por favor, contesta, por favor», pensó, tratando de transmitirle esas palabras a su hermana por telepatía.

Liv no estaba. Había cambiado el mensaje del contestador. Aún decía: «Soy Olivia Zailer. Ahora no puedo atenderte, así que deja tu mensaje después de la señal», pero había añadido algo: «Estoy especialmente ansiosa por recibir mensajes de alguien que quiera deshacerse en disculpas conmigo. Devolveré cualquier llamada de esa índole». Su tono de voz era duro, pero no le quitaba méritos al tranquilizador mensaje. Charlie se secó de inmediato las dos lágrimas que empezaron a rodar por sus mejillas.

—Aquí tienes el mensaje que estabas esperando —le dijo al contestador de su hermana—. Me deshago en disculpas y mucho más. Soy una auténtica gilipollas y me merezco pasar por la quilla, aunque creo que ahora ya no hacen eso con la gente… —Se interrumpió bruscamente, consciente de que parecía Graham. Era una de esas bromas que él habría hecho: larga y forzada—. Llámame esta noche, por favor. Una vez más, mi cabeza y mi vida están hechas una mierda… Lo siento, sé que me estoy poniendo un poco pesada, y puede que si esta noche no vienes en mi rescate me tire a las vías del tren. Si estás libre esta noche y no te molesta ir a Spilling, por favor, ven a verme. Por favor. Dejaré la llave en el sitio de siempre.

—¡Por el amor de Dios, inspectora!

Gibbs apareció en el pasillo. Charlie se dio la vuelta para mirarle.

—Si te vuelvo a pillar escuchando a escondidas una de mis llamadas, te corto los huevos, ¿te has enterado?

—Yo no…

—¡Y no me insultes ni me des órdenes! ¿Queda claro?

Gibbs asintió con la cabeza, rojo como un pimiento.

—Vale. —Charlie respiró profundamente—. Estupendo. Entonces, ¿qué has averiguado sobre Haworth?

—Esto te va a encantar. —Por primera vez en muchas semanas, parecía que a Gibbs no le importara dar buenas noticias. Si Charlie hubiera invertido dinero para que él mejorara su actitud seguro que no habría notado ninguna mejora. Tal vez debería echarle broncas más a menudo—. Lo que Juliet Haworth os contó a ti y a Waterhouse era verdad: el zorrón de su madre tenía una línea erótica, el padre estaba metido en política de extrema derecha, tiene un hermano mayor, sus padres se divorciaron, la escuela Giggleswick…

—¿Y qué me dices de su apellido? —le interrumpió Charlie.

Gibbs asintió con la cabeza.

—Esa era la razón por la que no encontrábamos nada sobre él: no se llamaba Robert Haworth; se cambió de nombre.

—¿Cuándo?

—Esto también es interesante. Fue tres semanas después de que conoció a Juliet Haworth en el videoclub. Pero he hablado con los padres de ella, los Heslehurst, y siempre lo han conocido como Robert Haworth. Así dijo llamarse.

—Entonces ya pensaba cambiárselo desde hacía un tiempo —dedujo Charlie en voz alta—. Y eso fue mucho antes de que violara a Prue Kelvey. ¿No pretendería borrar sus antecedentes penales?

—No. Nada de nada. Está totalmente limpio.

—Entonces, ¿a qué se debe el cambio de nombre? —pregunto Charlie, pensativamente—. ¿Lo hizo porque idolatraba a Branwell Brontè?

—Se crio en Haworth Road, en el número cincuenta y dos. Su nuevo apellido es el nombre de la calle donde vivía. En cualquier caso… con o sin antecedentes penales, seguro que tiene algo que ocultar.

—¿Por qué no se despierta de una puñetera vez para que podamos interrogarle? —espetó Charlie.

—Puede que lo haga, inspectora.

—No lo hará. Aún sufre ataques epilépticos. Cada vez que hablo con la enfermera me cuenta algo nuevo, y no es bueno: hernia de las amígdalas del cerebelo, necrosis hemorrágica de las amígdalas… ¿Te lo digo en cristiano? Se está muriendo. —Charlie suspiró—. Así pues, ¿Robert es su nombre de pila? Porque me dijiste «su nuevo apellido».

—Sí —repuso Gibbs—. Nació el 9 de agosto de 1965. Robert Arthur Angilley. Un nombre extraño, ¿verdad? ¿Inspectora? ¿Qué…?

Gibbs se quedó mirando a Charlie cuando echó a correr por el pasillo y cruzó la puerta de doble hoja que conducía al vestíbulo. ¿Debía ir tras ella? Al cabo de unos segundos decidió que debía hacerlo. No le gustó el aspecto que tenía antes de salir corriendo: estaba pálida. Aterrorizada, casi. ¿Qué coño habría dicho? Tal vez no tuviera nada que ver con él. Había escuchado el final de su llamada y había dicho algo de que estaba hecha una mierda.

Se sentía un poco mal por haber descargado su frustración en la inspectora y sobre todo en Waterhouse y Sellers. Era él quien realmente se merecía eso. La inspectora era una mujer, y la cabeza de una mujer funcionaba de otro modo. Debería haberla dejado salir del atolladero.

Gibbs corrió hacia el vestíbulo y salió afuera, pero ya era demasiado tarde. Charlie se había metido en su coche y estaba abandonando el aparcamiento.