19

Viernes, 7 de abril

Yvon está sentada en el sofá, frente a mí. Deja un plato de postre con un sándwich entre las dos. No lo mira; no quiere atraer mi atención hacia él, por si eso me incita a rechazarlo.

Me quedo mirando la pantalla gris de la televisión. La posibilidad de plantearme comer algo, aunque sea este pedazo de pan, supondría demasiado esfuerzo. Como disponerse a correr un maratón cuando todavía te estás recuperando de una anestesia total.

—No has comido nada en todo el día —dice Yvon.

—No has estado conmigo todo el día.

—¿Has comido?

—No —admito.

No sé cuánto tiempo ha pasado. Afuera está oscuro, es todo lo que sé. ¿Acaso importa? Si Yvon no hubiese venido, no habría salido de mi habitación. En este momento, en mi cabeza solo hay sitio para ti, nada más. Para pensar en lo que dijiste y en lo que significa. Para oír la frialdad y la lejanía de tu voz una y otra vez. Dentro de un año, de diez años, aún seré capaz de escucharla dentro de mi cabeza.

—¿Enciendo la televisión? —pregunta Yvon.

—No.

—Puede que haya algo entretenido, algo…

—No.

No quiero distraerme. Si este enorme dolor es todo lo que me queda de ti, entonces quiero concentrarme en él.

Me preparo para decir algo más sustancial. Me lleva unos segundos y una energía que no creía poseer.

—Mira, me encanta que hayas venido y que volvamos a ser amigas, pero… sería mejor que te fueras.

—Voy a quedarme aquí.

—No me pasará nada —le digo—. Si esperas que esté mejor, olvídalo. Eso no va a ocurrir. No me sentiré mejor ni voy a olvidarme de esto y hablar de otra cosa. No conseguirás que me olvide de ello. Lo que voy a hacer es quedarme aquí sentada, mirando la pared.

Alguien debería pintar una enorme cruz negra en la puerta, como hacían durante la peste.

—Quizás deberíamos hablar de Robert. Puede que si hablas de ello…

—No me sentiré mejor. Mira, sé que solo quieres ayudar, pero no puedes hacerlo.

Lo que quiero es dejarme abatir por el dolor. Luchar contra él, hacer un esfuerzo por parecer civilizada y cuerda, es demasiado duro. No lo digo, por si suena melodramático. Se supone que solo hay que hablar de dolor cuando alguien ha muerto.

—Por mí no tienes por qué reprimirte —dice Yvon—. Si quieres, puedes tirarte en el suelo y aullar. Me da igual. Pero no me voy a ir. —Se acurruca en la otra punta del sofá—. ¿Has pensado en lo de mañana?

Niego con la cabeza.

—¿Cuándo vendrá a recogerte la inspectora Zailer?

—A primera hora.

Yvon maldice entre dientes.

—No eres capaz de hablar ni de comer y apenas tienes fuerzas para andar. ¿Cómo demonios vas a aguantar otra conversación con Juliet Haworth?

Ignoro la respuesta a esa pregunta.

—La aguantaré porque debo hacerlo.

—Deberías llamar a la inspectora Zailer y decirle que has cambiado de opinión. Si quieres lo haré yo por ti.

—No.

—Naomi…

—Tengo que hablar con Juliet para descubrir lo que sabe.

—¿Y qué hay de lo que tú sabes? —La voz de Yvon suena llena de frustración—. Nunca he sido una fan incondicional de Robert, pero… él te quiere. Y no es un violador.

—Eso cuéntaselo a los expertos en ADN —digo, amargamente.

—Deben haberse equivocado. Los supuestos expertos cometen errores constantemente.

—Déjalo, por favor. —Sus falsos consuelos hacen que me sienta incluso más desgraciada—. La única forma en que puedo manejar esto es enfrentándome a la peor de las posibilidades. No voy a dejarme convencer por alguna improbable teoría para sufrir una nueva decepción.

—De acuerdo. —Yvon me sigue la corriente—. ¿Y cuál es la peor de las posibilidades?

—Que Robert esté implicado en las violaciones —digo, con una voz apagada, sin vida—. Él es el responsable de algunas de ellas, igual que el otro hombre. Juliet está implicada, y puede que incluso al mando. Son un equipo de tres. Robert sabía desde el principio que yo era una de las víctimas de ese otro hombre. Y lo mismo ocurrió con Sandy Freeguard. Y ese fue el motivo de que apareciera para conocernos.

—¿Por qué? Es de locos.

—No lo sé. Tal vez para asegurarse de que no acudiríamos a la policía. Eso es lo que hacen los espías, ¿no? Se infiltran en territorio enemigo y luego informan.

—Pero tú dijiste que Sandy Freeguard había acudido a la policía antes de empezar a salir con Robert.

Asiento con la cabeza.

—El novio de una víctima de violación sabría cómo avanza la investigación, ¿no? La policía mantendría informada a la víctima y esta se lo contaría a su novio. Puede que Juliet, o ese otro hombre, o Robert, o los tres, quisieran estar al corriente de lo que sabía la policía sobre el caso de Sandy Freeguard. ¿Acaso no hemos dicho siempre que Robert es un obseso del control? No puedo evitar echarme a llorar al decir esto. ¿Sabes qué es lo peor de todo? Que todas las cosas amables, dulces y cariñosas que has dicho y hecho se han convertido en algo mucho más concreto y tangible en mi cabeza desde que me rechazaste en el hospital. Estaría bien que fuera capaz de poner en primer plano los malos momentos y avanzar hacia la luz. Entonces podría encontrar un patrón que hasta ahora he pasado por alto y demostrarle a mi corazón lo mucho que me he equivocado contigo. Pero lo único en que puedo pensar es en tus apasionadas palabras. «No tienes ni idea de lo que significas para mí». En vez de adiós, siempre decías esto al final de cada llamada telefónica.

Mi memoria se ha vuelto contra mí, está intentando abrumarme con el contraste entre tu conducta de esta mañana y la del pasado.

—¿Por qué Juliet le machacó la cabeza a Robert con una piedra? —pregunta Yvon, cogiendo la mitad del sándwich y dándole un bocado—. ¿Por qué quiere provocarte e insultarte?

No puedo contestar a ninguna de estas preguntas.

—Porque Robert está enamorado de ti. Es la única explicación posible. Al final se atrevió a decirle que la iba a dejar por ti. Está celosa… y por eso te odia.

—Robert no está enamorado de mí. —El peso de estas palabras me aplasta—. Me dijo que me fuera y que lo dejara en paz.

—No pensaba con claridad. Naomi, ella intentó matarlo. Si tu cerebro hubiera sufrido una hemorragia y estuviera inflamado, si hubieras estado inconsciente varios días, tampoco sabrías lo que estás diciendo. —Yvon sacude las migas del sofá y las tira al suelo. Esa es su idea de lo que significa limpiar—. Robert te ama —insiste—. Y se va a poner bien, ¿de acuerdo?

—Estupendo. Y voy a vivir feliz para siempre con un violador.

Me quedo mirando las migas del suelo. Por algún motivo, me recuerdan el cuento de Hansel y Gretel. La comida es esencial en cualquier misión de rescate. El magret de canard aux poires del Bay Tree. Y también había comida en la mesa del pequeño teatro donde me atacaron, un primer y un segundo plato.

—Deja ese sándwich —le digo a Yvon—. ¿Tienes hambre?

Parece que la haya pillado y se sienta avergonzada de pensar en comer en un momento como este. Yo estoy pensando lo mismo, aunque no creo que pudiera comer ni un bocado.

—¿Qué hora es? ¿Crees que la cocina del Bay Tree seguirá abierta a esta hora?

—¿El Bay Tree? ¿Te refieres al restaurante más caro de todo el condado? —La cara de Yvon cambia de expresión: tía Angustias ha dado paso a la estricta gobernanta—. ¿Ese es el sitio adónde Robert fue a buscar ese plato el día que lo conociste, verdad?

—No es lo que piensas. No quiero volver allí porque sienta nostalgia de los buenos tiempos —digo amargamente, mortificada al pensar en aquello en lo que solía creer: el pasado, el futuro. El presente. Lo que me has hecho es peor que lo que me hizo mi violador. Él me convirtió en víctima por una noche; gracias a ti, se han burlado de mí, he sido degradada y humillada durante más de un año sin ni siquiera saberlo.

Desde el principio, Yvon se dio cuenta de que había algo que no funcionaba en nuestra relación. ¿Por qué no lo vi yo? ¿Por qué aún no soy capaz de verlo? Estoy decidida a pensar lo impensable sobre ti, a creer lo increíble, porque tengo que acabar con esa parte de mí que te quiere a pesar de todo lo que me has dicho. A estas alturas debería ser una parte muy pequeña y renqueante, pero no es así. Es enorme. Endémica. Se ha extendido por todo mi cuerpo como un cáncer y ha conquistado mucho territorio. No sé lo que quedará de mí si logro aniquilarla. Solo cicatrices, vacío y un enorme agujero. Pero tengo que intentarlo. Debo ser tan despiadada como un asesino a sueldo.

Yvon no entiende por qué de pronto quiero salir, y aún no estoy preparada para explicárselo. Hay que dosificar el horror.

—Si no es nostalgia, entonces, ¿por qué el Bay Tree? —pregunta—, hayamos a otro sitio y así no nos arruinamos.

—Voy a ir al Bay Tree —le digo, levantándome—. ¿Vienes o no?

El Bay Tree se encuentra en uno de los edificios más antiguos de Spilling. Fue construido en 1504. Tiene unos techos muy bajos, unas paredes gruesas e irregulares y dos chimeneas, una en la zona del bar y la otra en el restaurante propiamente dicho. Parece una cueva muy bien reformada, aunque está a nivel de calle. Solo hay ocho mesas y normalmente hay que reservar con al menos un mes de antelación. Yvon y yo tenemos suerte; es tarde y nos dan una mesa que alguien reservó hace semanas para las siete y media. Cuando llegamos, hace un buen rato que los comensales se han ido…, saciados y considerablemente más pobres.

El restaurante tiene una puerta exterior, que siempre está cerrada, y otra interior, para asegurarse de que el aire de Higher Street no enfría el cálido ambiente. Hay que pulsar un timbre y el camarero que te deja entrar siempre se asegura de cerrar la primera puerta antes de abrir la segunda. La mayor parte del personal es francés.

Solo he estado aquí en una ocasión, con mis padres. Celebrábamos el sesenta cumpleaños de mi padre. Cuando entró, se dio un golpe en la cabeza. Si eres alto, los techos del Bay Tree son un peligro. Pero a ti no tengo que decírtelo, ¿verdad, Robert? Conoces este sitio mejor que yo.

Esa noche, con mis padres, nos atendió un camarero que no era francés, aunque mi madre insistió en hablarle despacio; en un inglés muy elemental y con un acento casi continental, le dijo: «¿Podría traernos la cuenta, por favor?». Me abstuve de decirle que probablemente había nacido y se había criado en Rawndesley. Era una fiesta, y las críticas estaban prohibidas.

No has conocido a mis padres. Ellos ni siquiera saben que existes. Pensé que me estaba protegiendo de sus críticas y su desaprobación, pero resulta que son ellos quienes están a salvo. Es una idea extraña: las vidas de la mayoría de la gente —papá y mama, mis clientes, los vendedores que me cruzo por la calle— no han sido destruidas por ti. No te conocen y nunca te conocerán.

Y ocurre exactamente a la inversa. El camarero que esta noche nos atiende a Yvon y a mí —quizás con excesiva atención: se inclina demasiado sobre la mesa, rígido y muy formal, con un brazo en la espalda, y se apremia para llenarnos las copas de vino cada vez que tomamos un sorbo— probablemente vio devastada su vida, en algún momento, por alguien cuyo nombre no me diría nada.

Solo vivimos en el mismo mundo que el resto de la gente de una forma ínfima e insignificante.

—¿Qué tal está tu plato? —pregunta Yvon.

He pedido un primero, foie gras, pero se da cuenta de que apenas lo he probado.

—¿Es una de esas preguntas con trampa? —digo—. Del tipo: ¿has dejado de pegar a tu mujer? ¿Es calvo el actual rey de Francia?

—Si no piensas comer nada, ¿qué diablos estamos haciendo aquí? ¿Te das cuenta de lo que va a costar esta cena? En cuanto entramos tuve la sensación de que mi cuenta bancaria se había convertido en un reloj de arena: todo el dinero que tanto me ha costado ganar es arena y se me escapa de las manos.

—Pago yo —le digo, haciéndole una seña al camarero. Tres pasos y está junto a la mesa—. ¿Podría traernos una botella de champán, por favor? El mejor que tenga. —El camarero se escabulle—. Lo que sea con tal de deshacernos de él —le digo a Yvon.

Se queda mirándome, boquiabierta.

—¿El mejor? ¿Te has vuelto loca? Costará un millón de libras.

—Me da igual lo que cueste.

—¡No te entiendo! Hace media hora…

—¿Qué?

—Nada. Olvídalo.

—¿Preferirías que estuviera sentada en el sofá, mirando al vacío?

—Preferiría que me contaras qué está ocurriendo.

Sonrío.

—¿Sabes una cosa?

Yvon suelta los cubiertos y se arma de valor para una inope tuna revelación.

—Ni siquiera me gusta el champán. Me irrita la nariz y me provoca gases.

—¡Por Dios, Naomi!

Una vez que aceptas que nadie va a entenderte nunca y superas esa penosa sensación de aislamiento, resulta bastante reconfortante. Tú eres el único experto en nuestro pequeño universo, donde puedes hacer lo que te apetezca. Apuesto a que así es como te sientes, Robert. ¿No es cierto? Cuando me elegiste a mí, elegiste a la mujer equivocada. Porque yo soy capaz de comprender cómo funciona tu cabeza. ¿Es por eso por lo que ahora quieres que te deje en paz?

El camarero vuelve con una botella cubierta de polvo, que me presenta para que la examine.

—Tiene buena pinta —le digo.

El camarero asiente con la cabeza y vuelve a desaparecer.

—¿Por qué se la lleva? —pregunta Yvon—. Seguramente habrá ido a por uno de esos cubos tan elegantes y unas copas de champán.

—Naomi, esto me está volviendo loca.

—Mira, si eso te hace feliz, mañana iremos a Chickadee para que puedas pedir una ración de grasientas alitas de pollo, ¿vale? Al parecer no te va la buena vida.

Me río tontamente, como si estuviera pronunciado frases que hubiera escrito otra persona. Juliet, por ejemplo. Sí: estoy imitando su crispada verborrea.

—Dime, ¿qué pasa contigo y con Ben? —le pregunto a Yvon, acordándome de que su vida no ha terminado, aunque la mía si lo haya hecho.

—¡Nada!

—¿De verdad? Vaya.

Ben Cotchin no es tan malo. O, si lo es, no es malo en un sentido normal, lo cual, teniendo en cuenta cómo me siento en este momento, me parece bastante bueno…, tal vez lo mejor que alejen pueda esperar.

—Para ya —dice Yvon—. Estaba disgustada y no tenía otro sitio adónde ir, eso es todo… Ben ha dejado de beber.

El camarero vuelve con nuestro champán metido dentro un cubo plateado lleno de agua y hielo, apoyado en un soporte con ruedas, y dos copas.

—Disculpe —le digo. Será mejor que haga lo que he venido a hacer—. ¿Hace mucho que trabaja aquí?

—No —contesta el camarero—. Solo tres meses.

Es demasiado educado para preguntarme por qué, aunque su mirada sea inquisitiva.

—¿Quién lleva más tiempo trabajando aquí? ¿Qué me dice del chef?

—Creo que hace mucho que trabaja aquí. —Su inglés es meticulosamente correcto—. Podría preguntárselo, si lo desea.

—Sí, por favor —le digo.

—¿Puedo…? —dice, señalando el champán con la cabeza.

—Luego. Ahora quiero hablar con el chef.

De pronto, no puedo esperar.

—¡Naomi, esto es demencial! —exclama Yvon entre dientes en cuanto volvemos a quedarnos solas—. Vas a preguntarle al chef si recuerda que Robert vino a encargar esa comida para ti, ¿verdad?

No digo nada.

—¿Y si dice que sí? ¿Qué? ¿Qué le vas a decir entonces? ¿Vas a preguntarle qué fue exactamente lo que dijo Robert? ¿Si parecía un hombre que acababa de enamorarse? ¡Es enfermizo que te obsesiones así!

—Yvon —digo, muy tranquila—. Piensa un poco. Echa un vistazo a tu alrededor, mira este sitio.

—¿Qué le pasa?

—Cómete este carísimo plato; se te va a enfriar —le recuerdo—. ¿Te parece la clase de restaurante al que dejarían entrar a alguien para pedir algo para llevar? ¿Acaso ves un menú de comida rápida por alguna parte? ¿Te parece un sitio donde permitirían que un perfecto desconocido se fuera no solo con un plato de comida sino también con una bandeja, cubiertos y una carísima servilleta de tela, confiando en que lo devolvería todo cuando hubiese terminado?

Yvon reflexiona sobre ello mientras mastica un bocado de cordero.

—No. Pero…, ¿por qué mentiría Robert?

—No creo que mintiera. Pero sí creo que me ocultó algunos detalles importantes.

El camarero vuelve otra vez.

—Les presento a nuestro chef, Martin Gilligan —dice. Detrás de él hay un hombre bajito y delgado, pelirrojo y despeinado.

—¿Qué tal la cena? —pregunta Gilligan, con un acento que parece del norte. En la universidad tenía un amigo de Hull; la voz del chef me recuerda a la suya.

—Está exquisita, gracias.

Yvon sonríe afectuosamente. No comenta nada sobre los exagerados precios de los platos.

—Etienne me ha dicho que querían saber cuánto tiempo llevo trabajando aquí.

—Eso es.

—Formo parte del mobiliario. —Lo dice como pidiendo perdón, como si pudiéramos acusarle de ser poco arriesgado por seguir aquí—. Trabajo aquí desde que abrieron, en 1997.

—¿Conoce a Robert Haworth? —le pregunto.

Asiente con la cabeza; parece gratamente sorprendido.

—¿Es amigo suyo?

No le diré que sí, aunque hacerlo ayudaría a que fluyera la conversación.

—¿De qué lo conoce?

Yvon nos observa como si se tratara de un partido de tenis, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—Trabajaba aquí —dice Gilligan.

—¿Cuándo? ¿Cuánto tiempo estuvo?

—Oh…, vamos a ver, debió ser en 2002 o 2003, más o menos. Fue hace algunos años. Acababa de casarse cuando empezó, eso sí lo recuerdo. Me dijo que acababa de volver de su luna de miel, y se fue…, a ver, alrededor de un año después. Se hizo camionero. Dijo que le gustaban más las carreteras que las cocinas. Aún seguimos en contacto y de vez en cuando nos tomamos algo en el Star. Pero hace tiempo que no lo veo.

—Entonces, ¿Robert trabajaba en la cocina? ¿No era camarero?

—No, era chef. Mi mano derecha.

Asiento con la cabeza. Así fue cómo pudiste conseguir mi pequeña sorpresa. En el Bay Tree te conocían —habías trabajado aquí—, por lo que obviamente confiaban en ti. Naturalmente, dejaron que te llevaras una bandeja, cubiertos y una servilleta, y Martin Gilligan estuvo encantado de preparar un magret de canard aux poires para ti cuando le dijiste que era una emergencia para ayudar a una mujer en apuros.

No me hace falta seguir preguntando. Le doy las gracias a Gilligan, que vuelve a la cocina. Al igual que Etienne, nuestro camarero, es demasiado discreto para preguntarme por qué sentía la necesidad de interrogarle.

Pero Yvon no. En cuanto volvemos a estar solas, me ordena que me explique. La tentación de ser irónica y esquiva es muy fuerte. Los juegos son más seguros que la realidad. Pero no puedo hacerle esto a Yvon; es mi mejor amiga, y yo no soy Juliet.

—En una ocasión, Robert me dijo que ser camionero era mejor que ser comunista —le digo—. Yo no lo entendí. Pensé que había dicho comunista, lo cual no tenía demasiado sentido, pero no fue así. Se refería a ayudante de chef[2] en inglés: «commis». Porque eso es lo que había sido.

Yvon se encoge de hombros.

—¿Y?

—El hombre que me violó sirvió una cena de tres platos a los hombres que estaban mirando. De vez en cuando se metía en un cuarto que había en la parte de atrás del teatro y volvía con más comida. Ese cuarto debía de ser una cocina.

Yvon niega con la cabeza. Se da cuenta de adónde quiero ir a parar, pero no puede creerlo.

—Nunca pensé en quién preparaba la comida.

—¡Oh, por Dios, Naomi!

—Mi violador estaba muy ocupado. Tenía que atender a esos hombres, retirar los platos y servir los siguientes. Era el maître. —Me río con amargura—. Y, según dijo Charlie Zailer, sabemos que no actuaba solo. Al menos dos de las violaciones tuvieron lugar en el camión de Robert, y fue él quien violó a Prue Kelvey.

Estoy consiguiendo que la agonía sea peor, tomándome deliberadamente todo el tiempo que pueda hasta llegar a mi conclusión. Es como cuando te pones una goma elástica alrededor de la muñeca y tiras de ella todo lo que puedes hasta que se tensa y se vuelve muy fina, para luego dejar que golpee violentamente tu piel. Sabes que, cuanto más tires de ella, más te va a doler al final. Cuanto más cerca, más duele, ¿no fue eso lo que dijiste?

Yvon ya ha renunciado a defenderte.

—Mientras ese hombre te violaba, Robert estaba en la cocina —dice, rindiéndose y dándome a entender que la he convencido—. Fue él quien preparó la cena.

Me despierto de golpe, con un grito ahogado en la garganta. Estoy empapada en sudor y el corazón me late a toda velocidad. Una pesadilla. ¿Peor que estar despierta? ¿Peor que la vida real? Sí. Peor que eso. Después de esperar el tiempo necesario para comprobar que no he sufrido un derrame cerebral o un ataque al corazón, miro la radio despertador que hay junto a la cama. Solo puedo ver la parte superior de los dígitos, unas brillantes líneas curvas rojas que asoman por detrás del montón de libros que hay en la mesilla de noche.

Tiro los libros al suelo. Son las tres y trece de la madrugada. Tres, uno, tres. Ese número me deja aterrada; los latidos golpean mi pecho con más fuerza. Yvon no me oiría si la llamara, ni aun cuando gritara. Su habitación está en el sótano y la mía en el piso de arriba. Quiero bajar corriendo hasta allí, pero no hay tiempo. Me echo hacia atrás; el miedo me sujeta a la cama. Algo está a punto de ocurrir. Y debo dejar que ocurra, no tengo elección. Ahuyentarlo solo funciona durante un tiempo. ¡Oh, Dios, deja que ocurra deprisa! Si tengo que recordarlo, déjame que lo haga ahora.

Yo era Juliet. Al abandonar mi sueño, me he llevado esa certeza conmigo. He soñado durante mucho tiempo con ser tu mujer, pero siempre estando despierta. Y en el sueño yo, Naomi Jenkins, era tu mujer. Nunca quise ser Juliet Haworth. Tú hablabas de ella como si fuera débil, cobarde, deplorable.

En mi sueño, el peor que he tenido jamás, yo era Juliet. Estaba atada a la cama, a los postes con bellotas, en el escenario. Había vuelto la cabeza hacia la derecha y apoyaba la mejilla en el colchón. Mi piel rozaba la funda de plástico. Estaba incómoda, pero no podía volverme para mirar al frente, porque entonces habría visto a ese hombre y la expresión de su rostro. Oír lo que me decía ya era bastante horrible. Los hombres del público estaban comiendo salmón ahumado. Podía olerlo…, un desagradable olor a pescado.

Así pues, me quedé inmóvil, mirando el telón. Era de color rojo oscuro. Estaba pensado para que tapara tres lados del escenario, todos salvo la parte de atrás. Sí, eso es lo que parecía. No lo había recordado hasta ahora. Y había algo más que me pareció extraño. ¿Qué? No puedo recordarlo.

Detrás del telón estaba la pared interior del teatro. Bajé los ojos Para mirar una pequeña ventana. Sí: la ventana no estaba al nivel de los ojos, sino un poco más abajo. Tampoco estaba al nivel de los ojos de los hombres que había sentados a la mesa.

Me seco el sudor de la frente con la punta del edredón. Estoy segura de que tengo razón, el sueño era muy preciso. Esa ventana era muy extraña. Y no tenía cortinas. La mayoría de los teatros no tienen ventanas, al menos en la platea. Para verla, tuve que bajar los ojos, mientras que esos hombres deberían haberlos levantado. Estaba entre los dos pisos, en el medio. A medida que fue oscureciendo, ya no pude ver nada. Pero antes, cuando en el sueño era Juliet, mientras estaba tumbada en la cama y ese hombre me cortaba el vestido con unas tijeras, pude ver lo que había afuera. Me quedé mirando fijamente, tratando de no pensar en lo que estaba ocurriendo, en lo que iba a ocurrir…

Me quito el edredón para sentir el frío aire de la noche. Sé lo que vi a través de la pequeña ventana del teatro. Y también sé lo que vi a través de la ventana de tu salón, Robert. Y por qué he tenido el sueño que acabo de tener; ahora sé qué significa todo. Y eso cambia las cosas por completo. Nada es como yo había pensado. Pensé que lo sabía. No puedo creer haber estado tan equivocada.

¡Oh, Dios mío, Robert! Tengo que verte y contártelo todo…, cómo lo he descubierto y lo he resuelto. Tengo que convencer a la inspectora Zailer de que me lleve de nuevo al hospital.