18

7/4/06

—¿Vuelve a estar inconsciente?

Sin razón alguna, Sellers se sintió ofendido, como si Robert Haworth lo hubiera hecho para fastidiarlos.

—Ha sufrido un ataque epiléptico y otra hemorragia debida a la conmoción cerebral. Y desde entonces ha tenido breves pero repetidos ataques epilépticos. No tiene buena pinta.

Gibbs se sacudió los hombros de la chaqueta y tomó un sorbo de su pinta. Él y Sellers estaban en The Brown Cow; no era el pub que estaba más cerca del trabajo, pero era el único de Spilling donde servían diversas clases de cerveza Timothy Taylor. Las paredes y el techo estaban cubiertos de paneles de madera oscura, y junto a la puerta de entrada había un salón para no fumadores, en cuya pared había un retrato enmarcado de la vaca parda que daba nombre al local. Ningún policía ni ningún inspector se arriesgaría a sentarse allí, ni siquiera los que no fumaban, por si alguien los veía. La inspectora, que sí fumaba, pensaba que no era justo que los no fumadores tuvieran en su sala el retrato de la vaca, el único cuadro que había en todo el pub. «Lo único que tenemos son las pizarras con el menú», solía quejarse a menudo. Un cartel, situado a la derecha de la barra, advertía a los clientes que, a partir del lunes, 17 de abril, se podría fumar en todo el pub.

Status epilepticus —dijo Gibbs, con voz fuerte y áspera—. Maldita suerte la nuestra. ¿Qué me has pedido?

Tomó otro largo sorbo de su pinta y eructó.

—Pastel de carne con patatas fritas. Para Waterhouse no he pedido nada.

—Se tomará una pinta, pero no comerá nada. Tiene un estúpido complejo y no come delante de otra gente. No me digas que no te habías dado cuenta.

Cuando todo marchaba bien, Sellers y Gibbs solían comentar a veces las rarezas de Waterhouse, pero Sellers no quiso hacerlo al ver que Gibbs estaba de mal humor.

—Apuesto a que has pedido pollo con algo que le han metido por el culo, fruta o alguna mierda por el estilo.

—¿Dónde está la inspectora?

Sellers ignoró su despectivo tono de voz. De hecho, había pedido un perfectamente respetable filete de abadejo con patatas fritas.

—En el hospital, repasando la jerga médica.

Todo cuanto decía Gibbs sonaba como una excelente forma de terminar una conversación. Sellers lo intentó de nuevo.

—Veo que han reclutado a más gente para hacer el trabajo sucio. ¿Cómo se las habrá arreglado Proust para conseguirlo?

—Es una pérdida de tiempo. La mitad están con lo de los teatros y la otra mitad rastreando páginas porno sobre violaciones en Internet, pero, por ahora, nada de nada. Esa zorra de Juliet Haworth sigue sin hablar y no podemos hacer nada al respecto.

—¿Qué quieres decir?

—Pues quiero decir que le ha machacado la cabeza a su marido con una piedra. Ese putón ha dejado muy claro que lo que digamos le trae sin cuidado. Ha llegado el momento de agarrar la porra.

—¿Ahora quieres empezar a atizar a mujeres? Eso quedará muy bien en tu historial.

—Si eso va a evitar que mujeres inocentes sean secuestradas en plena calle y violadas…

—¿Y qué tiene que ver Juliet Haworth con eso?

Gibbs se encogió de hombros.

—Ella sabe algo. Sabía lo que le había ocurrido a Naomi Jenkins, ¿verdad? Adivina lo que pienso. Haworth es nuestro violador, diga lo que diga Jenkins. Y la zorra de su mujer le echó una mano.

«¿Y por qué me miras como si fuera culpa mía?», se preguntó Sellers, como si con la edad se estuviera volviendo paranoico.

—He hablado con los responsables de SVIAS sobre Tanya, la de Cardiff —dijo Gibbs—. Tenían sus señas.

—Se suicidó. Una sobredosis.

—Mierda. ¿Cuándo?

—El año pasado. ¿Quieres más buenas noticias? «Habla y Sobrevive» fue un fracaso. No tienen nada. Los ordenadores son nuevos y tienen poco material archivado en papel. He conseguido algo, pero dudo que podamos hablar en breve con la superviviente número treinta y uno.

Mierda.

—Sí, una verdadera mierda. Aun así, no te desanimes. —Gibbs fingió una asquerosa sonrisa—. Tú te irás pronto con Suki, ¿verdad? Sol, juerga y sexo. No querrás volver.

—Dímelo a mí —murmuró Sellers, ignorando el insidioso comentario.

Ya le preocupaba lo que tendría que hacer cuando terminaran sus vacaciones, cuando ya no podría pensar en ellas. A su entender, lo que hacía que el riesgo del adulterio y la infidelidad merecieran la pena era la perspectiva del sexo más que el sexo en sí mismo.

—Si Stacey descubre dónde estás, no tendrás la oportunidad de volver aunque quieras. Quizás podría invitar a Suki a mi boda. Stacey se llevaría una bonita sorpresa, ¿verdad?

Sellers tardó mucho en perder los estribos, pero Gibbs llevaba muchas horas dando la lata.

—¿Cuál es tu jodido problema? ¿Estás celoso? ¿Es eso? Tu luna de miel está a la vuelta de la esquina. ¿Adónde os vais? ¿A las Seychelles?

—A Túnez. Mi luna de miel. Claro…, una antigua tradición. Si te casaras, te irías de luna de miel.

—¿Cómo?

Sellers no pilló las implicaciones, en el caso de que las hubiera

—Las tradiciones son importantes, ¿no? No querría perdérmelas —dijo Gibbs.

Las últimas palabras que dijo sonaron abruptas, exageradas. La espuma de la pinta cubrió su labio superior. Al escuchar la canción que había empezado a sonar en la máquina, Sellers fue consciente de que Chris Gibbs le caía cada vez peor.

—¿Has cambiado de opinión? —preguntó Sellers.

—¿Cambiado de opinión sobre qué? —intervino una voz detrás de ellos.

—¡Waterhouse! ¿Qué vas a…? Ah, ya tienes una.

Sellers estaba encantado de verle. Cualquier cosa a fin de evitar una conversación con Gibbs acerca de los sentimientos. ¿Acaso Gibbs era capaz de sentir algo?

—Lo siento, llego tarde —dijo Simón—. Ha habido algunas novedades. Acabo de hablar por teléfono con los forenses.

—¿Y?

—El quitamanchas en la alfombra de la escalera de casa de los Haworth. Debajo había sangre… de Robert Haworth. —Sellers abrió la boca, pero Simón le contestó antes de que pudiera preguntar—. Las escaleras se ven desde la puerta principal, pero la habitación de matrimonio no. En cualquier caso, había demasiada sangre en el dormitorio. No habría tenido ningún sentido disimularla.

—¿Cuáles son las otras novedades? —preguntó Sellers.

—El camión de Robert Haworth. Había restos de semen por todo el suelo. Y no era suyo.

—Apuesto a que hay montones de camioneros que se hacen una paja en la parte trasera de su camión cuando se detienen en un área de servicio —dijo Gibbs.

—¿No era suyo? —preguntó Sellers—. ¿Seguro?

Simón asintió con la cabeza.

—Y eso no es todo. Las llaves del camión estaban en la casa y tenían las huellas dactilares de Juliet Haworth, además de las de su marido. Eso, en sí mismo, puede que no sea importante. Todas las llaves que hay en casa de los Haworth están en un cuenco de cerámica que hay en la mesa de la cocina, de modo que Juliet pudo haber tocado las del camión al dejar las de la casa, pero…

—La habitación larga y estrecha que mencionaron Kelvey y Freeguard… —dijo Sellers, pensando en voz alta—. El camión de Haworth.

—Eso también fue lo que pensé de entrada —dijo Simón—. Pero ¿dónde está el colchón? En el camión no estaba, y los forenses no hallaron nada en el que encontraron tumbado a Robert Haworth, solo el ADN de Haworth y Juliet.

—En su declaración, Naomi Jenkins mencionó que su colchón tenía una funda de plástico —le recordó Sellers.

—Pero Kelvey y Freeguard no —repuso Simón—. Llamé a Sam Kombothekra y le pedí que lo comprobara. En ninguno de los dos casos había funda de plástico; solo un colchón. Un colchón que seguramente conseguirían en algún vertedero. —Simón soltó aire muy despacio—. De todas formas tienes razón. Kelvey y Freeguard fueron violadas en el camión de Haworth. Uno de los lados no es metálico…, sino de una especie de lona. Básicamente es una cubierta, con cuerdas para poder atarla al suelo. Freeguard dijo algo sobre una pared de tela. Tiene que ser la del camión.

—Creo que Juliet Haworth es la impulsora de las violaciones. —Gibbs le soltó su teoría a Simón—. Tiene un cómplice, un hombre, el que se corrió en la parte trasera del camión de Haworth, pero ella es el cerebro que está detrás de todo. Ha estado utilizando el camión de su marido como escenario y vendiendo entradas para presenciar violaciones en vivo. Ha hecho el agosto. Y luego dice que no trabaja.

—Naomi Jenkins la desprecia por ser una mantenida —dijo Simón pensativamente—. Siempre lanza pullas sobre eso.

—Mantenida, ¡y una mierda! —bramó Gibbs—. Seguramente gana más dinero con su pequeño negocio que Haworth conduciendo su camión.

—No estoy seguro —dijo Sellers—. Solo tenemos noticia de cuatro casos: Jenkins, Kelvey, Freeguard y la superviviente número treinta y uno. Y solo dos de ellos ocurrieron en esa habitación larga y estrecha. Los otros tuvieron lugar en el teatro, donde sea que esté.

—¿Y por qué cambiar el teatro por el camión? —preguntó Simón.

—Puede que hubiera otros casos que no se denunciaran —dijo Gibbs—. Jenkins, Kelvey y Freeguard dijeron que el violador amenazó con matarlas. Y, seamos realistas, por si ese no fuera motivo suficiente para guardar silencio, muchas mujeres no querrían hacerlo público y ser consideradas como una mercancía defectuosa, que es como las verían un montón de hombres. O lo que sea.

—De acuerdo —dijo Sellers cansinamente—. Pero, en el caso de que tuvieras razón con respecto a Juliet y su cómplice, ¿lo sabía Robert? ¿Estaba metido en ello?

—Mi instinto me dice que no. Quizás lo descubrió y quizás por eso Juliet le atacó con una piedra —dijo Simón—. Sin embargo, hay algo más: cuando Charlie habló con Yvon Cotchin, dijo que Naomi Jenkins le había contado que Robert ya no trabajaba de noche. Al parecer, a Juliet no le gustaba que no estuviera en casa… En cualquier caso, esa fue la razón que él le dio a Jenkins…

—Pero piensas que quizás lo que a ella no le gustaba es que el camión no estuviera en casa, porque lo necesitaba para su negocio. —Sellers completó la hipótesis de Simón en su lugar—. Si estás en lo cierto, eso explicaría algunas cosas. Robert Haworth empezó a salir con Sandy Freeguard y Naomi Jenkins después de que ambas fueron violadas…, tres meses después en el caso de Freeguard y dos años en el de Jenkins. Puede que, de algún modo, Juliet le emparejara con ellas.

—Sí, claro —dijo Gibbs en tono sarcástico—. Y, ¿cómo se las arregló exactamente para conseguirlo?

—¿Cómo y por qué? —Simón se mordió la parte interior del labio, pensativo—. Y, aun cuando lo intentara, ¿estaría Haworth de acuerdo con ello? Ya me lo he preguntado y he decidido que es imposible. O al menos poco probable.

—Puedo deciros por qué —dijo Gibbs—. Ella es una pervertida. Disfruta sexualmente sabiendo que su marido se está follando a esas mujeres que antes ya se ha follado el violador, sea quien sea.

—Pero entonces Haworth tendría que ingeniárselas para conocerlas y empezar una relación con ellas… Es demasiado esfuerzo. ¿Y qué saca él? ¿O también es un pervertido? ¿Y cómo sabía que esas mujeres querrían liarse con él?

—Esa es la gracia que tiene para ambos —insistió Gibbs—. Ella organiza las violaciones y luego él se folla a las víctimas. Eso da un poco de chispa a su vida sexual. Esa es la razón por la que Robert Haworth no lleva a cabo personalmente las violaciones. Esas mujeres difícilmente saldrían con él si le identificaran como el hombre que las había violado, ¿no?

Sellers no lo veía claro.

—Kombothekra dijo que Sandy Freeguard nunca había tenido relaciones sexuales con Haworth. Ella quería, pero él no. Y Haworth se ha estado viendo durante un año con Naomi Jenkins. ¿Por qué tanto tiempo si lo único que él y su esposa querían era ponerse cachondos?

—¿Es posible que una pareja sufra a la vez el síndrome de Munchausen por poderes? —se preguntó Simón en voz alta. No lo creía, pero era una teoría. A veces los malos engatusaban a los buenos—. Si es así, puede que la idea sea que Juliet organiza las violaciones y luego aparece Robert para cuidar de esas mujeres, y las ayuda a recuperarse y a recobrar la confianza. Kombothekra dijo que Sandy Freeguard se quejaba de que Haworth quisiera protegerla. Él no quería que ella hiciera las cosas antes de tiempo. Quizás no quiso acostarse con ella por eso.

Simón frunció el ceño, consciente de que lo que iba a añadir no encajaba.

—Sin embargo, Naomi Jenkins ni siquiera le contó que había sido violada y, por lo que ella nos dijo, parece que la trató de forma muy distinta, como si no fuera una víctima. Se acostaron al cabo de dos horas de haberse conocido.

—Eso es una gilipollez —dijo Gibbs, bostezando—. Nunca he oído que una pareja sufra el síndrome de Munchausen por poderes, es algo que afecta a una sola persona. Y además, alguien que lo padeciera no hablaría de ello, ¿verdad? ¿Cómo podían saber que ambos lo padecían?

—Probablemente tengas razón —repuso Simón—. Aunque podría consultarlo con un experto.

—¡Un experto! —se burló Gibbs.

—Es la cosa más rara que haya visto jamás —dijo Sellers, frunciendo el ceño, concentrado—. Robert Haworth tiene que ser la conexión… Juliet conocía el modus operandi de las violaciones y dos de las víctimas resultaron ser novias de Haworth…, pero eso es todo, ¿no? Ambas se convirtieron en novias suyas. ¿Tiene sentido pensar que él es la conexión teniendo en cuenta que conoció a Freeguard y a Jenkins después de que fueron secuestradas y violadas?

Simón recorrió el borde de su pinta con el dedo.

—«La incertidumbre humana es lo único que hace que la razón sea fuerte. Hasta que tropezamos, nunca sabemos que cada palabra que decimos es un error».

—¿Qué coño has dicho? —espetó Gibbs.

—Juliet Haworth lo escribió para nosotros —dijo Sellers.

—Es de C.H. Sisson —dijo Simón—. Murió hace poco. El poema se titula «Incertidumbre».

—Estupendo. Venga, montemos un club de lectura —dijo Gibbs.

—¿Crees que tiene algún significado? —preguntó Sellers—. ¿Es posible que Juliet Haworth quiera decirnos algo?

—Alto y claro. —Gibbs parecía indignado—. Se está quedando con nosotros. Dame diez minutos a solas con ella…

—Ella quiere dar a entender que nos estamos equivocando en todo —dijo Simón, tratando de no parecer tan deprimido como en realidad se sentía—. Y que no nos daremos cuenta de en qué medida hasta que sea demasiado tarde.

¿O puede que ella misma se hubiera dado cuenta, demasiado tarde, de que se había equivocado con Robert y por eso intentó matarle? No, sin duda eso era ir demasiado lejos. Simón cambió de tema.

—¿Y qué hay de lo que hemos averiguado sobre ella? ¿Habéis encontrado algo sobre Juliet Haworth que nos pueda llevar hasta su cómplice, en el caso de que tenga uno?

—He conseguido una lista de sus viejos amigos y un par de contactos profesionales —dijo Sellers—. Sus padres nos han echado una mano.

Y se quedaron afligidos al enterarse de que su única hija había sido acusada de intento de asesinato. Contárselo no había sido algo precisamente agradable.

—¿Por profesionales te refieres a la venta de sus casitas de cerámica?

—Sí. Le iba bastante bien. Remmicks las vendió durante un tiempo.

—De modo que sabía cómo hacer negocios. —Gibbs parecía satisfecho de sí mismo—. Cuéntale lo más importante.

—Estaba a punto de hacerlo. —Sellers se volvió hacia Simón—. Hace muchos años que no ve a los amigos de esa lista. Básicamente solo se ha relacionado con su marido desde que en 2001 sufrió una crisis nerviosa a causa de un exceso de trabajo.

—No parece una mujer nerviosa —dijo Simón, acordándose de la actitud llena de confianza de Juliet Haworth; diría que casi le parecía majestuosa—. Todo lo contrario. ¿Estás seguro de eso?

Sellers lo fulminó con la mirada.

—He hablado con la mujer que en aquella época era su médico —dijo—. Juliet Haworth no se levantó de la cama en seis meses. Al parecer, había trabajado como una posesa durante años sin tomarse un descanso o unas vacaciones. Acabó quemada…, eso es todo.

—¿Entonces ya estaba casada con Robert?

—No. Antes de la crisis vivía sola y luego volvió a casa de sus padres. Se casó con Robert en 2002. Esta mañana he hablado con sus padres largo y tendido. Norman y Joan Heslehurst. Ambos coinciden en que es imposible que Juliet atacara a Robert. Pero luego también han insistido en que ella querría hablar con ellos y que querían ir a visitarla, y nosotros sabemos que no es así.

—Están diciendo la verdad —dijo Gibbs—. Quieren sentirse útiles. Son sus padres, ¿no?

—Juliet y Robert Haworth se conocieron en un videoclub —continuó Sellers para poner al corriente a Simón—. En Sissinghurst, Kent. Un Blockbuster de Stammers Road, cerca de donde viven los Heslehurst. Fue una de las primeras salidas de Juliet después de la crisis. Se había olvidado el bolso y se puso muy nerviosa cuando, en el mostrador, se dio cuenta de ello. Robert Haworth estaba en la tienda haciendo cola, detrás de ella. Pagó su película y se aseguró de que volviera a casa. Sus padres lo consideraron como una especie de santo. Joan Heslehurst está tan preocupada por Robert como por Juliet. Dice que tienen que estarle agradecidos por haber conseguido que Juliet se recuperara. Al parecer, él se portó muy bien con ella.

A Simón no le gustó cómo sonaba todo aquello, aunque no sabía muy bien por qué. Parecía demasiado bonito. Tenía que pensar en ello.

—¿Qué hacía Haworth en un videoclub de Kent? ¿Dónde vivía entonces?

—Compró la casa de Spilling justo antes de casarse con Juliet —dijo Gibbs—. Quién sabe dónde viviría antes. Hasta ahora la información que tenemos de él es un maldito agujero negro.

—¿Fue algo concreto de su trabajo lo que le provocó la crisis a Juliet Haworth? —preguntó Simón—. ¿Algún cambio en su situación o sus circunstancias?

Gibbs se inclinó hacia delante para soltarle un gruñido a la camarera porque tardaban demasiado en servirles la comida.

—Las cosas le iban cada vez mejor —dijo Sellers—. Su madre dijo que al principio estaba bien, mientras aún estaba levantando el negocio, pero que se desmoronó cuando empezó a funcionar.

—No tiene sentido —dijo Gibbs.

—Sí lo tiene —repuso Simón—. Cuando las cosas empiezan a ir bien es cuando empieza realmente la presión. Hay que mantener el ritmo, ¿no?

—La madre de Juliet dijo que estaba agotada, que trabajaba día y noche y que dejó de salir. Estaba muy motivada. Siempre ha sido así.

—¿A qué te refieres? —preguntó Simón.

—Antes de la crisis, siempre fue muy ambiciosa. Fue delegada de curso, tanto en la escuela como en el instituto. Y también atleta… Participó en competiciones del condado y ganó un montón de trofeos. Estaba en el coro y le dieron una beca para estudiar música en el King’s College de Cambridge, aunque la rechazó y estudió arte en la universidad…

—Aún sigue siendo muy ambiciosa —dijo Gibbs, con el rostro resplandeciente al ver que su pastel de carne salía de la cocina del pub—. Solo que ahora está metida en un negocio de secuestros y agresiones sexuales.

—¿Qué pensáis de su personalidad? —preguntó Simón. Se le hizo la boca agua al percibir el olor del pescado con patatas fritas de Sellers. Cuando volvieran se compraría un sándwich—. ¿Manipuladora? ¿Tortuosa? ¿Desafiante?

—No. Extrovertida, alegre y sociable. Aunque un poco obsesiva, según dijo su padre; cuando estaba estresada por el trabajo podía ser intratable y poco razonable. Me dijo que antes de la crisis tenía mucho carácter. La madre se cabreó, como puedes imaginarte; pensó que la información que su marido me había dado perjudicaba a Juliet. Hasta que el padre abrió el pico no les expliqué la delicada situación en la que se encontraba su hija. Lo más curioso es que ambos hablaban como si existieran dos Juliets como si se tratara de dos personas distintas.

—¿Antes y después de la crisis? —preguntó Simón—. Supongo que es posible.

—Su madre habló de la crisis…, de lo que pasó, ya sabes. —Sellers se frotó los ojos y disimuló un bostezo—. Una vez empezó a hablar, no pude pararla.

—¿Y qué dijo exactamente?

Simón ignoró el gruñido de desdén de Gibbs.

—Un día Juliet tenía que ir a cenar a casa de sus padres y no se presentó. La llamaron una y otra vez, y nada. De modo que fueron a su casa. Juliet no les abrió la puerta, pero según ellos estaba en casa: vieron su coche y escucharon música a todo volumen. Al final, su padre forzó una ventana. La encontraron en su taller; parecía que no hubiera comido, dormido ni se hubiera duchado desde hacía muchos días. Y tampoco habló con ellos, solo los miraba sin verlos, como si no estuvieran ahí, y siguió trabajando. Todo lo que dijo fue: «Tengo que terminar esto». Y lo dijo una y otra vez.

—¿Terminar qué? —preguntó Simón.

—Lo que fuera que estuviera haciendo. Su madre dijo que solía recibir muchos encargos y que a menudo los clientes tenían prisa…, regalos, aniversarios. Cuando lo hubo terminado, de madrugada, después de que sus padres se sentaron a mirarla durante toda la noche, le dijeron que iban a llevársela y ella no opuso resistencia. Según su madre, fue como si no le importara lo que hiciera.

Gibbs le dio un codazo a Sellers.

—Waterhouse empieza a sentir compasión por ella, ¿no es así?

—Continúa —le dijo Simón a Sellers—. Si es que hay algo más.

—En realidad no mucho. Sus padres le preguntaron para quien era el encargo en el que había estado trabajando hasta las tres de la madrugada; pensaron que si era algo urgente podrían entregarlo ellos. Pero Juliet no tenía ni idea. Todo ese frenético trabajo, diciendo que tenía que terminarlo, y ni siquiera era capaz de recordar para quién era.

—Estaba majara —resumió Gibbs.

—Sin embargo, después de esa noche no quiso saber nada de su trabajo, ni siquiera podía estar en una habitación en la que hubiera algo que fuera obra suya. Había hecho unas cuantas cosas para sus padres, y tuvieron que bajarlas al sótano para que ella no las viera. Y todas las que tenía en su casa también fueron a parar al sótano de sus padres. Y eso es todo… No ha vuelto a trabajar desde entonces.

—Sí lo ha hecho, solo que ha cambiado de profesión —dijo Gibbs—. Es una obsesa del trabajo, capaz de acabar volviéndose loca… Puede que sea lo que también le ha ocurrido ahora. El negocio de los secuestros y las violaciones era todo un éxito y no pudo aguantar la presión, de modo que perdió la razón y fue a por su marido con una piedra.

—Su madre dijo que ella sabía que algo iba mal —dijo Sellers, mirando su pinta—. Me refiero a ahora. Antes de que descubriera lo que le ocurrió a Robert.

—¿Cómo? —preguntó Simón.

—Cuando sus padres menos se lo esperaban, Juliet los llamó y dijo que quería recuperar todas sus cosas, sus miniaturas de cerámica.

—¿Cuándo fue eso?

Simón hizo todo lo posible para disimular su enojo. Sellers debería haberle contado eso al principio, y luego todo lo demás.

—El sábado pasado.

—Dos días después de que Haworth no acudió a su cita con Jenkins en el Traveltel —dijo Simón, pensativo.

—Exacto. Juliet no dio explicaciones, solo dijo que quería recuperar sus cosas. Fue a casa de sus padres y se lo llevó todo el sábado. Según su madre, estaba de buen humor…, mucho mejor de lo que había estado en mucho tiempo. Por eso sus padres se sorprendieron tanto al enterarse de que…

—Así pues, las casitas que Naomi Jenkins vio en el salón de Haworth el lunes…, llevaban allí menos de veinticuatro horas.

—¿Y qué? —dijo Gibbs.

—No lo sé. Pero es interesante. La coincidencia.

—Quizás pensaba volver a trabajar —sugirió Sellers—. Si ella y Haworth estaban metidos en lo de las violaciones, y ahora él está en el hospital y puede que nunca se recupere…

—Sí. —Gibbs asintió con la cabeza—. Ella pretende que todo esto nunca ha ocurrido y piensa dedicarse de nuevo a la cerámica. Un verdadero encanto.

—¿Qué hay del pasado de Haworth? —dijo Simón—. ¿Y de Naomi Jenkins?

Sellers miró a Gibbs.

—Aún no tenemos nada sobre Haworth —dijo Gibbs—. Y tampoco sobre su hermana, Lottie Nicholls. Esta mañana he estado ocupado con las páginas web, pero estoy en ello.

—Naomi Jenkins dice la verdad —dijo Sellers—. Nació y se crio en Folkestone, Kent. Se educó en un internado y fue una buena estudiante. Pertenece a una familia de clase media: su madre es profesora de Historia y su padre es odontólogo. Estudió Tipografía y Diseño Gráfico en la Universidad de Reading. Tiene muchos amigos y ha tenido un montón de novios. Es alegre y extrovertida…

—Igual que Juliet Haworth —dijo Simón.

Sus tripas protestaron.

—¿Por qué no pides algo para comer? —sugirió Gibbs—. ¿Se trata de algún síndrome de culpa católico? ¿Castigar el cuerpo para purificar el espíritu?

En otra época, Simón habría querido pegarle un puñetazo. Pero el carácter, en respuesta a un hecho traumático o significativo, puede cambiar. Y entonces la vida se divide en dos zonas temporales distintas: el antes y el después. En un momento dado, todo el mundo, incluido Gibbs, tuvo dudas acerca del temperamento de Simón. Pero ya no. Y eso tenía que ser bueno.

Simón había decidido no llamar a Alice Fancourt. Era demasiado arriesgado. Había sido un loco por permitir que lo que sentía por ella volviera a desestabilizarle. Evitar las complicaciones y los problemas…, esa era su regla de vida. Su decisión no tenía nada que ver con Charlie. ¿Qué le importaba que ella estuviera enfadada con él? Como si eso no hubiera ocurrido antes.

Vio una fugaz expresión de pánico en la mirada de Sellers al tiempo que sentía un aire frío golpeando su nuca. Supo quién acababa de entrar en el pub antes de escuchar su voz.

—Pastel de carne con patatas fritas; pescado con patatas fritas. Recuerdo lo que se siente al no tener que preocuparse por el colesterol.

—¿Qué está haciendo aquí, señor? —Sellers fingió que se alegraba de verle—. Usted odia los pubs.

Simón se volvió. Proust estaba mirando fijamente la comida.

—Señor, ¿recibió…?

—Recibí tu nota, sí. ¿Dónde está la inspectora Zailer?

—Está volviendo del hospital. Se lo decía en la nota —le dijo Simón.

—No la leí entera —repuso Proust, como si eso fuera algo obvio. Apoyó las manos en la mesa, que se tambaleó—. Es una lástima que el ADN del camión no coincida con el de Haworth. Y también es una lástima que Naomi Jenkins y Sandy Freeguard insistan en que Haworth no las violó.

—¿Señor? —dijo Sellers, en nombre de los demás.

—Las cosas siguen complicándose. Me gusta la vida cuando es sencilla, y esto no lo es. —El inspector jefe cogió una patata frita del plato de Sellers y se la llevó a la boca—. Está aceitosa. —Ese fue su veredicto, secándose la boca con la palma de la mano—. He estado contestando a vuestros teléfonos como si fuera una secretaria mientras estabais en este pub tomándoos una cerveza. Llamó Yorkshire.

«Cómo, ¿todo el condado?», estuvo a punto de decir Simón. A Muñeco de Nieve le daba miedo todo lo que constituyera «el norte». Le gustaba ser impreciso y general.

—No sé lo que recordaréis de vuestros últimos momentos de sobriedad —dijo Proust—, pero en sus laboratorios han estado comparando el perfil de ADN de Prue Kelvey con el de Robert Haworth ¿Os suena de algo?

—Sí, señor —repuso Simón. A veces, pensó, los pesimistas resultaban agradablemente sorprendentes—. ¿Y?

Proust cogió otra patata frita del plato de Sellers.

—Coinciden —dijo, con voz áspera—. Me temo que no hay margen para la ambigüedad o las interpretaciones. Robert Haworth violó a Prue Kelvey.

—¿Volverás a llamar a Steph si ella no te devuelve la llamada? —preguntó Charlie.

Eran las diez de la noche y ya estaba en la cama. Necesitaba acostarse temprano. Con Graham y una botella de vino tinto que él había traído desde Escocia.

—¿Sabes?, en Inglaterra también tenemos vino —le dijo ella, en broma—. Incluso en un sitio tan pueblerino como Spilling.

Había sido un día largo, duro y confuso en el trabajo, y a Charlie le había encantado llegar a casa y encontrarse a Graham frente a su puerta. Estaba mucho más que encantada. A la mayoría de los hombres —a Simón, por ejemplo— nunca se les habría ocurrido hacer algo así.

—¿Cómo encontraste mi dirección? —le interrogó Charlie.

—Alquilaste uno de mis chalets, ¿recuerdas? —Graham sonrió con nerviosismo, como si le preocupara que su gesto, su viaje, pudiera ser interpretado como algo excesivo—. Ese día me la apuntaste. Lo siento. Sé que parece algo propio de un acosador presentarse sin avisar, pero, en primer lugar, siempre he admirado la diligencia de los acosadores, y en segundo lugar… —Graham inclinó la cabeza hacia delante, ocultando sus ojos tras una cortina de pelo. Charlie sospechó que lo hizo deliberadamente—. Yo…,en fin…, bueno, quería volver a verte y pensé que…

Charlie no le dejó seguir hablando cuando, unas horas antes, posó sus labios sobre los suyos y lo arrastró hacia dentro. Eso había sido hacía horas.

Se sentía cómoda teniendo a Graham en su cama. Le gustaba cómo olía; le recordaba al olor de la leña recién cortada y al de la hierba y el aire. Había sacado matrícula en Lenguas Clásicas en Oxford, pero olía a campo. Charlie podía imaginarse yendo con él a un parque de atracciones, a una función de Edipo o a una hoguera. Un hombre polifacético. Qué —quién— podía ser mejor, se preguntó retóricamente, sin dejar espacio en su mente para una respuesta.

—Espero que no vuelva a darme de lado, señora —dijo Graham, mientras estaban tumbados sobre sus ropas en el suelo del salón de Charlie—. Me he sentido como una versión masculina de madame Butterfly desde que te fuiste en plena noche. Quiero que sepas que tenía miedo de presentarme aquí sin haber sido invitado. Pensaba que estarías ocupada con tu trabajo y que acabaría como una de esas viudas de Hollywood con ojos de cordero degollado, esas cuyos maridos lo dieron todo por salvar al planeta de acabar destruido por un asteroide, un meteorito o algún virus mortal.

—Sí, he visto la película. —Charlie sonrió—. En cinco versiones distintas.

—La mujer, como habrás comprobado, siempre está interpretada por Sissy Spacek. ¿Por qué nunca entiende lo que pasa? —preguntó Graham, enrollando un mechón de pelo de Charlie con el dedo y mirándolo fijamente como si fuera la cosa más fascinante del mundo—. Siempre intenta que el héroe pase del meteorito que amenaza a la humanidad para asistir a un picnic familiar o a un partido. Y, a medida que avanza la acción, se vuelve cada vez más miope; no entiende en absoluto la idea del placer aplazado…, mientras que yo sí. —Graham inclinó la cabeza para besarle un Pecho a Charlie—. ¿Y de qué es ese partido, por cierto?

—Ni idea —contestó Charlie, cerrando los ojos—. ¿De béisbol?

Graham hablaba de una forma en que Simón no solía hacer. Simón decía cosas que fueran importantes o no decía nada.

Teniendo en cuenta lo que Graham había dicho sobre sentirse mal porque ella se había ido para ocuparse de su trabajo, Charlie se habría sentido mal preguntándole lo que debía preguntarle. No le había dicho que había pensado llamarle únicamente por ese motivo en vez de para concertar una cita. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué no deseaba volver a verlo? Graham era sexy, divertido e inteligente. Era bueno en la cama, aunque demasiado ansioso por complacerla.

Cuando al final se armó del valor suficiente para preguntarle, Graham dio a entender que no le importaba. Llamó a Steph de inmediato. Y ahora estaban esperando que ella le devolviera la llamada.

—No le has dicho que era yo quien quería la información, ¿verdad? —le preguntó Charlie—. De ser así, nunca te llamaría.

—Sabes que no se lo he dicho. Estabas aquí cuando la he llamado.

—Ya, pero…, ¿no sabe ella que has venido a verme? Graham se echó a reír.

—Por supuesto que no. Nunca le digo adónde voy a la burra de carga.

—Me dijo que le contabas con qué mujeres te acostabas, y todos los detalles. También me dijo que muchas de ellas eran tus clientas.

—La segunda parte no es verdad. Se refería a ti, eso es todo. Quería hacerte rabiar. La mayoría de mis clientes son pescadores de mediana edad que se llaman Derek. Imagíname susurrando el nombre de Derek en la oscuridad… ¿A qué no cuela?

Charlie se echó a reír.

—¿Y la primera parte?

¿Acaso Graham creía que a ella le gustaría saber que lo contaba todo?

Él dejó escapar un suspiro.

—Fue una vez… y solo porque la historia era increíble… Le conté a Steph con quién me había acostado. Sue, la estatua.

—¿Sue, la estatua?

—Hablo en serio. Esa mujer no movía ni un músculo; solo se tumbaba en la cama y se quedaba completamente rígida. Mi increíble actuación no surtió ningún efecto. Tuve que parar y comprobar su pulso, para ver si seguía con vida.

—Apuesto a que no lo hiciste.

—No. Habría sido demasiado embarazoso, ¿verdad? Lo más divertido fue que, en cuanto nos separamos, ella volvió a moverse normalmente. Se levantó como si no hubiera pasado nada, me sonrió y me preguntó si me apetecía una taza de té. ¡Te juro que después de aquella noche me preocupé por mi técnica!

Charlie sonrió.

—¡Deja de intentar que te halague! Entonces…, ¿por qué se metió conmigo Steph? ¿Fue solo porque estaba usando el ordenador o…?

Graham le dirigió una irónica mirada.

—¿Quieres saber lo que hay entre Steph y yo, jefa?

—No me importaría —repuso Charlie.

—Y a mí no me importaría saber qué hay entre Simón Waterhouse y tú.

—¿Cómo…?

—Tu hermana le mencionó, ¿recuerdas? Olivia. Basta ya de apodos, lo prometo.

—Ah, vale.

Charlie había hecho todo lo posible por olvidar aquel desagradable momento: el literal arrebato de superioridad moral de Olivia en el dormitorio del altillo.

—¿Ya habéis arreglado las cosas? —preguntó Graham, apoyándose en un codo—. Sabes que ella volvió, ¿no?

—¿Que ella qué?

Para el gusto de Charlie, lo dijo demasiado a la ligera. Estaba furiosa. Si se refería a lo que ella creía…

—Al chalet. Al día siguiente, después de que te marchaste. Pareció disgustada al no encontrarte. Le dije que te había surgido algo importante en tu trabajo… ¿Por qué me miras así?

—¡Deberías habérmelo contado en seguida!

—Eso no es justo, jefa. Solo tenías que haberme dejado hablar. Hemos estado ocupados, ¿recuerdas? No sería lo mismo si me hubiera quedado de brazos cruzados. Y, de haber sido así, habría sido con la mejor intención…

—Graham, hablo en serio.

Él le lanzó una mirada de complicidad.

—No os habéis dado un beso y hecho las paces, ¿verdad? Pensaste que tu hermana seguía enfadada y te olvidaste de ella. Y ahora te sientes culpable y tratas de colgarme a mí el mochuelo. ¡A un testigo inocente!

Graham sacó hacia fuera el labio inferior, torciéndolo en una mueca de tristeza. Charlie no estaba dispuesta a admitir que él tenía toda la razón.

—Deberías haberme llamado inmediatamente. Tenías mi teléfono. Se lo di a Steph cuando me registré.

Graham soltó un gruñido y se cubrió los ojos con las manos.

—Mira, a la mayoría de la gente no le gusta que el propietario de la casa donde pasan sus vacaciones se interese por sus disputas familiares. Sé que tú y yo casi…

—Exacto.

—… pero no lo hicimos, ¿verdad? De modo que me hice el interesante. Por poco tiempo, es verdad…, lo admito, agente…, pero, cuando menos, tuve una oportunidad. En cualquier caso, pensé que ella te llamaría. Ya no parecía enfadada. Incluso me pidió disculpas.

Charlie entornó los ojos.

—¿Estás seguro? ¿Estás seguro de que se trataba de mi hermana y no de alguien que era igual que ella?

—Era la Gordita, como que estoy aquí. —Graham se hizo a un lado para que ella no pudiera golpearle—. En realidad tuvimos una agradable conversación. Parecía haber cambiado de opinión con respecto a mí.

—No des eso por sentado solo porque no arremetiera contra ti.

—No lo hice. No hubo que decir nada ni hacer conjeturas. Ella misma me lo dijo. Me dijo que yo sería mucho mejor para ti que Simón Waterhouse, lo cual me recuerda que no has contestado a mi pregunta.

Charlie estaba furiosa con su hermana por haberse metido en medio. Se preguntaba si el nuevo punto de vista de Olivia era una forma más sutil de tratar de asegurarse de que ella y Graham no empezaban una relación. ¿Confiaba en que Charlie activara su vena rebelde?

—Entre Simón y yo no hay nada —dijo Charlie—. Absolutamente nada.

Graham parecía preocupado.

—Salvo que estás enamorada de él.

Charlie pensó que podría haberlo negado fácilmente.

—Sí —repuso ella.

Graham se recuperó mucho más deprisa de lo que lo habrían hecho la mayoría de los hombres.

—Con el tiempo acabaré gustándote, ya lo verás —dijo él, nuevamente de buen humor.

Charlie pensó que tal vez tuviera razón. Sin duda alguna, si se lo propusiera podría gustarle. No tenía por qué convertirse en otra Naomi Jenkins y venirse abajo solo porque un cabrón le había dicho que le dejara en paz. Un tipo mucho más cabrón que Simón Waterhouse. Charlie se las arreglaba mejor que Naomi en todos los frentes. Robert Haworth. Un violador. El hombre que había violado a Prue Kelvey. Charlie aún seguía esforzándose para asimilar las implicaciones.

Desoyendo el consejo de Simón, aquella tarde había puesto al día a Naomi por teléfono. No podría decir exactamente que aquella mujer empezara a caerle bien, y era obvio que no confiaba en ella, pero pensaba que entendía cómo funcionaba su cabeza. Lo sabía demasiado bien. Una mujer inteligente, solo que desquiciada por la fuerza de sus sentimientos.

Naomi se había tomado la noticia de la coincidencia del ADN mejor de lo que Charlie había esperado. Se quedó en silencio unos instantes, pero cuando habló parecía estar tranquila. Le dijo a Charlie que la única forma de poder enfrentarse a todo aquello era descubriendo la verdad, toda la verdad. Naomi Jenkins ya no mentiría más… Charlie estaba convencida de ello.

Al día siguiente, Naomi tenía que hablar de nuevo con Juliet Haworth. Si Juliet estaba metida en cualquier negocio sucio con el hombre que violó a Naomi y a Sandy Freeguard, es posible que ella fuera la única persona capaz de provocarla para que contara algo. Por algún motivo que Charlie no alcanzaba a entender, Naomi era importante para Juliet. No le importaba nadie más, y mucho menos su marido… Juliet lo había dejado muy claro. «Conseguiré que ella me lo cuente», le había dicho Naomi por teléfono con voz trémula. Charlie admiraba su determinación, pero le advirtió que no subestimara a Juliet.

—Bueno, te alegrará saber que yo no estoy enamorado de la burra de carga —dijo Graham, bostezando—. Aunque digamos que he echado algún polvo con ella de vez en cuando. Pero no tiene ni punto de comparación contigo, inspectora, por muy cursi que suene. Es a ti a quien quiero, con tu tiránico encanto y tus expectativas exageradamente altas.

—¡No lo son!

Graham resopló y se echó a reír, colocando los brazos detrás de la cabeza.

—Inspectora, ni siquiera soy capaz de intuir lo que quieres de mí, por no hablar de dártelo.

—Bueno, vale. No te rindas con tanta facilidad.

Charlie fingió un mohín. Graham se había acostado con Steph. «Habían echado un polvo». No tenía derecho a quejarse, teniendo en cuenta lo que ella acababa de decirle.

—¡Ajá! Puedo demostrar que Steph no significa nada para mí. Espera a oír esto.

A Graham le brillaban los ojos.

—¡Eres un cotilla despiadado, Graham Angilley!

—¿Te acuerdas de la canción? ¿La de Grandmaster Flash? —Empezó a cantar—. «Rayas blancas penetrando en mi mente…».

—Oh, claro.

—Steph, la burra de carga, tiene una raya blanca que divide su trasero en dos. La próxima vez que vengas le diré que te la enseñe.

—No, gracias.

—Es tan ridículo como parece. Ahora ya sabes que nunca podría ir en serio con una mujer así.

—¿Una raya blanca?

—Sí. Se pasa horas en las camas solares y de ahí que tenga el culo de color naranja brillante. —Graham sonrió—. Pero si…, ¿cómo podría decirlo?…, le separas las nalgas…

—¡Vale, lo he pillado!

—… verás claramente una línea blanca. A veces se le ve cuando se pasea por ahí.

—¿Suele pasearse desnuda a menudo?

—En realidad, sí —repuso Graham—. Está coladita por mí.

—Y eso es algo que tú no has alentado, evidentemente.

—¡Por supuesto que no! —dijo Graham, fingiendo haberse ofendido.

Su móvil empezó a sonar y él lo cogió.

—Sí.

Moviendo los labios sin hablar, le dijo a Charlie: «Raya blanca», de modo que ella no tuvo que preguntarse con quién estaba hablando.

—Sí. De acuerdo, de acuerdo. Estupendo. Buen trabajo, colega. Te has ganado unas rayas, como suelen decir.

Graham le dio un codazo a Charlie. Ella no pudo evitarlo y se echó a reír.

—¿Y bien?

—Naomi Jenkins nunca estuvo en los chalets.

—Vaya.

—Pero ha buscado todas las Naomis, como el meticuloso terrier que es, y ha encontrado una Naomi Haworth: H, a, w, o, r, t, h, que reservó un chalet el pasado mes de septiembre. Naomi y Robert Haworth, pero Steph dice que fue la mujer quien hizo la reserva. ¿Te sirve de algo?

—Sí.

Charlie se sentó y retiró la mano de Graham. Necesitaba concentrarse.

—Antes de que lances las campanas al vuelo…

—¿Qué?

—Canceló la reserva. Los Haworth nunca se presentaron. Steph se acuerda de la cancelación y dice que ella parecía preocupada. De hecho, casi estaba llorando. Steph se preguntó si el marido la habría dejado plantada o si habría muerto o algo así, y de ahí la cancelación.

—Muy bien. —Charlie asintió con la cabeza—. Es…, estupendo, es una gran ayuda.

—¿Vas a contarme ahora de qué va todo esto? —la pinchó Graham.

—¡Para! No, no puedo.

—Apuesto a que a ese tal Simón Waterhouse sí vas a contarle todos los detalles.

—Él ya sabe tanto como yo. —Charlie sonrió al ver la ofendida mirada de Graham—. Es uno de mis agentes.

—O sea, que lo ves todos los días. —Graham lanzó un suspiro y se echó hacia atrás—. Maldita sea mi suerte.