Viernes, 7 de abril
Te estoy agarrando de la mano. Es difícil explicar la intensidad de esta sensación a alguien que no la haya experimentado. Mi cuerpo arde y crepita mientras tú calcinas la oscuridad que había dentro de mí con un violento calor. Algo se ha encendido al notar tu contacto y me siento como me sentí el primer día en el área de servicio: ardiente y segura. Me había arrastrado hasta acercarme al precipicio. Me estaba marchitando y ahora, justo a tiempo, me he vuelto a conectar a mi fuente de vida. Y tú, ¿sientes lo mismo? No me molestaré en preguntárselo a las enfermeras. Me hablarían de probabilidades y estadísticas. Me dirían: «Los análisis señalan que…».
Sé que sabes que estoy aquí. No tienes que moverte ni decir nada; puedo sentir la energía del reconocimiento que fluye desde tu mano hasta la mía.
La inspectora Zailer está de pie en un rincón de la habitación, vigilándonos. Mientras nos dirigíamos hacia aquí me advirtió que ver el aspecto que tienes podría angustiarme, pero se dio cuenta de lo equivocada que estaba cuando llegamos y fui corriendo hasta tu cama, tan ansiosa por tocarte como siempre. Te estoy viendo a ti, Robert, y no a las vendas y los tubos. Solo a 1 y a la pantalla que da fe de que tu corazón sigue latiendo, que estás vivo. No necesito que ningún médico me diga que tu corazón late firme y seguro.
Han ajustado la cama, levantando la parte de arriba para que Puedas apoyar la espalda. Pareces estar cómodo, como si te hubieras quedado dormido en una tumbona con un libro sobre el regazo. Pacíficamente.
—Esta es la primera vez —le digo a la inspectora Zailer—. Es la primera y la única vez que ha logrado escapar en toda su vida. Es por eso por lo que aún no está listo para despertar.
Parece escéptica.
—Recuerde que no tenemos todo el día —dice. Te aprieto la mano.
—¿Robert? —empiezo, indecisa—. Todo va a salir bien. Te quiero.
Estoy decidida a hablarte exactamente igual que lo haría si estuviéramos solos; no quiero que notes ninguna diferencia en mi actitud y te sientas desorientado y asustado. Sigo siendo yo, y tú sigues siendo tú; la extraña situación que vivimos no nos ha cambiado en nada, ¿verdad, Robert? Debemos pensar que la inspectora Zailer es parte del mobiliario, como la pequeña televisión que hay colgada en la pared, frente a tu cama, la silla verde con brazos de madera en la que estoy sentada o la mesita de plástico de esquinas redondeadas en la que hay una jarra con agua y un vaso.
A los de este hospital les gustan las esquinas redondeadas. No hay ángulos rectos entre el suelo y las paredes, sino que ambos están unidos por un sello curvado de caucho gris que recorre toda la habitación. Al verlo pienso en los peligros que debe haber ahí fuera, lejos de ti.
Detrás de la cama, en la pared, hay un enorme botón rojo para emergencias. El hecho de que tenga que irme pronto es una emergencia.
—Esto es un poco ridículo —digo, acariciándote el brazo—. Han dejado agua y un vaso en la mesa, pero ¿cómo se supone que te la vas a beber? En este hospital hay alguien con un extraño sentido del humor.
Mi tono de voz es ligero y frívolo. Siempre he sido yo la que estaba de buen humor por los dos. No pienso sentarme a tu lado y retorcer las manos mientras sollozo. Ya has sufrido bastante y no quiero empeorar las cosas.
—En realidad, quizás sea una especie de soborno —digo—. Igual que la tele de la pared. ¿Acaso vienen los médicos y te dicen que si te despiertas pronto podrás ver Cash in the Attic y tomarte un vaso de agua? Como incentivo no es gran cosa, ¿verdad? En vez de eso deberían llenar esa jarra con champán.
Si pudieras sonreír, lo harías. En una ocasión me dijiste que te encanta el champán, aunque solo lo tomas en el restaurante. Me sentí dolida y pensé que fuiste poco diplomático al decir eso, teniendo en cuenta que nunca hemos ido juntos a un restaurante, y en aquel momento pensé que nunca lo haríamos. Te imaginé a ti y a Juliet en el Bay Tree —el sitio donde fuiste a recoger mi magret de canard aux poires—, felices al poder hablar sin parar con el chef cuando salió de la cocina, porque sabíais que tendríais mucho tiempo para hablar más tarde…, el resto de la vida. Aún puedo ver esa imagen en mi cabeza, y me duele el corazón.
—No pensé que tendrías una habitación para ti solo —digo—. Es bonita. Todo está muy limpio. ¿Vienen a limpiar todos los días?
Hago una pausa antes de seguir hablando. Quiero que sepas lo mucho que deseo que me contestes.
—Y tienes unas vistas magníficas. Un pequeño patio cuadrado, con un pavimento irregular. Tiene bancos en tres lados y un jardín clásico de estilo Tudor en el centro. —Miro a la inspectora Zailer—. ¿Se llama jardín clásico de estilo Tudor?
Ella se encoge de hombros.
—No soy la persona adecuada para que le pregunten sobre jardines. No me gustan. Nunca he tenido ninguno ni quiero tenerlo. Sí, se llama jardín clásico de estilo Tudor. En uno de los lados del patio hay una hilera de arbustos; si vuelves la cabeza hacia la derecha y abres los ojos podrás verlos.
El móvil de la inspectora Zailer empieza a sonar. El ruido me sobresalta y te suelto la mano. Espero que se disculpe y apague el teléfono, pero contesta a la llamada. Dice «Sí» varias veces y luego «¿De veras?». Me pregunto si la llamada tendrá algo que ver contigo o con Juliet.
—¿Sabes lo que te ha ocurrido? —susurro, acercándome un poco más—. Yo no lo sé con exactitud, pero la policía cree que Juliet te atacó. Creo que eso fue lo que ocurrió. Estuviste a punto de morir pero gracias a mí te encontraron a tiempo. Te sometieron a una operación…
Llaman a la puerta. Me vuelvo y veo a la enfermera que nos hizo pasar, una mujer joven y rolliza de pelo rubio recogido en una corta cola de caballo. Temo que me diga que tengo que irme pero está mirando a la inspectora Zailer.
—Ya se lo dije antes: nada de teléfonos móviles; provocan interferencias en los aparatos. Apáguelo.
—Disculpe.
La inspectora Zailer mete el móvil en el bolso. Una vez que se ha ido la enfermera, me dice:
—Esta historia de los aparatos es una gilipollez. Los médicos hablan constantemente por el móvil. ¡Qué mujer más estúpida!
—Solo está haciendo su trabajo —digo—. Como en la mayoría de los casos, hay que aplicar aleatoriamente reglas que carecen de sentido. Teniendo en cuenta su profesión, debería entenderlo.
—Dos minutos más y nos vamos —me advierte—. Tengo cosas que hacer.
Le vuelvo la espalda para estar de nuevo contigo.
—No creo que te importe estar aquí, ¿verdad? Hay mucha gente que odia los hospitales, pero no creo que sea tu caso. Nunca hemos hablado de ello, pero apuesto a que si lo hubiéramos hecho habrías dicho que te gustan, por la misma razón que te gustan las áreas de servicio.
—¿Le gustan las áreas de servicio? —me interrumpe la voz de la inspectora Zailer—. Lo siento, pero… era algo que nunca había oído. Todo el mundo odia las áreas de servicio.
Yo nunca las he odiado, y desde que nos conocimos me encantan. No solo la de Rawndesley East…, todas las áreas de servicio de las autopistas. Tienes razón: son un mundo totalmente aparte, sitios que podrían estar en cualquier lugar y en ninguno, libres de lo que en una ocasión llamaste la tiranía de la geografía «Todas son como un mundo que existe al margen del espacio y el tiempo real —dijiste—. Me gustan porque tengo una imaginación hiperactiva».
—¿Todos los camioneros piensan lo mismo acerca de ellas? —te pregunté, en broma—. ¿Se trata de algo vocacional?
Me respondiste como si lo hubiese preguntado muy en serio:
—No lo sé. Podría ser.
Ahora, cada vez que me cruzo con un cartel que dice «Área de servicio» o «Área de descanso» y veo el dibujito de una cama en blanco sobre fondo azul, pienso en nosotros y en la habitación once.
—Estuve allí anoche —te digo—. En nuestra habitación. Pensé que… no podría soportar perderme una noche.
—¿Estuvo anoche en el Traveltel? —me interrumpe de nuevo la inspectora Zailer.
Asiento con la cabeza.
—Pero esta mañana la recogí en su casa.
—Salí del Traveltel a las cinco y media, y a las seis estaba en casa —le digo—. Me está costando dormir. Puedo hacer eso, ¿no?
—Si es lo que realmente le apetece…
Su móvil vuelve a sonar. Esta vez no te suelto la mano.
—Sí —dice—. ¿Qué? —Me mira de forma extraña—. Sí. Luego te llamo.
—¿Qué ocurre? —pregunto, sin que me importe pasarme de la raya.
—Espere aquí —me dice—. Vuelvo enseguida.
Una vez que se ha ido, me dirijo hasta la mesa y me sirvo un vaso de agua.
—No puede dejarnos solos —digo—. Me lo dijo mientras veníamos hacia aquí. Pero lo ha hecho, lo cual es estupendo. Significa que confía en mí más que al principio. Quizás al vernos juntos ge a dado cuenta de que… —Respiro profundamente—. Juliet intentó matarte, Robert. Puedes divorciarte de ella y luego podemos casarnos. ¿Seguiremos yendo al Traveltel después de casarnos? No me sorprendería que tú…
Dejo de hablar. Se me sube el corazón a la garganta. Pestañeo para comprobar que no me lo estoy imaginando. Tus párpados y tus labios se están moviendo. Y tienes los ojos abiertos. Tiro el agua, corro hacia ti y te cojo de la mano.
—¿Robert?
—Naomi.
Es más una exhalación que una palabra pronunciada en voz alta.
—¡Oh, Dios! Robert. Yo…
Me da miedo hablar. Tus labios se mueven, como si intentaras decir algo más. Tu rostro se crispa.
—¿Te duele? —pregunto—. ¿Llamo a una enfermera?
—Vete. Déjame en paz —susurras.
Me quedo mirando fijamente las secas líneas blancas de tus labios y sacudo la cabeza. Es imposible. No puede ser. No sabes lo que estás diciendo.
—Soy yo, Robert. No soy Juliet.
—Sé quién eres. Déjame en paz.
Noto que algo se hunde dentro de mí. Esto no puede estar pasando. Tú me quieres. Sé que me quieres.
—Tú me quieres —digo, en voz alta—. Y yo te quiero.
Es algo que ya he sentido antes, una sensación de desgarro, de que me arrebatan todo lo bueno que tengo en el mundo. Sé por experiencia que solo es cuestión de segundos que me eche a llorar y sienta que voy a la deriva: el último vínculo con la seguridad y la felicidad ha sido destruido y no hay nada a lo que agarrarse.
—Vete —dices.
—¿Por qué?
Estoy demasiado conmocionada y petrificada para llorar. Si estuvieras en tu sano juicio no habrías dicho lo que acabas de decir, pero sigo necesitando una explicación. ¿Qué más puedo hacer? Tengo ganas de golpearte el pecho con los puños y conseguir que vuelvas a ser el de siempre. Esta es mi peor pesadilla. Antes de que la policía te encontrara, cuando mi imaginación estaba llena de horribles y trágicos desenlaces, nunca pensé en algo así.
—Ya sabes por qué —dices, mirándome a los ojos.
Pero no lo sé. Estoy a punto de decírtelo, de suplicarte, cuando de pronto arqueas la espalda y lanzas un gemido. Pones los ojos en blanco y tu cuerpo empieza a convulsionarse, como si se estuviera produciendo un terremoto dentro de ti. Empiezas a soltar espuma blanca por la boca unos segundos antes de que me acuerde del timbre de emergencia. Lo pulso. Escucho un leve y repetido pitido procedente del pasillo.
—¿Naomi?
Oigo la voz de la inspectora Zailer detrás de mí. Se queda mirando mi dedo, pegado al timbre, y el vaso y el agua derramada en el suelo.
—¡Dios mío!
Me agarra por el brazo y me saca al pasillo.
—¿Qué coño ha pasado? —grita.
Me siento helada y sin vida, como una esponja metida en agua fría. Frenética, busco mentalmente una salida de emergencia, una forma de deshacer los últimos minutos de mi vida.
No me importa lo que hayas dicho. Moriría feliz si eso significa que vas a vivir.
Lo último que veo antes de que me saquen de Cuidados Intensivos es a tres enfermeras que entran precipitadamente en tu habitación.
—No le he dicho la verdad —le confieso a la inspectora Zailer—. Mentí. Lo siento.
Esta mañana me importaba un bledo lo que ella pensara. Pero ahora no tiene ni idea de cuánto la necesito, de cómo ha cambiado el equilibrio de poder. Mientras estaba segura de que me querías, yo era omnipotente.
Estamos cerca de Rawndesley. No quiero irme a casa sola puedo permitir que la inspectora Zailer me deje aquí. Tengo que seguir hablando con ella. Mientras conduce, ahuyento imágenes muy vívidas —como si fueran fotogramas— de lo que me ocurrió cuando me secuestraron: la cama con bellotas en los postes la mesa de madera. Aquel hombre. Tu amor por mí era una capa de seguridad que mantenía a raya todo eso y ahora se ha despegado. Mi alma está hecha añicos y al descubierto.
—¿Que mintió? —dice la inspectora Zailer.
Tengo la sensación de que podría ahogarme en su indiferencia.
—La historia de mi violación era cierta, por completo. Salvo que no fue Robert. No sé quién fue. Siento haberle mentido.
Yvon tenía razón. Todo es culpa mía; soy responsable de todo lo malo que ha ocurrido. Dije una mentira que mezcló lo mejor que me ha pasado en la vida con lo peor. Un sacrilegio. Vandalismo accidental, así lo llamaste tú. Y ahora me están castigando.
—Podría y debería acusarla de obstrucción a la justicia —dice la inspectora Zailer—. ¿Qué me dice del ataque de pánico que sufrió frente a la ventana de la casa de Robert, el lunes pasado, de aquello tan horrible que afirmaba haber visto pero que no podía recordar? ¿También fue una mentira?
Otra vivida imagen, como si abrieran un postigo, y veo otra vez tu salón. Estoy allí, mirando a través de la ventana. Respiro entrecortadamente y me agarro al asiento y al salpicadero.
—Pare —consigo decir—. ¡Por favor!
Me peleo con la manija que me permitirá abrir la puerta, como si mi vida dependiera de ello, como alguien cuyo coche estuviera bajo el agua. Puedo ver ese salón, la vitrina. Lo enfoco mentalmente, lanzándome hacia él. Tengo que salir.
La inspectora Zailer se detiene junto al bordillo. Abro la puerta del coche y me desabrocho el cinturón de seguridad.
—Ponga la cabeza entre las rodillas —dice.
Me siento mejor sin el cinturón. La presión que noto en el pecho cede poco a poco y aspiro todo el aire que puedo. El sudor me resbala de la frente hasta las manos.
—¿Dónde lo encontraron? —pregunto, jadeando—. A Robert. ¿En el salón? ¡Dígamelo!
—Estaba en el dormitorio, tumbado en la cama —dice la inspectora Zailer—. No encontramos nada en el salón.
Lo que vi —algo inconcebible— estaba en la vitrina. Ahora lo sé, pero me da miedo contárselo a la inspectora Zailer. Es algo muy concreto que podría animarla a que fuéramos allí, y no puedo. Preferiría tomarme un veneno que volver a mirar de nuevo a través de esa ventana.
—¿Cuál es su nombre? —pregunto, una vez he conseguido recuperar el aliento.
Frunce el ceño, como si le hubiera irritado que se lo preguntara.
—Charlotte —dice—. ¿Por qué?
—¿Puedo llamarla Charlotte?
—No. Odio ese nombre, hace que parezca una tía de la época victoriana. Soy Charlie, y no, no puede llamarme así.
—Vuelva a llamar al hospital. Por favor.
—Robert sigue con vida. En caso contrario, me habrían llamado.
Me siento demasiado débil para discutir.
—Sea lo que sea lo que haya dicho y hecho mal, tiene que entenderlo… Estoy luchando por mi vida —digo—. Así es como me siento.
—Naomi, ¿recuerda que salí de la habitación de Robert para hacer una llamada? —me dice amablemente la inspectora Zailer.
Asiento con la cabeza.
—Hoy, el subinspector Kombothekra, del DIC de West Yorkshire, les ha enseñado una fotografía de Robert a Prue Kelvey y Sandy Freeguard. A eso se debía la llamada.
De entrada no soy capaz de ubicar los nombres. Luego lo recuerdo. Cierro los ojos, aliviada. Ni siquiera me acordaba de que estaba esperando esa información.
—Estupendo —digo—. Así pues, ya no sospecha que Robert sea un violador en serie.
Eso tan estúpido y horrible que he hecho ha quedado aclarado y podemos olvidarnos de que ha pasado.
—Prue Kelvey dijo que no estaba segura.
—¿Cómo? ¿Qué quiere decir?
—Su identificación no fue positiva, pero dijo que se parecía, que podría haber sido él.
—Eso es ridículo. No puede acordarse. Probablemente pensó que era Robert porque fue un policía quien le enseñó la foto, ¡no quería arruinarlo todo diciendo que no era él!
—Estoy segura de que así es —dice la inspectora Zailer—. No es su repuesta lo que me interesa. En su caso, tenemos un perfil de ADN para compararlo con el de Robert, así que, si él no lo hizo, eso lo probará de inmediato…
—¿Qué quiere decir con si no lo hizo? Usted sabe que me inventé esa historia, ¿verdad? Lo de que fue Robert.
Asiente con la cabeza.
—Eso creo. Pero cuando alguien miente con tanta facilidad como usted lo hace es difícil saber qué hay que creer. Después de todo este tiempo, ¿cree que reconocería usted la cara de su agresor?
—Sí.
—Está más segura de sí misma que Prue Kelvey. La respuesta que dio al ver la fotografía no fue demasiado útil. Me interesa más la respuesta de Sandy Freeguard. Dijo, sin duda alguna, que Robert Haworth no era el hombre que la había violado…
—¡Gracias a Dios que una de ellas tiene memoria!
—… pero también dijo que lo conocía. «Este es Robert Haworth», dijo.
Me da vueltas la cabeza. Una vez más, todo lo que me resulta familiar empieza a girar y a amoldarse a un nuevo y alea torio patrón. Nada está donde yo creo que está ni es lo que creo que es.
—Explíquese —digo.
—Tres meses después de que fue violada conoció a Robert y empezaron a salir juntos.
—¿Dónde se conocieron? Eso es una estupidez. Ninguna mujer que hubiera pasado por lo que yo pasé habría encontrado un novio tan pronto.
—Pues Sandy Freeguard lo hizo. Se conocieron en el centro de Huddersfield. Ella chocó contra su coche.
—¿Se refiere a su camión?
Estoy decidida a contrarrestar cualquier hecho de inmediato. Debe de haber algún error. No conozco a ese subinspector Kombothekra, de modo que, ¿por qué tendría que fiarme de lo que dice?
—No, Robert conducía su coche, un Volvo. El accidente fue culpa de Freeguard, según dice ella, y estaba muy afectada. Al parecer, Robert fue muy comprensivo y acabaron tomándose un café. Así fue como empezó su relación.
—Pero… ¡no! ¡Son demasiadas coincidencias!
—Ni que lo diga —dice la inspectora Zailer sarcásticamente—. Yo tampoco lo entiendo. Usted y Sandy Freeguard fueron atacadas de la misma forma, probablemente por el mismo hombre, y ambas empezaron una relación con Robert Haworth. ¿Cómo es posible?
Su confusión me asusta más que la mía.
—¿Cuándo? —pregunto—. ¿Cuándo empezó a salir con Robert esa tal Sandy?
—En noviembre de 2004. Ella fue violada en agosto de ese mismo año.
He oído la palabra «violación» en muchas ocasiones a lo largo de la semana pasada. Ya no me asusta oírla. Ha perdido su poder.
—Yo conocí a Robert en marzo de 2005. ¿Cuándo rompieron?
Tengo un horrible presentimiento acerca de lo que va a decir la inspectora Zailer.
—¡Oh, Dios! No rompieron, ¿verdad?
—Sí, rompieron. Justo antes de la Navidad de 2004. ¿Pensaba que Robert se veía con usted y con ella al mismo tiempo?
—No. Solo que…
—¿Le importaría? Se veía con usted y con su mujer al mismo tiempo, ¿verdad? No creo que pensara que él le estaba siendo fiel.
—Es completamente distinto. Yo sabía de la existencia de Juliet. Claro que me habría importado saber que Robert me había estado mintiendo durante todo el tiempo que estuvimos juntos, ocultándome una novia secreta. —Respiro profundamente varias veces—. ¿Y por qué rompieron Robert y esa tal Sandy Freeguard? ¿Ella lo dijo?
—El subinspector Kombothekra le pidió que le contara detalles sobre la relación, incluida la ruptura. Al parecer, Robert era un novio modélico, muy atento y cariñoso, hasta que un día, cuando ella menos se lo esperaba, él le soltó que todo había terminado. Ella dijo que simplemente lo dejó. Se puso en plan sumiso y esposo fiel, le dijo que sentía que no estaba siendo justo con su mujer y eso fue todo. De modo que…
La inspectora Zailer se encoge de hombros.
—¿De modo que qué? —digo, irritada—. ¿Pretende decirme que él no es de fiar, que es de esa clase de personas que pueden ser cálidas y un minuto después ser todo frialdad? Ni hablar. Me ha querido durante un año. No es posible que se vuelva contra mí.
—Sandy Freeguard tampoco fue capaz de entenderlo —dice la inspectora Zailer pacientemente—. Naomi, hay un montón de hombres, sobre todo los casados, que declaran amor eterno de buenas a primeras hasta que no quieren saber nada de ti.
—Robert no es como la mayoría de los hombres, y sus motivos son otros. No lo entendería a menos que lo conociera.
La inspectora Zailer pone el motor en marcha.
—Cierre la puerta —dice—. Tengo que volver. No vamos a resolver esto quedándonos aquí sentadas. —Enciende un cigarrillo mientras conduce. Ojalá fumara yo también—. Sandy Freeguard y Robert nunca mantuvieron relaciones sexuales. Y deduzco que eso no es así en su caso y el de Robert.
—No. Manteníamos relaciones sexuales todos los jueves, durante tres horas. De todas formas, no me sorprende que ella no quisiera tenerlas si solo habían pasado tres meses.
—Ella sí quería. Fue Robert quien insistió en esperar; decía que posiblemente no estuviera preparada. Ella le contó lo que le había ocurrido.
Se me humedecen los ojos.
—Eso es muy propio de él —digo—. Es muy considerado.
—A Sandy Freeguard le pareció irritante. Quería que la trataran con normalidad, y él no paraba de decirle que se lo tomara con calma, que no quisiera correr demasiado. Dijo que él la desanimó cuando ella quiso fundar un grupo de apoyo y formarse como consejera y con respecto a todo lo positivo que deseaba hacer. Le dijo que no estaba preparada y que no sería capaz de soportarlo si asumía demasiadas responsabilidades.
—Probablemente tenía razón.
A pesar de que me hayas roto el corazón, te defiendo. Un día aclararemos el malentendido y retirarás lo que has dicho hoy. ¿Por qué estabas en Huddersfield, conduciendo tu coche en vez del camión? ¿Por qué no trabajaste ese día?
La inspectora Zailer está negando con la cabeza.
—Por lo que dice Sam Kombothekra, Freeguard es como una máquina. Se enfrenta a lo sucedido dando la cara y contando su experiencia, tratando de convertirla en algo positivo, para ella y para los demás. La define como una mujer muy inspiradora.
—Vale, pues mejor para ella —digo, sin entusiasmo.
No puedo evitarlo. ¿Cómo espera que reaccione al oír que he sido derrotada en el concurso de mujeres violadas?
—No quería decir eso. —Deja escapar un suspiro—. Sandy Freeguard le dijo a Kombothekra que no creyó el motivo que Robert e daba para terminar con la relación. Vamos a ver, si realmente le importaba tanto salvar su matrimonio no habría empezado una relación con usted tan solo unos meses después, ¿verdad? Me inclino por lo que dice Freeguard: no pudo enfrentarse al hecho de saber lo de la violación, de modo que al final la dejó. Eso también explicaría por qué no quería mantener relaciones sexuales.
—¡Eso que dice es terrible! Robert nunca se comportaría así.
—¿Está segura? Quizás le daba miedo que se comportara así y por eso no le contó lo que le había ocurrido.
—No se lo he contado a nadie.
—Y aun así Juliet sabe lo que le ocurrió. Si no fue Robert, ¿quién se lo dijo?
—Le está dando la vuelta a todo para que encaje…
—Eso intento —admite—. Pero da igual, por mucho que lo intente no puedo dejar de pensar en ello. Usted dijo que Robert no la violó y, en lo que a mí respecta, la creo. Pero no creo en las coincidencias.
—Yo tampoco —digo, tranquilamente.
Hace una mueca.
—Entonces, le guste o no, me guste o no, tenemos que afrontar los hechos. De alguna manera, Robert Haworth está relacionado con esas violaciones.