7/4/06
—Me siento fatal —dijo Yvon Cotchin—. De haber sabido que Naomi estaba en la cárcel me habría plantado allí de inmediato. ¿Por qué no me llamó?
Yvon estaba sentada con las rodillas apoyadas en la barbilla en un sofá de color azul desteñido, en medio del desordenado salón de la casa de su exmarido, en Great Shelford, Cambridge. Por todo el suelo había tazas medio vacías, calcetines raídos, mandos a distancia, periódicos viejos y un montón de propaganda sin abrir.
La casa apestaba a marihuana; sobre el alféizar de la ventana había trocitos de papel de aluminio quemados y botellas de plástico vacías con agujeros en los extremos. Cotchin, que olía a champú y a un intenso y penetrante perfume, parecía estar fuera de lugar con su ajustado jersey rojo y sus elegantes pantalones negros; con una mano agarraba un paquete de Consulate sin abrir y un encendedor amarillo de plástico con la otra. Más que fuera de lugar, parecía abandonada.
—Naomi no estaba en la cárcel —dijo Gibbs—. Vino para contestar a unas preguntas.
—Y ahora está en libertad bajo fianza y ha vuelto a su casa —dijo Charlie, que había acompañado a Gibbs para asegurarse de que sometía a un concienzudo interrogatorio a la exinquilina de Naomi Jenkins. Gibbs había dejado muy claro que no creía que sacaran nada útil a Yvon Cotchin, y Charlie no quería que aquello fuera una profecía que acabara cumpliéndose.
—¿Bajo fianza? Eso suena horrible. Naomi no ha hecho nada malo, ¿verdad?
—¿Acaso ha hecho algo?
Cotchin desvió la mirada, jugueteando con el celofán de su paquete de cigarrillos.
—¿Yvon? —insistió Charlie.
«Abre el paquete y enciende un pitillo, por el amor de Dios». Charlie odiaba a la gente que perdía el tiempo sin hacer nada.
—Le dije a Naomi que iba a contárselo todo a ustedes. Yo nunca le dije que estuviera de acuerdo con ello, de modo que no estoy traicionándola si se lo cuento.
—¿Estar de acuerdo con qué? —pregunté Gibbs.
—Es mejor que sepan la verdad antes de que Robert… Él se pondrá bien, ¿verdad? Bueno, si hasta ahora ha seguido con vida…
—Usted nos dijo que no conocía a Robert Haworth —le recordó Charlie.
—Es verdad.
—¿Y con qué no estaba de acuerdo con Naomi? —insistió Gibbs.
—Naomi mintió. Fingió que Robert la había violado. No podía creer que hiciera algo así, pero… ella creía que era la única manera de que ustedes se ocuparan de encontrarle.
—¿Está segura de que no la violó? —preguntó Charlie.
—Totalmente. Naomi besa el suelo que pisa ese hombre.
—No sería la primera vez que una mujer se enamora de su violador.
—Naomi no haría eso.
—¿Cómo puede estar tan segura?
Cotchin consideró la pregunta.
—Por su forma de ver el mundo. Para Naomi, todo es blanco o negro, todo es cuestión de justicia. Tendría que conocerla para entenderla. Si alguien le quita un sitio para aparcar ya empieza a hablar de venganza. —Yvon suspiró—. Mire, nunca he sido muy fan de Robert Haworth; no le conozco, pero por lo que Naomi me ha contado…, sé que él no la violó. Ahora que ya han encontrado a Robert, ¿ha reconocido que mintió? Dijo que lo haría.
—Es un poco más complicado que eso. —Charlie abrió el expediente que tenía en las manos. En el sofá, junto a Yvon Cotchin, dejó unas fotocopias de las historias de las tres supervivientes: la de la página web de SVIAS (Tanya, la camarera de Cardiff) y las número treinta y uno y setenta y dos, de «Habla y Sobrevive». Charlie señaló la número setenta y dos, la de «N.J.»— Como puede ver, esta tiene las iniciales de Naomi al final y está fechada el 18 de mayo de 2003. Cuando Naomi vino a vernos y nos mintió acerca de Robert Haworth, le dijo a uno de mis agentes que echara un vistazo a la página web «Habla y Sobrevive» y que leyera su carta.
—Pero…, no lo entiendo. —Cotchin se había puesto pálida—. En 2003, Naomi ni siquiera conocía a Robert.
—Lea las otras dos —dijo Gibbs.
No tenía la suficiente confianza ni una buena razón para negarse. Se rodeó una rodilla con un brazo y empezó a leer, entornando los ojos, como si quisiera bloquear alguna de aquellas palabras o minimizar su impacto.
—¿Qué es esto? ¿Qué tiene que ver con Naomi?
—La declaración que Naomi Jenkins firmó el martes, el ataque ficticio que sufrió a manos de Robert Haworth, coincide en muchos detalles con estos dos relatos —dijo Gibbs.
—¿Cómo es posible? —Cotchin parecía muy nerviosa—. Soy demasiado estúpida para comprender todo esto por mí misma; tendrán que explicarme qué está pasando.
—En West Yorkshire hay otros dos casos que siguen las mismas pautas —le dijo Charlie—. Usted no es la única qué quiere saber qué está pasando, Yvon. Tenemos que averiguar si Robert Haworth violó a Naomi Jenkins y a esas otras mujeres, o si fue otro quien lo hizo. Esperamos que usted pueda ayudarnos.
Cotchin estrujó el paquete de cigarrillos por la mitad, aplastando su contenido.
—Es imposible que Naomi fuera violada. Me lo habría contado. Es mi mejor amiga.
—¿Vivía con ella en esa época? ¿En la primavera de 2003?
—No, pero aun así lo sabría. Naomi y yo somos amigas íntimas desde el instituto. Nos lo contamos todo. Y… parecía estar bien en la primavera de 2003, se comportaba con total normalidad. Era la mujer fuerte que suele ser.
—¿Es capaz de recordar algo después de tanto tiempo? —preguntó Charlie—. Yo no recuerdo cómo estaban mis amigos hace tres años.
Cotchin parecía desconfiada.
—Ben y yo estábamos atravesando un mal momento —dijo, finalmente—. El primero de tantos. Fue algo serio. Pasaba la noche en casa de Naomi dos veces por semana, a veces más. Estuvo fantástica. Cocinaba para mí, les mandaba correos electrónicos a mis clientes y trataba de que me tomara las cosas de otra manera… Yo estaba demasiado disgustada para trabajar. Me obligaba a darme una ducha y a cepillarme los dientes cuando todo lo que yo quería hacer era abandonarme. ¿Alguno de ustedes ha pasado por una ruptura matrimonial?
Charlie no fue capaz de interpretar el ruido que emitió Gibbs.
—No —contestó Charlie.
—Entonces no pueden imaginarse lo doloroso y destructivo que es.
—Me parece un poco extraño que viniera aquí después de discutir con Naomi —dijo Charlie—. La mayoría de las mujeres no salen corriendo hacia la casa de sus exmaridos cuando tienen problemas.
Cotchin parecía avergonzada.
—Mis padres están demasiado ocupados con su trabajo; no les gusta que la gente se quede en su casa. Y mis hermanos y todos mis amigos, salvo Naomi, tienen pareja o hijos. Estaba disgustada, ¿vale?
—Hay hoteles y bed & breakfast. ¿Está pensando en reconciliarse con Ben? —la pinchó Charlie—. ¿Es esa la razón de que este aquí?
—Eso no es asunto suyo. No vamos a volver, si es eso a lo que se refiere. Estoy durmiendo en otra habitación.
—¿Por qué rompieron?
Aunque probablemente era irrelevante, Charlie pensó que podía seguir preguntando. A menos que… Una hipótesis empezó a cobrar forma en su cabeza. Una hipótesis poco probable, pero valía la pena intentarlo.
—¡No tengo por qué contárselo! —protestó Cotchin—. ¿Por qué quiere saberlo?
—Conteste a la pregunta.
La voz de Gibbs amenazaba con desagradables consecuencias.
—Ben bebía mucho, ¿de acuerdo? Y no quería trabajar.
—Esta casa es muy grande. —Charlie miró a su alrededor—. Y la tele y el reproductor de DVD son muy caros. ¿Cómo puede permitirse Ben todo esto si no trabaja?
—Es una herencia. —La voz de Cotchin sonó llena de amargura—. Ben nunca ha trabajado un solo día en toda su vida y nunca lo hará.
—Antes dijo que atravesaban el primero de muchos malos momentos…
—En enero de 2003 se acostó con otra mujer mientras yo estaba de visita en casa de mi hermano. Cuando volví, esa mujer se había ido, pero encontré a Ben profundamente dormido (o más bien inconsciente) en la cama; había un condón usado y un pendiente de esa mujer. Había bebido tanto que perdió el conocimiento y no se despertó a tiempo para deshacerse de las pruebas antes de que yo volviera.
Charlie pensó que ella no le había perdonado. Si lo hubiera hecho, habría dicho: «Me fue infiel, pero solo fue cosa de una noche. No significó nada».
Gibbs repasó sus notas.
—Así pues, usted y Naomi Jenkins estaban en su casa la noche e miércoles 29 de marzo y el jueves 30 hasta que ella se fue para ^unirse con Haworth en el Traveltel.
—Así es.
Yvon Cotchin parecía aliviada. Prefería hablar del intento de asesinato de Robert Haworth que de su vida amorosa.
—¿Es posible que Naomi saliera de su casa el miércoles por la noche o el jueves sin que usted se percatara?
—Supongo que podría haberlo hecho en plena noche, mientras yo estaba durmiendo. Pero no lo hizo. Ella también estaba durmiendo. El jueves no. Mi despacho y mi habitación están en el sótano de su casa. Estaban —se corrigió Cotchin—. Usted lo vio —dijo, dirigiéndose a Gibbs—. Mi mesa está frente a la ventana, desde donde se ve perfectamente el camino de entrada. Si Naomi hubiera salido de casa el jueves, la habría visto.
—¿No se levantó en ningún momento de la mesa? ¿Para prepararse un sándwich o para ir al baño?
—Bueno…, sí, claro, pero…
—¿Puede ver la calle desde la ventana del sótano? —preguntó Charlie.
—Sí —repuso Cotchin, con un atisbo de impaciencia en la voz—. Pregúnteselo a él; estuvo en la casa —dijo, señalando a Gibbs con la cabeza—. Si miras hacia arriba se puede ver el camino de entrada y la calle. Si Naomi hubiese salido me habría dado cuenta. Y no salió.
—Pero ella no puede decir lo mismo de usted, ¿verdad? —dijo Gibbs—. Si estaba en el cobertizo donde trabaja, significa que estaba al otro lado de la casa. Ella no la habría visto si usted hubiese salido, ¿verdad?
Cotchin se volvió hacia Charlie con una súplica en sus ojos.
—¿Por qué querría yo atacar a Robert? No lo conozco.
—No tiene buen concepto de él —dijo Charlie—. Aunque solo de forma temporal, su matrimonio fue destruido por la infidelidad. —Cotchin se sonrojó al escuchar aquel mordaz comentario—. Robert Haworth estuvo engañando a su mujer con su mejor amiga durante un año. Seguro que no lo aprobaba.
—Naomi me ofreció un sitio donde vivir cuando Ben y yo rompimos definitivamente —dijo Cotchin, enfadada—. No podía abandonarla solo porque ella hacía algo con lo que yo no estaba acuerdo —dijo, lanzando un suspiro—. En cualquier caso, a medida que iba pasando el tiempo, no se lo recriminaba tanto.
—¿Por qué?
—Naomi adoraba a Robert. Era muy feliz. No sé cómo describirlo. Era como si brillara por dentro. Y decía que él sentía lo mismo. Me dije que tal vez era algo auténtico, que estaban destinados a estar juntos. Yo creo en esas cosas, ¿sabe? —dijo, a la defensiva—. Me di cuenta de que no tenía nada que ver con la situación que yo había vivido con Ben. La infidelidad de Ben no se debía a que no me amara o a que amara a alguien más que a mí. Yo soy la mujer con la que él siempre ha querido estar, solo que era demasiado estúpido e indulgente consigo mismo para tratarme como me merecía. Sin embargo, ahora ha cambiado. Ha dejado el alcohol casi por completo.
«Y toma drogas», pensó Charlie, echando un vistazo a toda la parafernalia que había en el alféizar de la ventana.
—Si Robert amaba a Naomi, ¿por qué no dejó a su mujer para estar con ella?
—Buena pregunta. Creo que le estaba tomando el pelo, aunque ella lo negara. Decía que no podía dejar a Juliet, como si fuera una mujer desvalida, pero siempre pensé que eso era una estupidez. Si era tan infeliz con ella como le dijo a Naomi, la habría dejado. Los hombres no están con alguien por obligación, no si encuentran algo mejor. Solo las mujeres son lo bastante estúpidas para hacer eso. Y cuando el lunes Naomi fue a casa de Robert para buscarle, conoció a Juliet y se dio cuenta de que ella no era como Robert pretendía.
La puerta del salón se abrió y apareció un hombre que Charlie supuso que sería Ben Cotchin, vestido tan solo con unos calzoncillos largos de color rojo y azul marino. Era alto y delgado; estaba sin afeitar y llevaba el pelo largo, de color negro, recogido en una cola de caballo. Exactamente igual que el pelo de Yvon, pensó Charlie: el mismo color y el mismo estilo.
—¿Alguien quiere una taza de té? —preguntó.
—No, gracias —dijo Charlie, respondiendo por ella, Gibbs e Yvon.
Si había que preparar un té, Ben tendría que volver y servirlo. Eso sería una pérdida de tiempo. Aquella mañana, Charlie se había levantado abrumada pensando en todo lo que tenía que hacer antes de que pudiera meterse de nuevo en la cama.
—Robert y Naomi solo tenían un tema de conversación —dijo Yvon una vez que su marido hubo abandonado el salón—. Lo mucho que se amaban y lo injusto y triste que era el hecho de que no pudieran estar juntos. Crearon un mundo paralelo que solo existía durante tres horas a la semana dentro de una habitación. ¿Por qué Robert nunca se la llevó a pasar un fin de semana? Decía que no podía dejar tanto tiempo sola a Juliet…
—¿Y cuál cree usted que era el motivo? —preguntó Charlie.
—Robert es un obseso del control. Quería tener a Juliet y a Naomi, y quería meter a Naomi en una urna con un horario muy concreto: los jueves, de cuatro a siete. Pero ella no es capaz de darse cuenta. Y es muy frustrante. Es como si supiera cosas de él que parece ignorar, si es que eso tiene sentido. A ver, por lo que ella me ha contado, solo sé que él es un obseso del control. Sin embargo, yo soy capaz de ver las cosas tal y como son, mientras que ella no.
—¿Qué clase de cosas?
La forma en que Yvon puso los ojos en blanco daba a entender que tenía mucho donde elegir.
—Cuando se ven, él siempre lleva una botella de vino. En una ocasión tiró la botella cuando se estaba metiendo en la cama. Estaba prácticamente llena y casi todo el vino se derramó sobre la alfombra. Naomi me dijo que ella quiso salir a comprar otra botella, pero él no se lo permitió. Cuando se lo dijo, se mostró muy ofendido.
—Bueno, si solo disponían de tres horas… —empezó Charlie, pero Yvon negó con la cabeza.
—No, no se trataba de eso. Él se lo explicó a Naomi. Se ofendió porque ella dio por sentado que cuando tiras una botella de vino simplemente hay que comprar otra. Para él, fue su torpeza lo que había hecho que se derramara el vino, de modo que, como castigo, pensó que tenía que aguantarse. No lo llamó un castigo, pero se refería a eso. Naomi dijo que él se sentía mal por haber volcado la botella y que no quería perdonárselo. Lo llamó «vandalismo accidental». Siempre le salía con toda clase de tonterías; era incapaz de soportarlo, como si no pudiera ocurrir algo inesperado. Creo que está un poco chiflado. Es un neurótico. —Yvon se volvió hacia Gibbs—. ¿Cuándo voy a recuperar mi ordenador?
—Ya lo devolvimos —dijo él—. Está en casa de Naomi Jenkins.
—Pero… ahora vivo aquí. Lo necesito para trabajar.
—No soy un empleado de una empresa de mudanzas. Lo tendrá que ir a buscar usted.
Charlie decidió que había llegado el momento de plantear su teoría.
—Yvon, ¿es posible que sea usted la que fuera violada hace tres años? ¿Fue ese el motivo de que estuviera nerviosa y de que su matrimonio se viniera abajo? ¿Fue Naomi quien escribió a esa página web en su nombre y firmó con sus iniciales para preservar su anonimato?
La idea tardó unos momentos en hacer mella. Yvon parecía estar tratando de compilar información en su cabeza, como si fuera un aparato difícil de manejar. Una vez que lo hubo conseguido, pareció horrorizada.
—No —dijo—. Por supuesto que no. ¡Lo que ha dicho es horrible! ¿Cómo puede desearme algo así?
Charlie no era muy paciente con el chantaje emocional.
—Muy bien —dijo, poniéndose en pie—. Esto es todo por ahora, Pero es probable que queramos hablar de nuevo con usted. No piensa irse a ninguna parte, ¿verdad?
—Puede que sí —repuso Yvon, como si fuera un niño al que hubieran pillado desprevenido.
—¿Adónde?
—A Escocia. Ben me dijo que necesitaba tomarme un respiro, y tiene razón.
—¿Él irá con usted?
—Sí, como amigo. No sé por qué está tan interesada en Ben y en mí.
—Soy muy curiosa —dijo Charlie.
—Nosotros no tenemos nada que ver con esto.
—Necesitamos una dirección.
Yvon rebuscó en su bolso, que estaba junto al sofá, entre el montón de tazas y periódicos. Unos instantes después le dio a Charlie una tarjeta que ella reconoció.
—¿Chalets Silver Brae? —La voz de Charlie sonó firme—. ¿Van a ir allí? ¿Y por qué ese sitio?
—Me hacen un buen descuento, por si quiere saberlo. Diseñé su página web.
—¿Y cómo fue eso?
Yvon parecía perpleja por el interés de Charlie.
—Graham, el dueño, es amigo de mi padre. Papá fue profesor suyo en la universidad.
—¿Qué universidad?
—En Oxford. Graham fue quien sacó las mejores notas en Lenguas Clásicas de ese curso. Mi padre sufrió una decepción al ver que no acabó siendo catedrático. ¿Por qué quiere saber todo esto?
Era una pregunta que Charlie debía evitar. Graham, un catedrático de Lenguas Clásicas. Se había burlado de ella por mencionar un libro que había leído: Rebeca, de Daphne Du Maurier. «Qué culta, jefa». Seguramente debía sentirse avergonzado de su inteligencia. Qué modesto. Basta ya, se dijo Charlie. «No sientes ningún cariño por él. Solo te gustó para pasar un rato. Eso es todo».
—¿Estuvo alguna vez Naomi en los chalets de Silver Brae? —Preguntó Charlie—. Tenía una tarjeta.
Yvon negó con la cabeza.
—Intenté convencerla para que fuera, pero…, después de conocer a Robert no quería ir a ningún sitio. Creo que pensaba que si no podía ir con él prefería no hacerlo.
Charlie pensaba a toda velocidad. De modo que esa era la razón por la que Naomi tenía esa tarjeta. Graham conocía a Yvon y ahora a Charlie no le quedaba otra opción que llamarle. Al margen de lo que dijera Yvon, puede que Naomi y Robert sí hubieran estado en los chalets Silver Brae.
—¿Por qué te importan esa Miss Cigarrillos Mentolados y el hippie de su marido? —le soltó Gibbs a Charlie cuando ya estaban en el coche—. ¡Es un soplapollas arrogante! Estábamos ahí, contemplando la colección de pipas que había en el alféizar de la ventana, ¡y a él le importaba un carajo!
—Me interesan las relaciones de los demás —le dijo Charlie.
—Salvo la mía. La del viejo y aburrido Chris Gibbs y su aburrida novia.
Charlie se masajeó las sienes con las palmas de las manos.
—Gibbs, si no quieres casarte, no lo hagas, por el amor de Dios. Dile a Debbie que has cambiado de opinión.
Gibbs se quedó mirando fijamente la calle.
—Apuesto que a todos os gustaría que hiciera eso, ¿verdad? —dijo él.
—No lo sé —dijo Prue Kelvey. Estaba sentada sobre sus manos, mirando una fotografía ampliada de Robert Haworth. Sam Kombothekra pensó que estaba disimulando muy bien su decepción—. Cuando me la mostró, me quedé sorprendida… Esta no es la cara que he visto en mi imaginación desde que ocurrió… Pero la memoria y…, los sentimientos distorsionan las cosas, ¿verdad? Y este hombre se parece al que veo en mi imaginación. Podría ser él. Solo que…, no puedo decir que lo reconozca. —Hizo una larga Pausa. Luego preguntó—: ¿Quién es?
—No puedo decírselo. Lo siento.
Kelvey lo aceptó sin discutir. Sam decidió no decirle que el perfil de su ADN que habían conseguido de las muestras de su violación estaba siendo comparado con el de un hombre de Culver Valley a quien se acusaba de un delito similar. Tenía la sensación de que, en realidad, Prue Kelvey no quería que él le contara nada; aún se estaba recuperando de la conmoción que había sufrido al encontrarse a Sam frente a su puerta. Se dijo que seguramente pasarían varios días antes de que ella se pusiera en contacto con él para pedir más información.
Ella siempre había confiado poco en sí misma; dudaba de todo cuanto decía, salvo de lo que era inequívoco. Sam esperaba tener más suerte con Sandy Freeguard. Cuando se levantó para irse, Prue Kelvey se hundió, aliviada, y Sam se sintió mal al pensar que, aparte del rostro de su violador, el suyo debía de ser el que ella relacionaba más estrechamente con aquella horrible experiencia.
El trayecto entre el domicilio de Kelvey y el de Freeguard duró alrededor de una hora. Aquella no era la primera vez que Sam lo recorría. No le importaba tomar la M62, a menos que estuviera colapsada. La parte que sí odiaba era el trecho que había entre Shipley y Bradford, lleno de mugrientos y medio derruidos pisos de protección oficial y el luminoso aunque igualmente deprimente centro comercial, con sus inmensos aparcamientos y cadenas de restaurantes. Edificios enormes, grises, excesivos. ¿Acaso podía existir una arquitectura menos imaginativa?
Afortunadamente, las carreteras estaban desiertas, y Sam estaba frente a la casa de Sandy Freeguard cuarenta y cinco minutos después de haber salido de Otley. Freeguard era, en muchos sentidos, el polo opuesto de Prue Kelvey. Desde el principio lo había hecho sentirse cómodo y él dejó de preocuparse en seguida por qué podía decirle. Cuando se presentaba sin avisar, siempre le sonreía, no paraba de bromear y apenas le dejaba meter baza. Si por un momento él perdía la concentración, era difícil recuperarla. Sandy sacaba a colación docenas de temas por minuto. A Sam caía bien y sospechaba que su verborrea era una estrategia deliberada para que él se sintiera menos tenso. ¿Se imaginaría lo difícil que le resultaba enfrentarse a mujeres que, como ella, habían vivido un infierno a manos de un hombre? Aquello le hacía sentirse culpable y ser aprensivo. Ningún hombre de los que conocía era así; la idea de conocer a alguno que hiciera lo que les habían hecho a Prue Kelvey y Sandy Freeguard le ponía enfermo.
—… pero, evidentemente, podía ser que Peter y Sue fueran quienes estuvieran en un error, y esa fue la razón por la que Kavitha pensó que yo me enfadaría.
Sam no tenía ni idea de qué estaba hablando. Peter, Sue y Kavitha eran sus colegas. Sandy Freeguard se tuteaba con todo su equipo. Ella les había dado esperanzas, aun cuando todo hacía pensar que no iban a detener al hombre que la había atacado. Ella no se rindió. En vez de eso, fundó un grupo local de apoyo a las víctimas, hizo un curso de consejera y trabajó como voluntaria para varias asociaciones. La última vez que Sam la había visto le comentó la posibilidad de escribir un libro.
—¿Por qué no? —le había dicho, sonriendo con pesar—. Después de todo, soy escritora, y este es un tema que no me afecta solo a mí. Al principio pensé que quizás sería como sacarle provecho a la experiencia que viví, pero…, ¡a la mierda!, porque la única persona de la que me aprovecharía sería de mí misma, de modo que, si a mí no me importa, ¿por qué debería importarle a alguien?
Sam interrumpió su parloteo.
—Tengo una fotografía que quiero enseñarle, Sandy —dijo—. Pensamos que podría ser él.
Ella dejó de hablar y se quedó con la boca abierta.
—Bien —dijo—. ¿Quiere decir que puede que lo tengan?
Sam asintió con la cabeza.
—Adelante, enséñeme esa foto, entonces —dijo ella.
Sandy empezó a observar su traje y a mirar sus manos Dará Ver si sostenía algo. Si no sacaba de inmediato la fotografía, sería capaz de cachearle.
Sam sacó la fotografía del bolsillo de su pantalón y se la tendió. Ella le echó un rápido vistazo y luego observó a Sam con curiosidad.
—¿Se trata de una broma? —preguntó.
—Por supuesto que no. ¿No es él?
—No. No lo es, sin duda.
—Lo siento…
Sam se sintió invadido por la culpabilidad y se quedó bloqueado. Debería haberle dicho que no albergara esperanzas. No debería haber sacado la foto tan deprisa, por mucho que Sandy lo deseara. Quizás ella no era tan fuerte como parecía, quizás eso la haría…
—Sam, conozco a este hombre.
—¿Qué? —Sam se levantó, estupefacto—. Pero usted dijo que…
—Dije que este no es el hombre que me violó. —Sandy Freeguard se echó a reír al ver su expresión de asombro—. Este es Robert Haworth. ¿Qué diablos le hizo pensar que se trataba de ese hombre?