15

Viernes, 7 de abril

—¿Qué sabes sobre mi marido? —me pregunta Juliet.

—Que me quiere —le respondo.

Ella se echa a reír.

—Eso es algo sobre ti, no sobre él. ¿Qué sabes sobre Robert? Sobre su familia, por ejemplo.

El subinspector Waterhouse coge su bolígrafo. Él y la inspectora Zailer intercambian una mirada que no soy capaz de interpretar.

—No se ve con nadie de su familia.

—Es cierto.

Juliet hace una marca en el aire con el dedo índice. Con la otra mano se frota una ceja, como si quisiera alisársela una y otra vez. Un aparato está grabando nuestra conversación Al mismo tiempo, mi memoria está grabando todos los gestos y expresiones de Juliet. Esta es tu esposa, la mujer, me imagino, que habrá hablado a menudo contigo sobre cosas cotidianas —la revisión del coche, sobre descongelar el frigorífico— mientras se cepilla los dientes y tiene la boca llena de dentífrico. Así de cerca ha estado de ti.

Cuanto más la observo, cuanto más tiempo llevo sentada con ella en esta pequeña habitación pintada de gris, más vulgar me parece. Es como cuando no puedes mirar un cuadro de alguna horripilante deformidad porque eres demasiado impresionable. Cuando por fin te obligas a mirarlo y a familiarizarte con todos sus detalles, de pronto se convierte en algo prosaico de lo que no hay que temer nada en absoluto.

Eso me ayuda a recordar que Juliet ya no comparte contigo nada que yo no comparta. La gente dice que el matrimonio no es más que una hoja de papel, y en general eso es falso, aunque no en este caso. En este momento, tú y Juliet estáis tan lejos el uno del otro como pueden estarlo un hombre y su mujer, separados no solo físicamente por vuestras respectivas encarcelaciones, sino también por el hecho de que ella hizo todo lo posible por matarte. Si llegas a despertarte —no: cuando te despiertes— no habrá forma de que la perdones.

—Sé que Robert tiene tres hermanas y que una de ellas se llama Lottie. Lottie Nicholls.

Tuve que arrancarte esa información y luego me sentí tan culpable que no te pregunté más nombres.

Juliet vuelve a soltar otra estridente carcajada, para que Waterhouse y Zailer puedan volver a oírla más tarde. Pero ellos no recordarán sus fríos y vacíos ojos como yo lo haré.

—¿Por qué Robert nunca habla de sus hermanas? —me pregunta Juliet.

Recuerdo tus palabras exactas, y solo tengo que parafrasearlas ligeramente.

—Creen que él no es lo bastante bueno para ellas y, si es eso lo que piensan, demuestran que son ellas las que no son lo bastante buenas para él.

—Yo fui la causa de la gran disputa familiar —dice Juliet orgullosamente—. Aposté que Robert no te lo contaría. Sus familiares más íntimos y queridos se quedaron horrorizados cuando se enteraron de que salía conmigo, lo cual estaba fuera de lugar, teniendo en cuenta que yo nunca les había hecho nada. Me vienen a la mente las palabras «olla» y «tetera».

No tengo ni la menor idea de a qué se refiere.

—¿Te ha contado mi marido que alguna o puede que todas sus hermanas estén…, a ver, cómo podría decirlo…, muertas?

Se inclina hacia delante; sus ojos azules resplandecen.

—¿Qué quieres decir?

La expresión de Zailer y de Waterhouse muestra la misma sorpresa y repulsión que la mía, pero no dicen nada. ¿Tus hermanas muertas? Alguna o puede que todas. Eso no es posible. Juliet podría estar mintiendo. Debe de estar mintiendo. A menos que se trate de alguna tragedia…

Ya había pensado antes que la tragedia parece ser tu elemento. Eres un hombre apasionado y afligido, como un condenado que algún día deberá enfrentarse a la horca y trata de vivir sus últimos y preciosos momentos junto a la mujer que ama. Cuando nos conocimos y quedó claro que lo que sentíamos era algo mutuo, que ninguno de los dos era ni más ni menos apasionado que el otro, yo te lo dije sin querer, como una idiota.

—Esto es maravilloso. No puedo creer que no haya gato encerrado.

Tú me miraste como si estuviera loca.

—Oh, claro que hay gato encerrado.

—Me pregunto quién le machacó la cabeza a Robert —dice Juliet tranquilamente, como si estuviera comentando el último giro argumental de un culebrón—. Porque tú no lo hiciste, ¿verdad? Tú estás loquita por Robert. Tú nunca le harías ningún daño.

—Eso es verdad. —No dejaré que se burle de mí con algo de lo que me siento orgullosa—. Tú lo hiciste. Todos saben que tú lo hiciste. Robert lo sabe. Cuando despierte, le contará a la policía que fuiste tú. ¿Intentaste matarle? ¿O fue una pelea que se te escapó de las manos?

Juliet le sonríe a la inspectora Zailer.

—¿La han adiestrado? Se parece mucho a uno de ustedes. —Juliet se vuelve hacia mí—. Quizá lo seas. No sé cómo te ganas la vida. ¿Eres poli?

—No.

—Estupendo, porque mi capacidad para la ironía tiene un límite —Juliet se inclina hacia delante—. ¿Por qué amas a mi marido?

—¿Qué quieres decir?

—Es una pregunta sencilla. Supongo que Robert es razonablemente atractivo, aunque ahora le sobren algunos kilos. Cuando lo conocí estaba más delgado. Pero ¿basta solo con el atractivo? A estas alturas ya te debes haber dado cuenta de que es un pobre infeliz y un miserable.

—El martes hice una declaración sobre una violación —le digo a Juliet, tratando de no mirar a la inspectora Zailer ni a Waterhouse—. Fingí que Robert me había violado para que la policía le encontrara.

—Tú estás loca de verdad, ¿no? —dice Juliet.

—¿Cómo conocías los detalles de lo que dije en mi declaración?

Juliet sonríe.

—¿Por qué fingiste que te había violado y no dijiste, por ejemplo, que te había robado el bolso?

—Porque la violación es el delito más fácil de fingir —digo, finalmente. Me irrita saber que puede que haya igual número de mujeres que pretendan haber sido violadas como que pretendan no haberlo sido—. No tenía magulladuras, así que difícilmente podía fingir que me habían golpeado.

—Tú no fingiste nada —dice Juliet—. Tú fuiste violada. Solo que no por Robert. Sé exactamente lo que te ocurrió, escena a escena, plano a plano.

Juliet hace un sonoro ruido de un clic, imitando la acción de sacar una fotografía

—Eso es imposible —digo, en cuanto soy capaz de hablar—. A menos que la policía te haya enseñado mi declaración.

De pronto, parece impaciente.

—Nadie me ha enseñado ninguna declaración. Mira, puede que no responda a todas tus preguntas, pero no pienso mentirte. Si te doy una respuesta, será sincera.

—¿Quiere dejarlo, Naomi? —me pregunta la inspectora Zailer—. Puede dejarlo cuando quiera.

—Estoy bien —digo.

Esta mujer de hielo, me recuerdo a mí misma, es esa misma Juliet que es demasiado tímida para contestar al teléfono, demasiado torpe para manejar un ordenador, demasiado débil para trabajar, la que te obligó a dejar de trabajar de noche porque no era capaz de quedarse sola en casa. Recordar todas las cosas que me has contado sobre ella me ayuda a pronunciar mi siguiente frase.

—Has cambiado. Antes solías ser una mujer tímida y neurótica, que tenía miedo de su propia sombra y dependía totalmente de Robert.

—Es cierto.

Juliet sonríe. Para ella se trata de un juego con el que está disfrutando de lo lindo.

—Ahora pareces otra —digo.

—Me he…, ¿cómo se dice?…, investido de poder.

Juliet suelta una risita y mira a la inspectora Zailer, como si esperara haberla impresionado.

—¿Cómo? ¿Machacándole la cabeza a Robert con un ladrillo? —digo.

—Lo que le causó las heridas a Robert fue una piedra que usábamos como tope para la puerta. ¿Acaso estos agentes tan amables no te han explicado los hechos? Mis huellas dactilares están por toda la piedra, aunque podría haberla cogido después de la agresión, ¿no? La consternación de la esposa al descubrir a su marido moribundo.

—Alguien que ha sido frágil y delicada toda su vida no se transforma de repente en la mentirosa fría, calculadora y segura de sí misma que eres ahora —digo—, aun cuando pierda la razón y ataque a su marido por tener una aventura.

Juliet parece aburrida y decepcionada.

—Sé que Robert tenía una aventura contigo desde antes de Navidad —dice—. Como tú dices, dependía totalmente de él. De modo que mantuve la boca cerrada al respecto. ¿Te parece patético?

—Entonces, ¿por qué atacaste a Robert la semana pasada? ¿Te dijo que iba a dejarte por mí? ¿Fue eso lo que te dio ganas de matarle?

Juliet se examina las uñas en silencio.

—Tienes razón —dice—. No es probable que alguien que ha sido frágil y delicada durante toda su vida cambie por completo su personalidad, incluso después de que ocurra algo importante.

—¿Qué estás diciendo? ¿Que no has sido siempre una mujer frágil y delicada?

—Ah. —Juliet cierra los ojos—. No diría que te estás quemando, pero sí que has dejado de pisar el Polo Norte.

—Fingiste ser débil —supongo en voz alta—. Eres una de esas mujeres a las que odio, de esas que pueden cuidar sin problema de sí mismas pero que se muestran totalmente indefensas en cuanto aparece un hombre. Le hiciste creer a Robert que eras una mujer desvalida e indefensa porque sabías que de lo contrario te dejaría.

—Oh, querida, me temo que has vuelto a pisar la nieve con Ernest Shackleton y Robert Falcón Scott. Puede que estés fuera algún tiempo. —Juliet observa al subinspector Waterhouse—. ¿Lo he dicho correctamente?

—¿Qué pasa? ¿No te apetecía trabajar? —Yo me mantengo en mis trece, pensando que finalmente puedo llegar a alguna parte—. ¿Era más fácil quedarse en casa y explotar a Robert?

—Antes de que dejara de hacerlo me gustaba trabajar —dice Juliet, volviendo ligeramente el rostro.

—¿En qué trabajabas?

—Me dedicaba a la alfarería; hacía casitas de cerámica.

Zailer y Waterhouse apuntan lo que ha dicho.

—Las vi —digo—. Están por todo el salón. Son un auténtico horror.

Noto un enorme zumbido en mis oídos mientras intento no pensar en el salón de Juliet. Tu salón.

—No pensarías eso si hiciera una miniatura de tu casa —dice Juliet—. Eso es lo que hacía la gente: me encargaban que hiciera miniaturas de sus casas. Me gustaba hacerlo…, reproducir todos los detalles. Puedo hacerte una si quieres. Estoy segura de que en la cárcel me dejarán trabajar. Lo harán, ¿verdad, inspectora Zailer? En realidad tengo ganas de volver a trabajar. Miren lo que les digo: si me traen fotografías de sus casas, desde todos los ángulos, de la fachada, de la parte de atrás y de los laterales, les haré una miniatura.

—¿Por qué dejaste tu trabajo si te gustaba tanto? —pregunto.

—Bienvenido a casa, señor Shackleton. —Juliet sonríe—. Has perdido algunos dedos por congelación, pero al menos no estás muerta. Acerca una silla a la hoguera, ¿vale?

—¿De qué coño estás hablando?

Juliet suelta una risotada al ver mi enfado.

—Esto es muy divertido. Es como ser invisible. Puedes provocar el caos y nadie puede hacer nada para evitarlo.

—Excepto dejar que te pudras en la cárcel —digo.

—Estaré bien en la cárcel, muchas gracias. —Juliet se vuelva hacia la inspectora Zailer—. ¿Podré trabajar en la biblioteca de la prisión? ¿Podré ser la que empuja el carrito con los libros por delante de las celdas? En las películas, ese puesto siempre lleva implícito cierto prestigio.

—¿Por qué haces esto? —le pregunto—. Si realmente te da igual que te encierren durante el resto de tu vida, ¿por qué no le cuentas a la policía lo que quieren saber, si intentaste matar a Robert y por qué?

Juliet levanta sus excesivamente depiladas cejas.

—Bueno, hay una pregunta a la que puedo responder fácilmente: por ti. Esa es la razón por la que no lo cuento todo como una buena chica. No tienes ni idea de lo mucho que tu existencia, el lugar que ocupas en la vida de Robert, lo cambia todo.